José Manuel Benítez Ariza - Cosas que no creeríais

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De Amanecer a las películas de Jayne Mansfield, de Louise Brooks a Tim Burton, el cine norteamericano ha sabido combinar el valor referencial de sus grandes creaciones con una no siempre apreciada, pero no por ello menos persistente, querencia hacia la rareza, la intencionada banalidad con visos de transgresión o la experimentación abierta. Este ensayo recorre ambas facetas: el núcleo cordial de lo que hoy entendemos por «cine clásico norteamericano» y sus amplios y sorprendentes márgenes. Ambos determinan el contradictorio aprecio que el espectador de ayer y de hoy siente por la forma de narrativa popular de mayor influencia en el último siglo. Este ensayo recorre ambas facetas del cine norteamericano el núcleo cordial de lo que hoy entendemos por «cine clásico norteamericano» y sus amplios y sorprendentes márgenes. Ambos determinan el contradictorio aprecio que el espectador de ayer y de hoy siente por la forma de narrativa popular de mayor influencia en el último siglo.

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No siempre tuvo Wilder ese dominio de la verdad humana. Ocurre en las unánimemente consideradas sus peores películas: El vals del emperador ( The Emperor Waltz , 1948) se disputa ese dudoso honor con Cinco tumbas al Cairo ( Five Graves to Cairo , 1943) y El aviador solitario ( The Spirit of St. Louis , 1957). Pero incluso estas películas dicen mucho de los orígenes e intenciones de su director. Sobre El vals del emperador , por ejemplo, planea la innegable impronta de Lubitsch. Y llama la atención la cantidad de anticipos de otras películas de Wilder que pueden espigarse en ésta. La situación en su conjunto —americano desubicado que se enamora de una europea— es un anticipo de Avanti! , como lo son no pocos momentos de la trama: por ejemplo, la presentación, mediante pinceladas irónicas, de los invitados a un baile, que tendrá su eco en la escena análoga de Avanti! en la que se dan a conocer los extravagantes huéspedes que comparten hotel con los protagonistas. Igualmente, el diálogo en el que la condesa (Joan Fontaine) anticipa a su enamorado los muchos inconvenientes que habrá de afrontar la relación entre ambos roza milagrosamente la genial escena final de Con faldas y a lo loco , y sólo le falta su rotundo remate. También, el que el protagonista tenga un momento de pusilanimidad y amague con ceder a las convenciones, después de haber oído al portavoz de éstas —el propio emperador—, nos hace recordar el mismo momento de desánimo y derrota que vive el protagonista de El apartamento cuando está a punto de renunciar al naciente amor que siente hacia la desengañada amante de su jefe. En el fondo, todas las películas de Wilder son operetas estilizadas, como lo fueron las de Lubitsch; y no es raro, por tanto, que encontremos las semillas de muchas de ellas en este tardío espécimen del género.

Hay algo de opereta también en Irma la dulce . Basada en un musical francés de 1959, cuenta una vieja historia: la de la redención de una prostituta por amor. Pero quienes mejor conocen a Irma (Shirley MacLaine) son sus amantes puramente venales —el marinero que la solicita con ansiedad, el millonario tejano que le deja unos billetes de propina después de oír su triste historia, el apocado tendero de Les Halles— y no el desmedrado enamorado y “protector” que se le presenta en la persona del gendarme Patou (Jack Lemon); que, como todo enamorado que se precie, no es sino la víctima de un hermoso espejismo. Los decorados, que prefiguran un París de postal, inducen a olvidar ese hecho básico, a favor de la ensoñación romántica: la convicción, que los espectadores terminarán compartiendo con Patou, de que esa fábula de redención por amor es posible, por más que, para ello, el presunto redentor haya de poner todo su empeño y recursos en evitar que su amada ejerza su oficio, y a tal fin él mismo ha de representar el papel —en una nueva instancia de esos juegos de disfraces tan gratos a Wilder— de un único cliente dispendioso, que exime a la chica de hacer la calle. No hay que olvidar que Irma es una profesional celosa de su prestigio; y que sus clientes, tocados por la benevolencia de Wilder, no son especialmente sórdidos o viciosos, sino más bien gente entre cándida y necesitada, que parecen haber encontrado en la chica la respuesta exacta a sus humanísimos deseos y fantasías. En ese entorno dulcificado, la farsa que toca representar a Patou, su personificación de un presunto lord inglés que acapara los servicios de la muchacha y evita que vaya con otros, es perfectamente verosímil.

Wilder tiene la delicadeza de no mostrar a Irma en acción: por lo que se da a entender, debe de ser portentosa. El amor de Patou se presenta como una inoportuna pretensión de exclusividad: es “como si el empresario de la Pavlova pretendiese que ésta sólo bailase para él”, según acierta a explicar otro personaje. Pero la Pavlova, que se debe a su público, engaña a Patou… consigo mismo; es decir, con su alter ego , el presunto millonario inglés. Cornudo de sí mismo, el ahora expolicía —ha sido expulsado del cuerpo por su exceso de celo a la hora de perseguir el ambiente de tolerancia que impera en el barrio— decide casarse con la prostituta y apadrinar al niño nacido de la relación con el presunto lord. Inverosímilmente, la Pavlova bailará a partir de ahora para un único espectador, por más que las primeras palabras de Irma tras el parto hagan referencia al carácter emblemático de las medias verdes que han sido hasta entonces su seña de identidad y el símbolo de su oficio, del que no parece haber renegado. Naturalmente, Patou se escandalizará al oír esas palabras.

