Éste es, en líneas generales, el recorrido impresionista y sincopado que proponemos a lo largo de aproximadamente medio siglo de “cine clásico norteamericano”, al que añadiremos un bloque final dedicado al cine de los últimos treinta años. No hemos querido sumarnos al coro de voces agoreras que no quiere ver en la producción cinematográfica reciente otra cosa que una imparable decadencia o una igualmente implacable deriva hacia la banalidad y el infantilismo. Por el contrario, hemos querido constatar la persistencia del modelo autoral definitivamente consagrado por el éxito de los auteurs de la generación de los 70: al prestigio de directores como Coppola, Scorsese y Spielberg, que forman la plana mayor de esa generación y están todavía en activo, hay que sumar la incorporación a esa nómina autoral de directores de orígenes profesionales tan diversos como el coreógrafo Bob Fosse, el actor Clint Eastwood o el cómico Woody Allen, a los que podemos añadir una renovada pléyade de directores llegados a Hollywood de otros países, tales como el polaco Roman Polanski o, ya en la plena actualidad correspondiente a las fechas en que redactamos estas líneas, el ya mencionado mexicano Alejandro González de Iñárritu. Temáticamente, constatamos en el cine contemporáneo un renacer del interés por la realidad —lo que no siempre ha de traducirse en estéticas “realistas”, en el sentido en que lo fue el neorrealismo italiano—, sin renunciar por ello a la ensoñación visionaria que ya hemos visto que fue una de las salidas que el cine quiso darse a sí mismo a finales de los 50 y principios de los 60, cuando vio agotado su repertorio temático tradicional: hoy esa capacidad visionaria está más viva que nunca en el cine de Iñárritu, por ejemplo.
Tampoco hemos querido dejar de asomarnos, en esta perspectiva optimista, a la posibilidad de que las nuevas formas de difusión —que hacen que el serial televisivo se haya liberado de la servidumbre que suponía su emisión en fecha y hora fijas y esté ahora disponible siempre para el espectador en los repositorios de Internet—hagan realidad el viejo sueño por el que la obra de arte se equipara, en duración y necesidad, a la vida misma del espectador que la contempla. El metraje monumental de películas como Avaricia de Erich Von Stroheim, verdadero paradigma de una desmesura que iba en contra de la posibilidad de su exhibición normal, ha quedado ampliamente rebasado, e incluso empequeñecido, por la duración de series como la pionera Twin Peaks o la posterior Los Soprano … En este punto hemos querido interrumpir nuestro recorrido.
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Añadimos algunas especificaciones finales sobre el modo en que ha sido elaborado este libro. A diferencia de La vida imaginaria (1999) y Me enamoré de Kim Novak (2002), que eran básicamente recopilaciones de artículos ya publicados, éste se ha planteado como un ensayo de nueva planta, aunque redactado a partir de material escrito y difundido en distintos formatos a lo largo de los últimos quince años. De los capítulos que lo componen, sólo algunos coinciden en alguna medida con otros tantos artículos publicados a lo largo de 2015 y 2016 en el periódico digital CaoCultura, lo que se explica porque fueron escritos con la mira puesta ya en su inmediata incorporación al libro en marcha. He evitado expresamente duplicar textos e incluso bloques temáticos ya desarrollados en los mencionados libros anteriores; lo que ha sido posible porque el presente texto no ha tenido nunca pretensiones de exhaustividad y se refiere a un corpus artístico lo suficientemente amplio y variado como para permitir esas omisiones, en la confianza —que esperamos no sea infundada— de que lo efectivamente incluido bastará para articular una mirada coherente sobre el objeto de nuestra indagación.
Por lo mismo, este libro podría haber crecido indefinidamente: un elemental principio de prudencia me ha aconsejado no extenderlo más allá de los trescientos folios que componen el mecanoscrito original. Su inmediata razón de ser parte de una generosa invitación de Carme Manuel, directora de la Biblioteca Javier Coy d’Estudis Nord-Americans, en la que ya había aparecido mi monografía Un sueño dentro de otro. La poesía en arabesco de Edgar Allan Poe . La publicación de un nuevo libro después de otros muchos no es tanto el resultado de una posible grafomanía como un modesto efecto colateral de la asiduidad. Los libros se escriben solos y sólo necesitan, como la simiente enterrada en un erial, el estímulo de una ocasión propicia. A éste le ha llegado la suya. La damos por bienvenida y… a otra cosa.
