José Manuel Benítez Ariza - Cosas que no creeríais

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De Amanecer a las películas de Jayne Mansfield, de Louise Brooks a Tim Burton, el cine norteamericano ha sabido combinar el valor referencial de sus grandes creaciones con una no siempre apreciada, pero no por ello menos persistente, querencia hacia la rareza, la intencionada banalidad con visos de transgresión o la experimentación abierta. Este ensayo recorre ambas facetas: el núcleo cordial de lo que hoy entendemos por «cine clásico norteamericano» y sus amplios y sorprendentes márgenes. Ambos determinan el contradictorio aprecio que el espectador de ayer y de hoy siente por la forma de narrativa popular de mayor influencia en el último siglo. Este ensayo recorre ambas facetas del cine norteamericano el núcleo cordial de lo que hoy entendemos por «cine clásico norteamericano» y sus amplios y sorprendentes márgenes. Ambos determinan el contradictorio aprecio que el espectador de ayer y de hoy siente por la forma de narrativa popular de mayor influencia en el último siglo.

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El austriaco, decíamos, no se engañaba respecto a lo que esperaba de su actriz. En cierta escena en la que ésta debía aparecer envuelta en un grueso albornoz, cuenta Brooks que el director le ordenó que no llevara ropa interior debajo. Retóricamente, la actriz preguntó quién se iba a dar cuenta; “Lederer”, respondió Pabst, refiriéndose al actor que iba a rodar la escena con ella (Brooks, 103). Era su manera de entender al controvertido personaje de Wedekind; pero también un modo de entender la interpretación cinematográfica en general, a la que los actores no debían aportar su propia reelaboración de los personajes, concebida como interiorización de sus motivos y asunción del repertorio gestual correspondiente, sino simplemente su presencia y sus reacciones a la situación que en ese momento se estaba viviendo en el estudio, convenientemente orquestada por el director. En ese aspecto, su idea de cómo dirigir a los actores no estaba muy lejos de la de Hitchcock, que también les asignaba un papel meramente instrumental —“los actores son ganado” (Truffaut, 118)—. La pasividad de Brooks, su condición de mero catalizador involuntario de las pulsiones sexuales que confluían en ella, convenía al propósito de Pabst, que había visto en la obra de Wedekind, no sólo un espejo de la hipócrita moral sexual burguesa, sino sobre todo una trágica visión del comportamiento humano dominado por los instintos. En su trayectoria, Lulú llega a cometer un ambiguo asesinato, en el que más bien sirve de instrumento al impulso suicida de uno de sus desesperados amantes; pero esa imposibilidad de definir en términos absolutos su grado de responsabilidad moral en las acciones que desencadena es un rasgo definitorio de toda su trayectoria. Sólo en dos momentos de la misma el personaje parece renunciar a su pasividad. Lulú ama, ante todo, su libertad, y de ahí que uno de sus actos más decididos y desesperados sea su intento de escapar de los lazos de un proxeneta egipcio al que han pretendido “venderla” sus compinches. Y esa misma aspiración a la libertad es lo que inspira el arrebatado final de la película, en la que la chica, forzada por hambre a la prostitución en las calles de Londres, consiente finalmente en entregarse a un transeúnte a pesar de que éste no tiene dinero para pagarle. Previamente, hemos sido informados de que la policía londinense busca a un peligroso asesino de mujeres —un trasunto del conocido “Jack el Destripador”—; y no nos extraña, por tanto, que este anónimo acompañante en el único acto de “amor” desinteresado que cabe imputar a Lulú resulte ser ese asesino; y que éste, conmovido también por el acto de ternura del que es objeto, intente en vano resistirse a su pulsión criminal, finalmente desencadenada por la presencia de un cuchillo en la mesa de la mísera habitación donde se consuma el encuentro.

Si La caja de Pandora nos sigue pareciendo hoy una película insólitamente “moderna”, no es sólo por la desenvoltura sexual de su protagonista y por la absoluta ausencia de una perspectiva moralizante, sino, sobre todo, por su factura: su estructura episódica, casi “documental”, resuelta en la mera yuxtaposición de breves secuencias que muestran objetivamente los hechos y no admiten interpolaciones retóricas desde las que juzgarlos; y el modo en el que están dirigidos los actores, a los que no se les pide, como decíamos, que asuman actitudes impostadas en consonancia con las situaciones que están llamados a interpretar, sino más bien que exterioricen sus reacciones naturales a las situaciones de desconcierto, rivalidad o mera incomprensión que Pabst provoca durante los rodajes: así, la patente atracción lésbica que Lulú suscita en la condesa Anna Geschwitz, interpretada por la actriz belga Alice Roberts, es resuelta en una serie de miradas y gestos dirigidos por ésta, mientras baila mejilla con mejilla con Brooks, al propio Pabst, que “le hacía el amor desde detrás de la cámara” (Brooks, 99). Previamente el director había advertido el rechazo de la actriz hacia el papel que pretendía hacerle interpretar.

