José Manuel Benítez Ariza - Cosas que no creeríais

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De Amanecer a las películas de Jayne Mansfield, de Louise Brooks a Tim Burton, el cine norteamericano ha sabido combinar el valor referencial de sus grandes creaciones con una no siempre apreciada, pero no por ello menos persistente, querencia hacia la rareza, la intencionada banalidad con visos de transgresión o la experimentación abierta. Este ensayo recorre ambas facetas: el núcleo cordial de lo que hoy entendemos por «cine clásico norteamericano» y sus amplios y sorprendentes márgenes. Ambos determinan el contradictorio aprecio que el espectador de ayer y de hoy siente por la forma de narrativa popular de mayor influencia en el último siglo. Este ensayo recorre ambas facetas del cine norteamericano el núcleo cordial de lo que hoy entendemos por «cine clásico norteamericano» y sus amplios y sorprendentes márgenes. Ambos determinan el contradictorio aprecio que el espectador de ayer y de hoy siente por la forma de narrativa popular de mayor influencia en el último siglo.

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Lo verdaderamente original de Los viajes de Sullivan es que, para demostrar la función de la comedia en la economía sentimental de la humanidad, el director elige un argumento que combina hábilmente elementos cómicos con otros de drama de denuncia. Escenas como el abordaje de un tren en marcha por parte de una multitud de vagabundos, o la llegada al cine parroquial de una cadena de presos, valen por todo un largometraje de asunto social. Ponen el contrapunto dramático en una película filmada con una lograda mezcla de desapego y emoción, cinismo y compromiso, que aúna el romanticismo de Sucedió una noche ( It Happened One Night , 1934) de Capra, el desgarro de La Strada (1954) de Fellini y el rigor de la ya comentada Soy un fugitivo de LeRoy o Las uvas de la ira ( The Grapes of Wrath , 1940) de Ford; y utiliza para ello, no los alardes expresivos del cine de ambición artística, sino los recursos narrativos propios del cine popular y comercial, como hizo Murnau con el melodrama convencional en Amanecer para armar una arrebatada fantasía sobre la soledad y los anhelos del alma, o John Ford en La diligencia al emplear los recursos del wéstern popular para lograr una compleja metáfora de la condición humana, de la vida como viaje y de la necesidad de asumir el propio destino.

Los viajes de Sullivan forma parte de ese grupo privilegiado de películas en las que el cine se muestra en estado de gracia y en plena madurez, respetuoso con su público natural —las masas— y, a la vez, elegantemente distante. Ante ellas, el espectador pierde la noción de hallarse ante un brillante juego de ilusionismo óptico y recupera la emoción de asistir al milagro de la vida captada en toda su intensidad en el momento justo en que devuelve al espectador, junto con el mero juego de las apariencias, el vislumbre de las verdades que animan el conjunto.

WILDER O EL BAILE DE LOS ADJETIVOS

Sin duda, el vienés Billy Wilder ha sido víctima de lo que Miguel Rubio llamó “un malentendido crítico” (22), basado en la artificiosa distinción que se ha querido hacer entre las “obras serias” de este director —las que, según dice el mencionado crítico, “le presentaban como un autor (…) con una capacidad dramática de muchos quilates en la que se amalgamaban diversas tendencias del arte contemporáneo y una sensibilidad de carácter muy ecléctico para desarrollarlas”—, tales como Perdición ( Double Indemnity , 1944), Días sin huella ( The Lost Weekend , 1945), Berlín-Occidente ( A Foreign Affair , 1948), la ya mencionada El crepúsculo de los dioses (1950) y El gran carnaval ( Ace in the Hole , 1951), y el ciclo de comedias en el que consistió su carrera desde 1955 —año en que se estrenó La tentación vive arriba ( The Seven Year Itch )— en adelante, y que incluiría títulos tan paradigmáticos como Con faldas y a lo loco ( Some Like It Hot , 1959) o El apartamento ( The Apartment , 1960), hacia las que la crítica fue inicialmente adversa, como lo había sido ya con las películas que anunciaban el cambio de tono: la extraña mezcla de comedia y drama de campo de concentración que fue Traidor en el infierno ( Stalag 17 , 1953) o la desconcertante Sabrina (1954), que aunaba el romanticismo con un anticipo del tono de comedia cínica de madurez que iba a predominar en las películas posteriores. Es obvio que este “malentendido” se debe al prejuicio al que aludíamos antes: el excesivo prestigio de lo Sublime y el consiguiente desprecio hacia la presunta ligereza e intrascendencia de lo cómico.

Si alguna jerarquía estimativa cabe hacer de las películas de Wilder, ésta habrá de depender no tanto de que sean dramas o comedias, como de que hayan envejecido mejor o peor: el dramatismo impostado de El gran carnaval , por ejemplo, y su excesiva dependencia de una tesis —la denuncia del amarillismo periodístico—resultan hoy indisociables de los humores de la época en que se estrenó, caracterizada por una creciente histeria anticomunista que encontró amplio apoyo en la prensa amarilla; y contrastan con la frescura y modernidad que todavía caracteriza Primera plana ( The Front Page , 1974), donde se defiende la misma tesis, pero el estilo ha ganado en ligereza y los personajes no parecen atrapados en su condición de arquetipos.