Benaocaz ,
agosto de 2015 — septiembre de 2016.
1 “On ne dit plus «un film de Jean Gabin», mais plutôt «un film de Jean Renoir»“: “Ya no decimos ‘una película de Jean Gabin’, sino ‘una película de Jean Renoir’” (Laberge 1997, 912).
I
LA PALABRA COMO OPCIÓN
Buster Keaton
Buster Keaton, una vida en la que cabe la historia del cine
Buster Keaton (1895-1966) nació con el cine y murió al filo de la década renovadora en la que pareció que al séptimo arte no le quedaba otro recurso que reinventarse para seguir agradando a las nuevas generaciones. Sobre si esa renovación logró o no su objetivo habría mucho que decir. Pero hubo quienes, como Keaton, no conocieron otra cosa que lo que, retrospectivamente considerado, no parece sino el ciclo completo de desarrollo de un nuevo arte, desde su nacimiento en 1895 hasta el relativo agotamiento de las fórmulas genéricas y los modos de producción de los grandes estudios a comienzos de los 60.
En ese intervalo, Keaton lo vivió todo. Como tantos “cómicos” del cine, comenzó siendo un artista de vodevil que aprendió a dominar los resortes básicos de la comicidad elemental actuando ante un público. Luego haría lo propio ante una cámara, para acabar percatándose de que ésta no sólo registraba lo que el cómico hacía, sino que ofrecía la posibilidad de ampliar infinitamente el espacio escénico, alterar el tiempo real de los acontecimientos e introducir en los números interpretativos el factor añadido del ilusionismo visual. Keaton pronto demostró tener un instinto nato para intuir esas posibilidades. “Si no hubiera sido actor, habría sido ingeniero”, dijo de él un conocido 1 . En la vida relativamente modesta que vivió en sus últimos años, recuperado ya del infierno del alcoholismo y la postergación, su refugio favorito era un cobertizo en el que guardaba toda clase de utensilios y máquinas, con los que ideaba automatismos absurdos o recreaba los que utilizó en sus películas, tales como un ferrocarril de juguete que transportaba los distintos platos de una comida desde la cocina hasta la mesa en la que se servía: naturalmente, el trenecillo descarrilaba y los platos acababan volcados en el regazo de una de las invitadas. Era el destino habitual de todas las ideaciones del ingenio de Keaton: se empleaba en ellos el talento necesario para levantar una presa o poner en marcha una fábrica, pero el mecanismo resultante estaba fatalmente abocado a la autodestrucción y al ridículo de quienes fiaban sus ilusiones al correcto funcionamiento del mismo.
El cine de Keaton —es decir, el conjunto de películas que no sólo protagonizó, sino que también produjo, dirigió y montó— abunda en esta clase de efectos. En El navegante ( The Navigator , 1924) se sirvió de un barco abocado al desguace para improvisar en él todas las vicisitudes imaginables que pudieran acontecer a una pareja atrapada en una embarcación a la deriva. En El moderno Sherlock Holmes ( Sherlock Jr. , 1924) es la pantalla de un cine la que sugiere a un joven proyeccionista la posibilidad de acceder a ella —como harían sesenta años después los protagonistas de La rosa púrpura de El Cairo ( The Purple Rose of Cairo , 1985) de Woody Allen— e interactuar, no sólo con los personajes de la película proyectada, sino también con la cambiante sucesión de paisajes que van apareciendo en la misma: el logro técnico es un prodigio de sincronización, hecho mediante el procedimiento de reservar una parte de la película sin impresionar y filmar luego sobre ella la escena o elemento que se pretendía yuxtaponer a la filmación primera. En El maquinista de la General ( The General , 1926), su película más famosa, un arriesgado trance de la Guerra Civil americana es recreado en los términos de comicidad a los que Keaton había dado carta de naturaleza en sus filmes anteriores: ahora será el heroísmo del protagonista lo que desencadene la fatal cadena de destrucción; y para ello, naturalmente, el soñador de grandes designios que siempre fue Keaton hizo volar un tren real a su paso por un puente.
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