Murnau sabía ya que ese “cine visual” del que hablaba Balász tenía los días contados; de hecho, Amanecer no es una película muda propiamente dicha, sino que venía acompañada de una banda musical sincronizada que incluía algunos efectos de sonido, tales como los ruidos del tráfico o el rumor de la multitud. Lo mismo ocurriría con otras dos producciones norteamericanas de Murnau: la hoy perdida Los cuatro diablos ( 4 Devils , 1928) y El pan nuestro de cada día ( City Girl , 1930). En esta última, además de jugar a invertir el planteamiento de Amanecer y presentar una relación entre un campesino y una mujer de ciudad en la que será esta última quien sufra los efectos de las falsas perspectivas que se había formado sobre la vida de aldea, Murnau experimentará con un recurso que ya había utilizado con anterioridad —en el ya mencionado Tartufo , por ejemplo—, pero que ahora se hará sistemático: la presentación en pantalla de cartas, telegramas, facturas, titulares de prensa y otros documentos escritos que pasan por las manos de los personajes y sustituyen con ventaja a los intertítulos tradicionales, además de integrarse con verosimilitud en el relato puramente visual. El procedimiento alcanzará pleno desarrollo en Tabú ( Tabu , 1931) la última película del director —Murnau moriría ese año como consecuencia de un accidente de tráfico—, donde de nuevo se prescinde de los intertítulos tradicionales y todos los textos explicativos llegan a los ojos de los espectadores en forma de documentos —cartas, etcétera— que los personajes también leen, por más que para ello sea necesario crear la ilusión de que los indígenas polinesios que protagonizan la película son todos letrados e incluso utilizan con soltura una variedad escrita de su lengua nativa.
Lo que es seguro es que Murnau sentía estos aditamentos como accesorios; como lo eran, en el fondo, los propios intertítulos, en muchos casos redundantes o innecesarios. En Amanecer literalmente los dejó resbalar pantalla abajo, como borrados por la lluvia. Una tormenta mucho más poderosa acabaría eliminando de los cines y de la memoria visual de la mayoría de los espectadores este sencillo vínculo entre la narrativa puramente visual y la dependencia humana de la palabra tranquilizadora y explícita.
1 Véase ilustración del procedimiento en el documental Tartufo, la película perdida (Tartüff, der verschollene Film) , 2004.
Hacia la comedia adulta: Laurel y Hardy
Como sucede incluso en las parejas mejor avenidas, también en el duradero dúo cómico que formaron Stan Laurel (1890-1965) y Oliver Hardy (1892-1957) hay recovecos inasequibles a la mirada ajena. En la biografía que les dedicó Simon Louvish (2003) se repasan detalladamente los orígenes familiares y artísticos de ambos, la asendereada vida sentimental de cada uno de ellos y los pasos que les llevaron a confluir en los estudios de Max Roach e iniciar una larga y fructífera carrera en común; pero nada concluyente se dice respecto a qué fue lo que verdaderamente unió a estos dos hombres singulares. Al parecer, en la vida real no extremaron la intimidad que podía presuponérseles, ni solían hacer vida social juntos. En alguna ocasión, insinúa Louvish, las conversaciones que ambos mantenían mientras jugaban al golf pudieron evitar la ruptura a la que inevitablemente conducían los desacuerdos entre Roach y el exigente Laurel. Poco más sabemos de una relación que sobrevivió a los desastrosos matrimonios de ambos y a toda una carrera en la que no faltaron altibajos y crisis creativas; a no ser que aceptemos lo que parece más evidente: que el permanente estado de gracia en que consistió la unión artística del dúo se cimentaba precisamente en el contraste, no ya sólo entre los tipos físicos y los correspondientes arquetipos morales que cada uno de ellos encarnaba, sino también en sus maneras de encarar el trabajo artístico desde preconcepciones y trayectorias previas radicalmente divergentes.
