José Manuel Benítez Ariza - Cosas que no creeríais

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De Amanecer a las películas de Jayne Mansfield, de Louise Brooks a Tim Burton, el cine norteamericano ha sabido combinar el valor referencial de sus grandes creaciones con una no siempre apreciada, pero no por ello menos persistente, querencia hacia la rareza, la intencionada banalidad con visos de transgresión o la experimentación abierta. Este ensayo recorre ambas facetas: el núcleo cordial de lo que hoy entendemos por «cine clásico norteamericano» y sus amplios y sorprendentes márgenes. Ambos determinan el contradictorio aprecio que el espectador de ayer y de hoy siente por la forma de narrativa popular de mayor influencia en el último siglo. Este ensayo recorre ambas facetas del cine norteamericano el núcleo cordial de lo que hoy entendemos por «cine clásico norteamericano» y sus amplios y sorprendentes márgenes. Ambos determinan el contradictorio aprecio que el espectador de ayer y de hoy siente por la forma de narrativa popular de mayor influencia en el último siglo.

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Mientras avanza hacia ese final previsible, Prix de beauté depara a la posteridad un puñado de escenas memorables. A los sones de una música que recuerda las oberturas de las óperas de Verdi, la secuencia inicial, precedida de una cartela que la sitúa en domingo (“Dimanche”), es una brillante muestra de cine “neorrealista” avant la lettre : la cámara sitúa al espectador en medio de una multitud que se solaza a la orilla de una playa artificial, entre vendedores de helados, niños que juegan o ruidosas pandillas de chicos y chicas. De pronto, la mirada de uno de esos chicos queda atrapada por la visión de dos espléndidas piernas que emergen de un coche en el que una chica se desprende de su ropa de calle para quedar en bañador: es la bella Lucienne, que inmediatamente suscitará la admiración de la concurrencia masculina al emprender unos inocentes ejercicios gimnásticos en la orilla, que interrumpirá su celoso novio, a quien ella calma cantando, a los sones de un fonógrafo portátil que aporta verosimilitud al breve interludio musical, una canción en la que le pide que no sea celoso —la voz que se oye, por cierto, no es la de Brooks, que en ésta su primera película sonora fue doblada por otra actriz—. Esa misma canción se oirá de fondo en la otra gran escena de Prix de beauté : la del asesinato de la chica, a la que su prometido dispara mientras ésta asiste a la proyección de los copiones de la película que anda filmando. Previamente, en dramática alternancia con los planos en los que veíamos a la actriz en pleno disfrute de este momento de triunfo, Genina habrá mostrado los pasos sinuosos del asesino acercándose a su víctima.

Tras el rodaje de Prix de Beauté Louise Brooks volvió a Estados Unidos. Ya hemos adelantado el deslucido final al que se vio abocada su carrera, después de que la actriz viera en las exigencias de la Paramount respecto a la sonorización de The Canary Murder Case un nuevo intento de imponerle condiciones contractuales abusivas. En sus posteriores escritos de cine, compilados en el libro Lulu in Hollywood , Brooks desarrollaría la teoría de que el estrellato suponía para actores y actrices un sistema de sometimiento a condiciones de trabajo y control ajeno rayanas en la esclavitud, y de que la trayectoria de la mayoría de las estrellas que ella había tratado, y de las que se ocupa en sus escritos, estaba condicionada por la dinámica entre la aceptación de esas condiciones y los esporádicos intentos de plantarles cara. Esa visión negativa que Brooks tenía del trasfondo de Hollywood combinaba elementos de indiscutible verdad con extrapolaciones no siempre ponderadas de su propia experiencia como “estrella” en ciernes, resultante en una carrera que quedó truncada justo en los albores del cine sonoro. En ello influyó, no sólo el hecho de que los estudios aprovecharan la coyuntura para bajar los sueldos de sus divos bajo amenaza de declararlos ineptos para la nueva situación, sino también una serie de decisiones desacertadas por parte de la propia actriz, la primera de las cuales fue precisamente su empecinamiento en no tomar parte en la sonorización de The Canary Murder Case . En cualquier caso, esta curiosa mezcla de rebeldía e inconsciencia, indiferencia hacia el éxito y retrospectivo orgullo de diva, supuso una nueva baza a favor de su sintonía con generaciones que prácticamente ignoraban todo lo concerniente al cine anterior al advenimiento del sonido. Brooks parecía reservarse para esta popularidad “extemporánea” que todavía disfruta.

1 Véase ésta, por ejemplo, recogida en la web de la Louise Brooks Society: “Louise Brooks está evidentemente muy orgullosa de su atractiva figura. Es la tercera película en la que luce ese traje de baño negro. Sin embargo, Louise es una jovencita despierta…” (Jimmy Starr en Los Angeles Record ). En realidad, el gris claro de la copia que hemos podido ver hace pensar que el traje de baño era más bien de un color vivo.