No hay que olvidar que, también en las películas “serias” de Wilder, la ironía es un elemento esencial. ¿Acaso no es evidente esa intención cómico-irónica en los elementos que conforman El crepúsculo de los dioses , el más enfático y exaltado de los dramas de Wilder? De esa ambigüedad participa el hecho de encomendar la narración a una voz en off perteneciente a un cuerpo muerto que flota boca abajo en una piscina; o la cómica impasibilidad del criado que, antes de serlo, había sido también marido y director de la periclitada actriz a la que sirve y a la que con ímprobos esfuerzos mantiene en una burbuja de irrealidad; o los inexpresivos contertulios que juegan a las cartas con la protagonista, venidos del mismo limbo al que ésta no se resigna a retraerse para siempre... La mayor de las ironías es que, en el fondo, en esta película tan artificiosamente urdida apenas hay ficción: la actriz tronada que encarna Gloria Swanson y el criado que había sido antes cineasta y a quien pone rostro el también exdirector y ahora actor de reparto Erich von Stroheim se están interpretando a sí mismos, como lo hacen explícitamente el propio Cecil B. DeMille, que aparece en la película haciendo de Cecil B. DeMille, o los ya mencionados contertulios de Swanson, que no son otros que Hedda Hopper, Buster Keaton y otros actores de la época del cine mudo. El fracaso, nos cuenta esta película, tiene al menos dos modalidades. No haber visto cumplidas las propias aspiraciones es una de ellas. Pero haberlas cumplido holgadamente y encontrarlas fugaces o insuficientes, como le ocurre al personaje de Gloria Swanson, es quizá peor.

El tiempo, decíamos, ha contribuido a disipar o matizar no pocas estimaciones apresuradas respecto a algunas películas de Wilder. Así, Qué pasó entre mi padre y tu madre ( Avanti! , 1972), que pareció en su día una comedia menor, se revela hoy como una historia complejísima, que incluye no sólo los consabidos chistes sobre el americano fuera de contexto y en situación de perder su cómodo recurso a la moral puritana, sino también una toma de temperatura a la comedia italiana —coyuntural y efímera, como lo eran las “españoladas” que producía el cine español de la época— como manera de entender el mundo y su inabarcable cúmulo de imperfecciones. También la muy coyuntural Un, dos, tres ( One, Two, Three , 1961), que pareció a muchos críticos una mera reconsideración de Ninotchka (1939) a la luz de las realidades de la Guerra Fría, resulta hoy una película extraordinariamente lúcida, que habla no sólo de las debilidades del comunismo, sino también de la escasa valía intrínseca del capitalismo para ser su única alternativa.

Sin embargo, hubo que recorrer un largo camino antes de alcanzar esta reconocida lucidez, unida al estado de gracia casi permanente que muestra el cine de Wilder entre el estreno de Perdición ( Double Indemnity , 1944) y la ya mencionada Primera plana , treinta años posterior. Esta última, por cierto —como Con faldas y a lo loco, Irma la dulce ( Irma la Douce , 1963), Bésame, tonto ( Kiss Me, Stupid , 1965) y En bandeja de plata ( The Fortune Cookie , 1966), la ya mencionada Avanti! y Aquí un amigo ( Buddy Buddy , 1981)— fueron protagonizadas por Jack Lemon (1925-2001), lo que da una idea, no tanto de la dependencia entre el director y ciertos actores, como de la relación existente entre las historias que Wilder se empeñaba en filmar y el arquetipo humano que debía protagonizarlas. Fue lo que aportó Lemon al cine de Wilder: su capacidad de encarnar al americano medio en los contextos más variados, incluso cuando serlo no es fácil ni agradable. Tal fue su papel en Avanti! —un americano de clase alta que debe afrontar el penoso trance de dar sepultura a su padre, muerto en Italia en un accidente de tráfico en compañía de una amante inglesa con la que se reunía en secreto en el idílico escenario proporcionado por la isla de Isquia—; y tal fue, lejos ya del cine de Wilder pero aún en su estela, el que interpretó en Desaparecido ( Missing , 1982) de Costa-Gavras, donde da vida a un hombre maduro de clase media y mentalidad conservadora cuyos valores y convicciones quedan puestos a prueba por las brutales realidades que debe afrontar en el Chile inmediatamente posterior al golpe de estado de Pinochet, donde su hijo, activista de izquierdas, ha desaparecido en circunstancias poco claras. El mismo personaje en ambos casos: el americano que experimenta la insuficiencia de sus convicciones, ya sean afectivas o políticas, en un mundo cada vez más ambiguo e incierto. Y aunque haya que reconocer la urgencia sociopolítica que anima el tono de denuncia de la de Gavras, es a Wilder a quien corresponde la primacía en ese proceso de desvelamiento.

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