José Manuel Benítez Ariza - Cosas que no creeríais

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De Amanecer a las películas de Jayne Mansfield, de Louise Brooks a Tim Burton, el cine norteamericano ha sabido combinar el valor referencial de sus grandes creaciones con una no siempre apreciada, pero no por ello menos persistente, querencia hacia la rareza, la intencionada banalidad con visos de transgresión o la experimentación abierta. Este ensayo recorre ambas facetas: el núcleo cordial de lo que hoy entendemos por «cine clásico norteamericano» y sus amplios y sorprendentes márgenes. Ambos determinan el contradictorio aprecio que el espectador de ayer y de hoy siente por la forma de narrativa popular de mayor influencia en el último siglo. Este ensayo recorre ambas facetas del cine norteamericano el núcleo cordial de lo que hoy entendemos por «cine clásico norteamericano» y sus amplios y sorprendentes márgenes. Ambos determinan el contradictorio aprecio que el espectador de ayer y de hoy siente por la forma de narrativa popular de mayor influencia en el último siglo.

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Este realismo esencial no es la única virtud del cine de Leisen. Asombrosamente, sus películas son mejores cuanto más absurdo es su planteamiento, porque su esencia, en una época no demasiado alejada aún de la eclosión surrealista, es que el sinsentido expresa bien la deriva de los instintos y sentimientos humanos. En Behold My Wife (1934), el hijo de un millonario se casa con una mujer india para humillar a su familia, a la que acusa, fundadamente, de haber provocado el suicidio de su anterior prometida. La india irrumpe como un torbellino en la vida social de la clase alta neoyorquina; y, al constatar que no ha sido más que el instrumento de una venganza, se echa sobre sus espaldas incluso un crimen que no ha cometido. Leisen construye un argumento de comedia sobre acontecimientos de naturaleza trágica, en una mezcla que produce tanto asombro como las salidas de tono con las que otros artistas de reconocida militancia surrealista, tales como el cineasta Luis Buñuel o el pintor Salvador Dalí, trataban de escandalizar a sus coetáneos. En Bodas blancas ( Practically Yours , 1944), un piloto de guerra, poco antes de emprender una acción suicida contra un portaviones enemigo, hace una emotiva alocución en la que declara, entre otras cosas, que echará de menos sus paseos con Peggy por Central Park; con lo que la tal Peggy se convierte, de la noche a la mañana, en la aclamada novia de un héroe muerto. Sólo que ni el piloto ha muerto —ha saltado en paracaídas antes de que su avión se estrellase—, ni la Peggy aludida era la muchacha en cuestión, sino... una simpática perrita.

En Adelante mi amor ( Arise, My Love , 1940), con guión de Billy Wilder, un piloto norteamericano que ha luchado a favor del bando republicano en la guerra civil española es salvado de la ejecución inminente en un penal de Burgos por una aventurera, con la que a partir de ese momento comparte un complicado itinerario de huida. La historia está basada en un caso real: el del aviador Harold Evans “Whitey” Dahl, que se alistó como piloto de guerra en el ejército de la República y, tras ser derribado y apresado por las fuerzas rebeldes en 1937, fue condenado a muerte, de lo que lo salvaron las gestiones diplomáticas que hubo a su favor, impulsadas por la campaña de prensa que llevó a cabo la cantante Edith Rogers, esposa del piloto, que intentó incluso entrevistarse con el general Franco. La prensa de la época anunció la inminente excarcelación del piloto en agosto de 1939, aunque esa liberación no tuvo lugar hasta marzo de 1940 2 .

Lo curioso de esta película es su manera de engarzar los modos y recursos de la comedia frívola con el planteamiento de cuestiones de máxima actualidad. Y es significativo que la aventurera que salva al piloto y aprende a compartir el compromiso político de éste en un mundo abocado a afrontar la amenaza global que suponían los fascismos, no sea sino una variación “concienciada” de la típica protagonista “alocada” de otras comedias de Leisen: por ejemplo, la de Medianoche ( Midnight , 1939), a quien vemos llegar a París sin un céntimo y sin otro equipaje que un abrigo de pieles, y que, con una considerable desenvoltura, consigue implicarse en una complicada trama amorosa entre millonarios; o la protagonista de Comenzó en el trópico ( Swing High, Swing Low , 1937), a quien encontramos empleada como peluquera en un trasatlántico que cruza el canal de Panamá; y que, al descubrirse que no tiene ni idea de su oficio, es despedida y obligada a desembarcar, lo que la pone en el trance de conocer a un soldado a punto de licenciarse e iniciar una relación amorosa con él.