Es una de las cuestiones sobre las que gira obsesivamente el cine de Wilder: el miedo masculino ante el potencial de una sexualidad femenina no sujeta a los límites del matrimonio o la pareja convencional. La cuestión subyace incluso a argumentos que parecen inclinarse a favor de un cierto romanticismo, como sucede en la también parisina Ariane ( Love in the Afternoon , 1957), en la que las vueltas en torno al amor que surge entre un hombre maduro y una romántica muchacha no ocultan que lo que se está narrando es, ante todo, un arreglo sexual.

Irma la dulce y Ariane formarían, junto con Ninotchka —que dirigió Lubitsch, pero de la que Wilder es guionista— lo que podríamos denominar la trilogía parisina del cineasta vienés; aunque quizá más notoria sea la que, adelantándose al novelista Auster, dedicó a Nueva York: la que componen Días sin huella, El apartamento y La tentación vive arriba . Es evidente la unidad que componen estas tres películas, las tres centradas en individuos que viven de forma precaria o provisional en pequeños apartamentos y son víctimas, cada uno según su circunstancia, de las peculiares tentaciones o señuelos o espejismos que les pone por delante la gran ciudad.

La desoladora Días sin huella , que es un estremecedor drama sobre el alcoholismo, no carece, sin embargo, de escenas de comedia destinadas a establecer el horizonte de normalidad sobre el que habrá de alzarse la excepcionalidad que supone toda situación dramática. La vida urbana, que contiene ambos elementos, es esencialmente tragicómica; y ello es más destacado aún en ciudades como Nueva York, cuya complejidad étnica y social requiere el constante recurso al humorismo como instrumento de armonización y tolerancia. Cabría pensar que, en la economía de la película, hay una sutil apelación a que los protagonistas encuentren también esa vía humorística de escape de su drama cotidiano. No sucede así, pero no por ello Wilder renuncia a mostrar esa posibilidad. El protagonista masculino, necesitado de dinero para comprar güisqui, busca desesperadamente una casa de empeños para obtener unos dólares a cambio de su máquina de escribir. Para su sorpresa, todas están cerradas. Frente a la baraja echada de una de ellas, pregunta a unos viandantes, inconfundiblemente judíos, por el motivo de este inopinado cierre. “Es que celebramos Yom Kippur”, responden. “Pero la de Gallagher también está cerrada”, insiste el atribulado borracho, sin duda haciendo hincapié en el hecho de que ese apellido denota una inconfundible filiación católico-irlandesa. “Tenemos un acuerdo”, responden los judíos. “Ellos cierran por Yom Kippur y nosotros por San Patricio”.

Tal es el mundo de identidades múltiples y variables, armonizadas a contrapié, en el que transcurren las historias neoyorquinas de Wilder. El diálogo precedente podría pertenecer a otro cineasta posterior, también empeñado en hacer la crónica costumbrista del melting pot neoyorquino: Woody Allen. Y típicamente neoyorquina, en el sentido en que lo son las de Allen, en las que el melting pot es también moral y sentimental, es El apartamento ( The Apartment , 1960). Sus protagonistas no son precisamente ejemplares. El tipo que pone su apartamento a disposición de las juergas de sus jefes —como el compositor de poca monta que pretende vender los favores de su mujer a un cantante mujeriego a cambio de que éste se interese por sus canciones en Bésame, tonto , o el borracho irredento que utiliza la compasión que inspira en las mujeres para sacarles unos dólares en Días sin huella — representa sin duda algunos de los aspectos más bajos y ruines de la naturaleza humana. La crítica se ha preguntado alguna vez por el sentido de confrontar al espectador con este tipo de comportamientos que teóricamente sólo merecen su repulsa. Pero la sabiduría de Wilder consiste en hacernos ver que, en el fondo, estos personajes no son tan distintos del hombre medio; que su proceder se ajusta a una moral egoísta más o menos homologada por la práctica social; y que esa ruindad no impide que aflore en ellos, en determinadas circunstancias, algún rasgo redentor: un gesto generoso, un acto desinteresado, una decisión digna. Ese gesto moral tiene lugar en el breve intervalo en el que el individuo sopesa la mera posibilidad de realizarlo, mientras el resto de las circunstancias concurrentes aconsejan lo contrario. La dignidad, en esos casos, no es más que una representación mental: una fantasía. Pero la pregunta que plantean estas películas es si esta condición fantasiosa del gesto moral no afecta sólo a los desnortados personajes de las mismas, sino a toda la humanidad, o al menos a la parte de la misma que vive confortablemente instalada en las convenciones burguesas.

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