José Manuel Benítez Ariza - Cosas que no creeríais

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De Amanecer a las películas de Jayne Mansfield, de Louise Brooks a Tim Burton, el cine norteamericano ha sabido combinar el valor referencial de sus grandes creaciones con una no siempre apreciada, pero no por ello menos persistente, querencia hacia la rareza, la intencionada banalidad con visos de transgresión o la experimentación abierta. Este ensayo recorre ambas facetas: el núcleo cordial de lo que hoy entendemos por «cine clásico norteamericano» y sus amplios y sorprendentes márgenes. Ambos determinan el contradictorio aprecio que el espectador de ayer y de hoy siente por la forma de narrativa popular de mayor influencia en el último siglo. Este ensayo recorre ambas facetas del cine norteamericano el núcleo cordial de lo que hoy entendemos por «cine clásico norteamericano» y sus amplios y sorprendentes márgenes. Ambos determinan el contradictorio aprecio que el espectador de ayer y de hoy siente por la forma de narrativa popular de mayor influencia en el último siglo.

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The Canary Murder Case había sido, precisamente, la película que precipitó la caída en desgracia de Brooks: su negativa a filmar las tomas adicionales necesarias para la conversión de ese filme originariamente mudo en una película sonora supuso su condena al ostracismo. La productora, Paramount, hizo correr el bulo de que la actriz no reunía las cualidades necesarias para el cine sonoro. La versión hoy conocida de The Canary , en efecto, fue finalmente doblada por la actriz Margaret Livingston. Es una pena que no se haya conservado la versión muda, que podría haber sido un eslabón más en una carrera que, antes de la intervención decisiva de Pabst, parecía ya dirigida a delinear un personaje fílmico muy característico.

En la mayoría de las películas que previamente había hecho para Hollywood, en efecto, sus papeles se reducían a distintas encarnaciones de la mujer de moda del momento: la flapper , la versión de la chica moderna y mundana correspondiente a la primera mitad de la década de los 20. Tal era su papel en las significativamente tituladas La Venus americana ( The American Venus , 1926), Just Another Blonde (1926) o Rolled Stockings (1927) —título alusivo al modo en que las chicas “a la moda” llevaban las medias a principios de la década—. Pero algunas de las películas en las que Brooks trabajó en esos años apuntaban a un personaje más ambiguo y consistente. De 1926 data, por ejemplo, It’s the Old Army Game , donde el personaje de Brooks se enamora del estafador que ha llevado a la ruina a su bonachón padrino y protector, interpretado por el cómico W. C. Fields (1880-1946). La película era un vehículo para el lucimiento de éste; y, aunque no logró su propósito de lanzarlo al estrellato como cómico a la altura de Keaton o Chaplin, sí permitió al actor poner a prueba la eficacia fílmica de una serie de gags que luego incorporaría a sus películas sonoras: la escena en la que trata de dormir en el porche, y para ello debe afrontar las molestias que le causan todo tipo de viandantes, pasaría, por ejemplo, a It’s a Gift (1934): o el astuto uso que el tendero hace de un ventilador para descubrir la placa tras la chaqueta de un policía que disimuladamente pretende inspeccionar el negocio llegaría a su perfección en The Pharmacist (1933). A la aguda comentarista en que se convirtió Brooks a partir de 1956 no se le escapaban las debilidades de este actor de burda comicidad. Fields, escribe Brooks, resultaba “increíblemente gracioso” en la irrealidad del escenario, pero esa “misma idiotez referida a las mismas situaciones en la pantalla aportaban a su personaje ‘real’ a veces una degradación a menudo cruel y destructiva” (78). Es lo que hace que los gags de este cómico, que con frecuencia se ensañaba absurdamente con niños o actuaba como un simple gamberro sin gracia —en It’s an Old Army Game destrozan sin motivo el jardín de una finca privada en el que han decidido merendar— no gocen del favor del público actual. Al recalcar este tipo de inconsistencias, Brooks reforzaba su argumentario contra Hollywood: la industria creaba o destruía estrellatos sin otra justificación que sus obtusos intereses. Pero lo importante de It’s an Old Army Game es cómo su director, Edward Sutherland, que terminó casándose con Brooks, consigue aislar del burdo argumento al servicio del cómico las pocas escenas protagonizadas por Brooks, que constituyen toda una subtrama autónoma en la que la actriz proyecta su fotogenia y su ambigua capacidad de seducción, basada en una curiosa mezcla de pasividad e iniciativa. Es característica la escena, que anuncia ya el rol que la actriz desempeñará en sus mejores películas, en la que Brooks, de camino con su prometido hacia una merienda campestre familiar, hace bajar de un puntapié la aguja del indicador de combustible del coche de su pretendiente, obligándolo a detenerse, lo que les hace perder de vista el otro coche en el que viaja el resto de la familia. De un guiño, la chica hace comprender a su pretendiente que se trata de un truco para despistar a tan incómoda compañía y le propone ir a bañarse juntos. La escena fue entendida por la puritana crítica de entonces como un mero pretexto para el habitual lucimiento de la actriz en traje de baño 1 . Y lo era; pero añadía un matiz: era la chica quien tomaba la iniciativa en los avances sexuales; y lo hacía, además, con la característica falta de aditamentos románticos que caracterizaría en adelante a sus personajes. En una escena posterior, Fields la sorprende cosiendo lo que parece una prenda de recién nacido y hace el gesto de pensar lo mismo que los espectadores:

que las relaciones de la muchacha con el visitante han resultado en un embarazo. En un quiebro de humor elemental, el siguiente plano aclara el malentendido: la prenda que cosía la chica era una funda para un calientacamas.

Luego vino Una novia en cada puerto ( A Girl in Every Port , 1928), película doblemente interesante por suponer, no sólo un paso más en la decantación del personaje femenino que hoy asociamos a Brooks, sino también la primera obra significativa de Howard Hawks, en la que enuncia uno de los temas más característicos de su cine: el afecto entre hombres, entendido como lealtad en un marco de mutua emulación en el que las mujeres suelen ser percibidas como intrusas, cuando no como fuente de conflicto. El protagonista de Una novia en cada puerto , un marino mercante interpretado por Victor McLaglen, es, como da a entender el título de la película, un despreocupado seductor que encuentra amores fáciles y venales en cada puerto que toca. Cuando el despreocupado marino constata que muchas de esas chicas han conocido previamente a otro marino (Robert Armstrong) de trayectoria similar, cuyo emblema llevan tatuado, la irritación que este hecho le provoca irá dando paso poco a poco a una creciente curiosidad. Cuando ambos hombres se encuentran, inevitablemente surgirá entre ellos una inquebrantable amistad, puesta a prueba en infinidad de hazañas tabernarias, roces con la policía y otros lances de hombría despreocupada y ruda.

Como puede imaginarse, Brooks será el escollo más difícil que esa amistad a toda prueba habrá de superar. McLaglen la ha conocido en una feria, una noche en la que su compañero, afectado por un dolor de muelas, no ha querido salir con él. Brooks, que interpreta a una clavadista que se lanza desde gran altura a un pequeño estanque, ha salpicado al encandilado marinero y, consiguientemente, lo invita a entrar a secarse en su tienda. A partir de ahí nace el correspondiente idilio. Pero cuando McLaglen lleva a su amigo a conocer a su novia, el espectador comprende que ambos se conocían ya: la chica luce también el fatídico tatuaje. El amigo intenta ahorrarle al otro la inevitable decepción, pero la feriante parece empeñada en recuperar a ese amante anterior en cuanto haya terminado de desplumar al actual, que le ha confiado sus ahorros. El enredo da lugar a algunas escenas de alta carga sexual: en una de ellas, la chica solivianta abiertamente a Armstrong, mientras McLaglen, dándoles la espalda, frota afanosamente, en un acto de claras connotaciones fetichistas, los zapatos de ella. Finalmente, la chica forzará la situación; acude a la habitación de Armstrong y, aunque éste la rechaza, el otro los sorprende juntos y creerá consumado el engaño. La ruptura sumirá en la amargura a ambos camaradas; pero el decepcionado amigo que se cree engañado no podrá resistir el impulso a salir en defensa del otro en una pelea de taberna, y tras este acto de renovación de la amistad, dará por buenas las protestas de lealtad de su compañero.

Una novia en cada puerto fue la película en la que el cineasta austriaco Georg Wilhelm Pabst, que andaba buscando protagonista para La caja de Pandora , descubrió a Brooks. Entendió que esa especie de poder de involuntaria irradiación sexual de su personaje, exento de dramatismo impostado y no necesariamente determinado por una trayectoria enjuiciable desde un punto de vista moral, se adecuaba a su visión de Lulú, la protagonista de la obra de teatro de Frank Wedekind que se proponía llevar a la pantalla. Brooks, que acababa de terminar entonces el rodaje de la ya mencionada The Canary Murder Case y esperaba una renovación de su contrato con Paramount, se sintió decepcionada al no recibir la subida de sueldo que esperaba y decidió dejar el estudio, lo que le permitió aceptar la oferta de Pabst.

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