Las filosofías de Vidor

Por lo que cuenta la prensa de entonces (Hall 1931), el de La calle ( Street Scene , 1931) fue un estreno sonado. Policías a caballo patrullaban las aceras y una larga cola daba la vuelta a la manzana. No puede decirse que quienes la formaban se llamaran a engaño: la película de King Vidor (1894-1982) que se disponían a ver llevaba a la gran pantalla una reciente obra teatral de Elmer Rice que había merecido el premio Pulitzer, y cuyo argumento, por tanto, era conocido: el desabrido relato de un día en la vida de los habitantes de una casa de vecindad neoyorquina. El diálogo —todavía una relativa novedad en 1931— perfilaba a unos personajes que encarnaban un tanto arquetípicamente las etnias y tipos sociales que formaban el escalón más bajo de la sociedad neoyorquina. Y el argumento, en apenas hora y cuarto, trasladaba al espectador desde un pegajoso anochecer en el que las señoras del edificio salen a la calle a tomar el fresco y despellejar al vecindario, al tenso momento catártico en el que las tensiones derivadas de la pobreza y la frustración se liberan, como era frecuente en tantas tramas de entonces, en un asesinato.

No puede decirse que fuera un argumento muy apetecible para un público que, dos años después del estallido de la crisis bursátil de 1929, estaba más que familiarizado con la amenaza cierta del desempleo y la pobreza. Se entiende mejor el éxito de King Kong , un par de años más tarde: en esa película de fantasía, el peligro que atenazaba la ciudad no era la miseria y la falta de perspectivas, sino un reconocible monstruo a quien cabía abatir a cañonazos, si era necesario. Pero nada más impredecible que el favor del público: allí estaba, haciendo cola para ver el último drama social dirigido por quien hoy podemos considerar uno de los más acabados ejemplos que el cine norteamericano ha dado de director con conciencia artística y sentido de la responsabilidad moral del arte.

No era la primera película “comprometida” de Vidor. La monumental El gran desfile ( The Big Parade , 1925), que podría contarse entre las grandes cimas del cine mudo, sentenciaba para al menos una generación el juicio que los norteamericanos habrían de tener de la Gran Guerra y de cualquier otro posible conflicto exterior en el que pudieran verse envueltos, por lo que puede decirse que aportó un argumento de peso a la justificación del “pacifismo” (léase “aislacionismo”) que dominó la política exterior norteamericana durante todo el periodo de entreguerras. El impulso patriótico que llevó a miles de jóvenes a alistarse en el ejército expedicionario que había de combatir en Europa a partir de 1917 era juzgado en la película como un impremeditado arranque emocional, producto de la histeria colectiva y, como ya percibiera “Bryher” (Annie Winifred Ellerman) en la pionera revista de cine Close Up (1927), de los falsos valores interiorizados en las propias familias y seres queridos que aplaudían a los eventuales combatientes. A ese primer desfile entre vítores seguirá el del largo convoy de camiones que, ya en suelo europeo, transportará a los bisoños soldados a su bautismo de fuego; tras el que vendrá, en sentido inverso, el de las ambulancias que transportan a los heridos y mutilados a los hospitales de retaguardia. Irónicamente, el protagonista de la película, un joven y despreocupado heredero, no podrá desfilar más: ha perdido una pierna como consecuencia de una herida; lo que no le impedirá, al terminar el conflicto, regresar a Francia para reunirse con la muchacha campesina de la que se había enamorado, a despecho del compromiso de matrimonio que mantenía con una norteamericana de su círculo social.

Es difícil precisar si Vidor concibió estos pormenores como metáfora o mensaje del estado moral del país en torno a 1925. El desinterés del joven protagonista de El gran desfile por todo lo americano, incluidos su círculo familiar, sus afectos anteriores a la guerra y sus obligaciones como heredero de una gran fortuna, parecen aludir a un difuso desencanto todavía sin precisar. Habría que esperar a 1927 para que Vidor formulara su gran denuncia de la precariedad del sueño americano en Y el mundo marcha ( The Crowd ), sobre los efectos del fracaso económico y laboral en una joven pareja cuyo entendimiento mutuo se basaba en gran medida en un infundado optimismo sobre su capacidad para procurarse los gozos que el dinero puede comprar. La película era también una indagación en lo irreductible de la soledad, en la imposibilidad de hacer partícipe a la multitud circundante del dolor y las preocupaciones individuales; y, por tanto, un alegato a favor de la necesidad —por paradójico que parezca— de blindar la propia intimidad, el espacio familiar, contra esa multitud indiferente.

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