José Manuel Benítez Ariza - Cosas que no creeríais

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De Amanecer a las películas de Jayne Mansfield, de Louise Brooks a Tim Burton, el cine norteamericano ha sabido combinar el valor referencial de sus grandes creaciones con una no siempre apreciada, pero no por ello menos persistente, querencia hacia la rareza, la intencionada banalidad con visos de transgresión o la experimentación abierta. Este ensayo recorre ambas facetas: el núcleo cordial de lo que hoy entendemos por «cine clásico norteamericano» y sus amplios y sorprendentes márgenes. Ambos determinan el contradictorio aprecio que el espectador de ayer y de hoy siente por la forma de narrativa popular de mayor influencia en el último siglo. Este ensayo recorre ambas facetas del cine norteamericano el núcleo cordial de lo que hoy entendemos por «cine clásico norteamericano» y sus amplios y sorprendentes márgenes. Ambos determinan el contradictorio aprecio que el espectador de ayer y de hoy siente por la forma de narrativa popular de mayor influencia en el último siglo.

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Ya hemos mencionado la importancia liminar de la entrada en pleno vigor del Código Hays. El loable propósito, recuérdese, de esquivar la posibilidad de la censura gubernativa mediante unas normas de autorregulación se tradujo, sin embargo, en la puesta en funcionamiento de un mecanismo censor tan implacable como el que se pretendía evitar. El cine hubo de volverse extremadamente cauteloso a la hora de mostrar situaciones tales como el adulterio, las relaciones sexuales libremente consentidas entre adultos o los crímenes impunes; y, por supuesto, el atrevimiento exhibicionista que había caracterizado el cine del lustro anterior —y al que se deben hitos como el baño de Tarzán y Jane, ambos desnudos, en Tarzán y su compañera ( Tarzan and his Mate , 1934) o las escenas análogas en Ave del paraíso ( Bird of Paradise , 1932) de King Vidor— quedará severamente restringido.

El Código se promulgó en 1930, pero no entró plenamente en vigor hasta 1934. Y el cine producido en ese intervalo, y por tanto libre de las imposiciones que luego serían norma, se caracterizó —véase el clarificador documental Mujeres liberadas ( Complicated Women , 2003) de Hugh Munro Neely, basado en su libro homónimo— por mostrar una insólita libertad de costumbres y abundar en personajes femeninos que asumían sin complejos su sexualidad y su capacidad de decisión. El espejismo duró apenas un lustro. Pero dejó un indeleble recuerdo en la memoria de los espectadores y se convirtió en una referencia ineludible para todas las tentativas posteriores de hacer un cine más abierto y explícito en la expresión de los comportamientos y conflictos humanos.

La carrera de George Cukor, decíamos, se inició en ese clima; y aunque la tesis principal de muchas de sus películas, que suelen postular la indisolubilidad de los afectos auténticos, parezca contradecir, como hemos visto, la apelación a la permisividad que fue norma del periodo, los modales de su cine son indisociables de la lección de franqueza aprendida y practicada en ese intervalo, en el que puso su firma a películas tan características como la ya mencionada Una hora contigo ( One Hour With You , 1932), codirigida con Lubitsch, la descarnada Hollywood al desnudo ( What Price Hollywood , 1932), sobre el triunfo en el mundo del cine de una camarera de la que se encapricha un cínico productor alcoholizado, o la dramática Doble sacrificio ( A Bill of Divorcement , 1932), una especie de anticipo de Historias de Filadelfia , sólo que, en este caso, el desenlace será el opuesto: el exmarido que pretende impedir la segunda boda de su antigua esposa no logrará su propósito, y ello a pesar de que a su favor concurren todas las razones que, desde el punto de vista de la moral convencional, justificarían la abnegada renuncia de su esposa a proseguir con sus planes: el exmarido, aquejado de shock de guerra, había permanecido quince años internado en un sanatorio mental.

Con anterioridad incluso a estas películas, en las que ya se definen los asuntos e intereses que caracterizarían su cine maduro, Cukor había sabido tomar la temperatura a aquella libérrima coyuntura en la todavía hoy impactante Girls About Town (1931), un muy desenvuelto relato sobre la vida de dos “chicas de compañía” —o, más bien, gold diggers , mujeres que viven de los “regalos” de hombres adinerados— que durante una temporada explotan a dos incautos, uno de mediana edad y otro más joven, con el resultado de que una de ellas —la interpretada por Kay Francis— se enamora de éste último y acepta ser su mantenida durante años. Astutamente, Cukor y sus guionistas abren una segunda línea argumental en beneficio de los espectadores biempensantes: antes de iniciar su carrera en la ciudad, la chica se había hecho acreedora de los tímidos avances de un muchacho de su pueblo; y cuando éste, finalmente, triunfa en el mundo de los negocios y se vuelve a encontrar con su antigua amada, todo hace pensar que ésta aprovechará la ocasión para dejar su vida irregular. Pero no: la chica se aferrará a su opción vital y la mantendrá hasta el último momento, sin que ello la conduzca —a diferencia de lo que sucede a la despiadada amante que causa la ruina del protagonista de Cautivo del deseo ( Of Human Bondage , 1934) de John Cromwell— a la ruina o la enfermedad, sino, más bien, a una serena madurez en plena aceptación de un modo de vida libremente elegido.