Podrían aducirse otros ejemplos: situaciones absurdas o improbables, a veces muy comprometidas —y, por tanto, muy cercanas a planteamientos melodramáticos o incluso trágicos— se resuelven en clave de comedia o, como mucho, de melodrama optimista. En todas ellas, el amour fou de los surrealistas deriva hacia una especie de itinerario iniciático hacia una “normalidad” burguesa que adivinamos no demasiado estable, y que sólo ofrece, para momentánea tranquilidad del sorprendido espectador, un final feliz provisional, que será puesto en cuestión en cuanto la exuberante fantasía de los protagonistas vuelva a ponerlos en otra situación comprometida.

Para que argumentos así funcionen es imprescindible, desde luego, el concurso de buenos guionistas. Leisen contó con los mejores: Preston Sturges, Charles Brackett y Billy Wilder. El renombre que todos ellos —Wilder en particular— alcanzarían posteriormente ha contribuido no poco al relativo olvido en el que actualmente se encuentran la figura y obra de Leisen. “Hoy en día, para mucha gente Leisen no es más que una nota a pie de página en la carrea de Wilder”, afirma su biógrafo David Chierichetti (36). Pero, igual que en Ninotschka (1939) el sello de Lubitsch se impone al guión de Wilder, en las películas citadas el estilo de Leisen gobierna y matiza las ocurrencias de sus guionistas y proporciona al resultado su peculiar textura de sueños aflorados a la vida real. No es que el cine de Wilder careciera de ese impulso poético; pero sobre el entonces guionista y luego director pesaba más lo que podríamos llamar su herencia vienesa: una especie de predisposición a moralizar desde el cinismo, como se verá en el apartado correspondiente.

STURGES O EL CINE SOCIAL PUESTO DEL REVÉS

Un cineasta decide hacer una película de denuncia social, cargada de mensaje y simbolismo. Pero sus productores le hacen ver que no sabe nada de eso, que ha tenido una vida acomodada y feliz, y que lo único que puede aspirar a transmitir es la suave intrascendencia que tópicamente se asocia al cine de Hollywood. El director decide entonces vestirse como un vagabundo y lanzarse a la carretera para experimentar en primera persona cómo viven los pobres.

La primera parte del experimento va bien: a pocos metros de distancia lo sigue una lujosa autocaravana (“un yate de tierra”) conducida por sus criados y ayudantes, que lo sacan constantemente de apuros. Pero el azar interviene y el director terminará conociendo, ya sin apoyos externos, en qué consiste ser un desecho social. Desde esa condición, y tras complejas vicisitudes, llegará a la conclusión de que la risa, la evasión que proporciona el cine, es el único consuelo que tienen muchos desheredados: será testigo de ello en el sórdido penal al que lo han conducido sus malos pasos, donde verá cómo la proyección dominical de unas cintas de dibujos animados consigue arrancar a sus desgraciados compañeros de fatigas unas benéficas risas. Estamos en el terreno de la pura paradoja: una película que muestra descarnadamente la realidad social resulta ser, al mismo tiempo, una inteligentísima apología del escapismo. De eso trata Los viajes de Sullivan ( Sullivan’s Travels , 1941) de Preston Sturges. Una película compleja, ambigua, ácida, que utiliza los mimbres de la comedia ligera para desenmascarar las contradicciones del artista hollywoodense, sondear la realidad social e indagar en el valor moral del producto cinematográfico.

Es ésta una película, por tanto, llamada a figurar en cualquier nómina que se quiera hacer de ese peculiar género consagrado a reflejar los esplendores y miserias del propio cine, así como las contradictorias aspiraciones de quienes lo hacen. Podría compararse, a estos efectos, con la ya mencionada El crepúsculo de los dioses de Wilder. En esta capacidad de volver la mirada sobre sí mismo el cine se ha mostrado tremendamente precoz, si se considera, por ejemplo, la distancia que media entre los primeros textos literarios conservados y la fase relativamente reciente de la historia literaria en la que la escritura se impone la tarea de reflexionar sobre sí misma. Lo mismo podría decirse de la pintura o la escultura. El del cine es un caso bien distinto. Dependiente de la existencia de una determinada tecnología —la que hizo posible el registro y reproducción de imágenes en movimiento— y nacido en una época en la que la tecnología frecuentemente ha sido exaltada y celebrada por sí misma, el cine se vio bien pronto enfrentado a la paradójica realidad de que su propia existencia constituía una importante fuente de asuntos y argumentos. Por eso hay películas sobre las vicisitudes aparejadas a la tarea de filmar — El cameraman ( The Cameraman , 1928) de Buster Keaton— o sobre la transición del cine mudo al sonoro — Cantando bajo la lluvia (1952) de Gene Kelly— o, por poner un ejemplo más reciente, la asombrosa Birdman (2014) de Alejandro González de Iñárritu, sobre la problemática situación del actor en trance de recuperar su humanidad después de haber encarnado a un superhombre hecho realidad visible gracias a las posibilidades de la tecnología digital.

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