La principal diferencia, nos dice Louvish (109), estriba en los orígenes artísticos de ambos. Laurel aprendió su trabajo de cara al público, como cómico teatral, mientras que Hardy fue siempre actor cinematográfico y no tuvo experiencia previa en el teatro. “Uno agrada y responde al público, el otro a una sensación intangible de espacio y distancia desde la lente y el proscenio artificial”. Stan aportaba la personalidad más compleja y problemática, la que inspiraba las constantes bromas del dúo sobre la propia identidad y sobre la permanente querencia del adulto inadaptado a replegarse en la infancia. Por contraste, Ollie desarrolló un personaje fatalista y pasivo, enternecedor por su desesperado esfuerzo por conservar la dignidad en las situaciones más ridículas: era la superación, la redención incluso, del gigantón malintencionado que el voluminoso actor había encarnado en sus papeles previos a su encuentro con Laurel. En ambos confluyen tradiciones artísticas anteriores al propio cine, fundidas con los arquetipos que el nuevo arte había contribuido a hacer populares. Laurel, que había llegado a América en el mismo barco que Chaplin cuando ambos trabajaban para la compañía de teatro cómico de Fred Karno, remedó por un tiempo al personaje con el que su compatriota alcanzó el éxito, y cuya impronta es visible en el que el propio Laurel llegaría a configurar.
Con el paso del tiempo, el contraste entre Stan y Ollie no haría sino acentuarse, a la vez que ambos iban intercambiando sutilmente algunos rasgos de sus respectivos caracteres. El personaje chaplinesco de Laurel llegaría a perder su desvalimiento y a desarrollar un cauto instinto de conservación que lo ponía a salvo de los despropósitos dictados por la suficiencia egocéntrica de Ollie, a la vez que éste iba abriendo su personalidad a una insondable ternura bonachona, a menudo en contradicción con sus ínfulas de persona digna y cargada de razón. En el tramo sonoro de su carrera en común, el trabajado contraste en el que se basaba la comicidad del dúo tuvo también un sutil fundamento lingüístico: Laurel exageraba su acento británico, mientras que el sureño Hardy no se cuidaba de disimular el suyo de Atlanta. El contraste entre los modos de hablar —fatalmente perdido o falseado en las “dobles versiones” rodadas para el extranjero y en los doblajes— acentuaba el derivado de las obvias diferencias físicas y los arquetipos morales que cada uno representaba.
Era, por supuesto, una relación de complementarios; lo que, cuando se traduce en una contrastada amistad e incluso intimidad entre hombres aparentemente asexuados —o, mejor dicho, desinteresados de las mujeres—, inevitablemente sugiere alguna clase de entendimiento homosexual. Abundan en las películas de Laurel y Hardy las ocasiones en las que uno de los dos, o ambos, se travisten o remedan los comportamientos del sexo contrario, en lo que no es sino una trasposición a la pantalla de un arraigado recurso del vodevil, cuya explotación transcurría siempre más acá de los límites de lo permisible, a sabiendas de que, si se traspasaban, se herirían ciertas sensibilidades y se provocarían los recelos del censor de turno. Más llamativas resultan las numerosas escenas en las que la pareja comparte cama, en lo que puede entenderse como un ingrediente más de otro arraigado motivo de comicidad: la parodia de las relaciones matrimoniales. Laurel y Hardy utilizaron este recurso por primera vez en el corto Slipping Wives (1927) (Louvish, 209). En Dos veces dos ( Twice Two , 1933) cada uno de ellos se desdoblará para hacer el papel de esposa del otro: un travestido Stan interpretará a la mujer de Ollie; mientras que Ollie, vestido de oronda mujer —y sin recatarse de aparecer en combinación, mientras se arregla ante el espejo de su dormitorio—, hará de esposa de Stan. Ambas parejas se citan para cenar en casa del matrimonio Hardy, lo que dará lugar a una agria pelea entre las dos esposas.
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