La película debió impresionar en su día al joven Billy Wilder, que ambientaría las escenas centrales del enredo amoroso en que consiste básicamente Con faldas y a lo loco ( Some Like It Hot , 1959) en un yate muy parecido al que acoge el encuentro entre las dos parejas de vividores en la película de Cukor, y en circunstancias prácticamente idénticas —en la de Wilder, recuérdese, también Marilyn Monroe interpreta a una gold digger , sólo que el joven millonario a quien finalmente logrará seducir resultará ser un fraude—. El cine que, a finales de los 50, se abría paso hacia los tiempos de recuperada libertad que se anunciaban no olvidaba el ejemplo del prodigioso lustro anterior al Código. Cukor brilló con luz propia en ese intervalo, al que debe el impulso de libertad y sinceridad que anima toda su obra.

LEISEN O LA TEXTURA DE LOS SUEÑOS

A diferencia de las primeras de Lubitsch, las comedias de Mitchell Leisen presuponen un mundo donde el glamour y la inconsciencia, que son el medio natural en el que se desenvuelve el género, no ocultan otras realidades. Véase, por ejemplo, la escena de Una chica afortunada ( Easy Living , 1937) en la que los protagonistas se conocen en un Automat, un local de la famosa cadena neoyorquina de restaurantes de autoservicio. Julio Camba había escrito sobre ellos poco antes, en 1932, y es más que posible que le sugirieran el título de su libro sobre Nueva York, La ciudad automática. Curiosamente, la mirada de asombro que el norteamericano Leisen y su guionista Preston Sturges proyectan sobre estos curiosos locales no difiere mucho de la del escritor del otro lado del océano: la película los presenta como un ámbito en el que el naturalísimo acto de comer aparece desvirtuado o mediatizado y ejerce sobre la concurrencia la misma violencia antinatural que los ritmos de la maquinaria imponían al desafortunado protagonista de Tiempos modernos ( Modern Times ), la película que Chaplin había estrenado apenas un año antes.

Como explicaba Camba, lo asombroso era que muchos neoyorquinos no iban al “restaurante automático” a divertirse, sino... a comer. Previamente, para que entendiéramos de qué estaba hablando, hizo una cumplida descripción del restaurante y su funcionamiento: “A todo lo largo de las paredes, los manjares más diversos y las comidas más varias yacen en unas urnas de cristal. En una sección de quince pequeños departamentos hay un letrero que reza: “Panes”. En otra de treinta se lee: “Pastelería”(...) Yo voy, vengo, doy vueltas y más vueltas, y cada vez que una cosa me apetece echo en la ranura los níqueles necesarios, y se produce el milagro” (1959, 35-38).

Leisen y su guionista Sturges vieron lo que este curioso negocio tenía de juego y exploraron las posibilidades de un altercado en el que las urnas del Automat se abrieran todas a la vez y una turba de vagabundos —presencia permanente en el Nueva York empobrecido del periodo de la Depresión— asaltara el local. Para facilitar nuestra comprensión de la comicidad del suceso, previamente mostraron, como Camba, el funcionamiento del “milagro”. En el cine de Leisen, como en el humorismo descriptivo del periodista gallego, el texto —en este caso, la secuencia visual— debe ser autosuficiente, no dar por sabidas cosas que el lector o el espectador no tienen por qué conocer: compárese esta actitud con la mirada “urbana” del narrador John Cheever en su relato “O City of Broken Dreams” 1 , en el que un dramaturgo provinciano que ha ganado un concurso literario viaja a Nueva York con su familia y tiene la novelería de comer repetidamente en un Automat. La mirada de Cheever se centra en lo que ese gesto revela de la inadaptación del personaje al entorno de la gran ciudad, pero no incluye su propio posible asombro como observador de un hecho insólito. Cheever, como otros narradores del realismo urbano norteamericano, practica una suerte de inmersión en el medio en el que se desenvuelven sus personajes, dando por sentado que el lector posee, o deducirá, la información idiosincrática que da sentido al texto; mientras que el cine, en cuanto que arte dirigido a un público muy amplio y no necesariamente al tanto de esa información complementaria, se complace en explotar las posibilidades visuales de mostrar al espectador el cómo, los pormenores de las actividades en las que se emplean los protagonistas. Es la misma lógica que dicta la abundante información idiosincrática que incluyen películas como Río Rojo ( Red River , 1948), El manantial ( The Fountainhead , 1949) o El buscavidas ( The Hustler , 1961), que sacan gran partido visual de la necesidad de ilustrar al espectador sobre oficios tales como, respectivamente, la conducción de ganado, el diseño de edificios modernos o el juego del billar.

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