Es posible que el escaso éxito obtenido por la película y la amplia incomprensión que suscitó en todos los países donde se proyectó movieran a Pabst a matizar el arquetipo femenino que había entrevisto en Brooks. Así, lo que sorprende de Tres páginas de un diario —o, más bien, “Diario de una perdida”, que es como se traduciría literalmente su título alemán—, la siguiente película que filmó con la norteamericana, es su planteamiento melodramático y su previsible desenlace moralizante. Thymian, la joven protagonista, es seducida por el mancebo de botica que trabaja para su padre. Al quedar embarazada y negarse a declarar el nombre de su seductor, es privada de su hijo y conducida a un reformatorio para jóvenes descarriadas, dirigido por una siniestra pareja a la que veremos infligir toda clase de humillaciones a sus pupilas. Tras huir del reformatorio y constatar que su hijo ha muerto, Thymian recala en un burdel, del que la saca la noticia de que su padre ha muerto y le ha dejado una cuantiosa herencia. Después de tener el gesto de ceder el montante de la misma a sus hermanastras, nacidas de la relación de su padre con un ama de llaves, Thymian se casa con un conde tarambana que la ha ayudado en otros momentos de su azarosa existencia; y, ya en el papel de dama de la alta sociedad, visita su antiguo reformatorio, ante cuyos asombrados responsables se identifica, para reprocharles su insensibilidad, tras lo que uno de los presentes afirma que “con un poco más de amor no habría chicas perdidas en el mundo”.

No estamos ya, en efecto, ante el estudio sobre la sexualidad sin tapujos que quiso ser La caja de Pandora , sino ante un “estudio social”, en la estela de los que preconizaba la literatura naturalista de finales del siglo XIX, en el que, más que la impremeditada espontaneidad instintiva de Lulú, lo que se subrayaba era el peso de los factores externos —la desafección familiar, la inhumanidad de las instituciones presuntamente asistenciales, la hipocresía de la sociedad— sobre el destino de una chica indefensa. En cualquier caso, la “pasividad” que caracteriza el estilo interpretativo de Brooks seguirá jugando su baza, y el resultado será que Thymian, dentro de su desgracia, se desenvolverá como una mujer emancipada muy parecida a la Lulú de Wedekind. Tampoco el panorama social es muy distinto al presentado en La caja de Pandora : como en casi todas las películas de Pabst, la burguesía se divierte a costa de disfrazar hipócritamente sus instintos, a los que sólo da rienda suelta en situaciones en las que la amparan sus privilegios de clase o sus posiciones de poder: así, su libertinaje será casi exclusivamente prostibulario y sus transgresiones —como la que comete el mancebo al violar a Thymian mientras ésta se halla inconsciente, o la que manifiesta la regente del reformatorio al someter a sus pupilas a ejercicios extenuantes que para ella misma suponen una fuente de desahogo sexual— estarán siempre vinculadas a posiciones de abuso.

Tras estas dos películas, Pabst aún intentará hacer con Brooks una tercera, Premio de belleza ( Prix de beauté , 1930), sobre un guión propio —finalmente no acreditado como tal— a partir de una idea de René Clair. La película, de producción francesa, fue dirigida por el italiano Augusto Genina y supuso la vuelta de Brooks a un tipo de personaje que ya había interpretado en el cine norteamericano: una bathing beauty —en traje de baño la veremos irrumpir en escena— que triunfa en el mundo de los certámenes de belleza y eventualmente muere a manos de su celoso prometido. Característicamente, el guión de Clair y Pabst sitúa al personaje en el mismo contexto libertino y amoral de sus películas berlinesas y lo convierte en objeto de deseo de un maharajá y un príncipe —trasuntos, respectivamente, del proxeneta egipcio de Pandora y del conde tarambana de Tres páginas de un diario —. Pero lo que persigue a esta otra Lulú —variante de su verdadero nombre, Lucienne— no es tanto el implacable destino o el determinismo social que gobernaba sus dos películas anteriores, sino las fatídicas coincidencias y confusiones propias del más genuino melodrama: las demostraciones de celos de su prometido van seguidas de sus correspondientes escenas de reconciliación, y entre unas y otras los pasos de la flamante miss , nunca del todo bien entendidos por su pretendiente, la van alejando de su vida anterior y empujándola hacia un prometedor futuro de fama y éxito, que le vendrán dados por el cine —ya sonoro, como la propia película de Genina: la productora ficticia que aparece en la película se llama Sound Film International—. El final ya lo sabemos.

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