Pablo Ancos García - Transmisión y recepción primarias de la poesía del mester de clerecía

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A la hora de aproximarse a la producción literaria de épocas pasadas, conviene tener en cuenta que las maneras de transmitir y de recibir la literatura han variado considerablemente a lo largo de la historia. Hoy, por ejemplo, solemos acceder a la literatura medieval a través de productos impresos o electrónicos. En este libro se intenta determinar, en la medida de lo posible y a partir fundamentalmente de evidencias textuales internas, la forma primaria de difusión y de recepción de los poemas en cuaderna vía del siglo XIII. A partir de ahí, se proponen posibles contextos receptivos coetáneos para el grupo de obras examinado y se estudian e interpretan algunos de los rasgos constatables en los textos conservados teniendo en cuenta sus formas primarias transmisión y de recepción.

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En este sentido, se ha afirmado que la principal aportación del escolasticismo a la práctica de la lectura es su regulación como método didáctico (Hamesse 1998: 162), como se aprecia en Hugo de San Víctor y Juan de Salisbury. La aparición de las universidades a partir de finales del siglo XII y la creación de las órdenes religiosas mendicantes en el siglo XIII desempeñarán también una función fundamental en este sentido. Por tanto, parece que, frente a las opiniones de Chaytor (1945) y McLuhan (1993), mucho antes de la invención de la imprenta «el estudio visual del texto sustituyó a la audición» (Hamesse 1998: 164). La lectio o prelectio (en el sentido que Juan de Salisbury da al término) ocupa un lugar central en el curriculum universitario y se convierte en la llave de acceso, junto con la disputatio y la praedicatio (Hamesse 1998: 172), no sólo a las siete artes liberales comprendidas en el trivium (gramática, retórica y lógica o dialéctica) y el quadrivium (aritmética, geometría, música y astronomía), sino también a los estudios superiores de derecho, medicina y teología. Se trata de una actividad, emisora por parte del profesor y receptora por parte de los estudiantes, en la que la vista y la voz, el oído y la letra desempeñan un papel fundamental.

Este cambio de actitud apreciable a la hora de recibir los textos tiene su correlato en el modo de componerlos, producirlos y almacenarlos. Así, en cuanto a la presentación de lo escrito sobre la página, durante la Alta Edad Media se empieza por abandonar la scriptura continua , primero en las Islas Británicas y en las zonas continentales de Europa en las que la romanización no había sido completa y los vernáculos no tenían su origen en el latín (Saenger 1982 y 1997). De este modo, en las zonas periféricas del antiguo Imperio romano es donde, al parecer, se percibe más pronto y más claramente la escritura como manifestación autónoma de la lengua (Parkes 1998: 143). Además, a partir de la escritura cursiva latina aparecen en toda Europa nuevos tipos de escritura minúscula con rasgos geográficos marcados. Desde finales del reinado de Carlomagno, la escritura carolina se va extendiendo por toda Europa. En la Península Ibérica cala en la zona pirenaica ya en el siglo IX, pero no se adoptará plenamente hasta el XII en toda la zona cristiana (Millares Carlo 1971: 47). Se introducen, empezando asimismo en las Islas Británicas, signos de puntuación nuevos y comienza el uso de las mayúsculas (Parkes 1993 y 1998: 145-50). Todo ello facilita el acceso visual a los textos.

En cuanto a los libros en sí, Clemente y Orígenes estudiaron en Alejandría y fundaron bibliotecas. San Jerónimo y San Agustín poseyeron también bibliotecas. Tras la caída del Imperio romano, la Iglesia se convierte en el principal agente productor y conservador de libros en toda la cristiandad occidental. Casiodoro prescribe en Vivarium el estudio y copia de textos religiosos, pero también paganos, griegos y latinos. Los benedictinos otorgan gran importancia a la lectura y la copia de libros es una de sus actividades fundamentales. Los monjes irlandeses también desempeñan una función destacada en la transmisión escrita de obras religiosas y de la Antigüedad e introducen innovaciones importantes. Hacia el siglo VI cuentan ya con más de trescientos establecimientos en Irlanda y Escocia (Dahl 1982: 52-53), que se extienden después por el continente. El renacimiento carolingio da, asimismo, un impulso a la actividad monástica a partir del siglo VIII. En la España visigoda, Hipólito Escolar Sobrino (1998: 22-25) cifra en más de cien los centros de enseñanza en catedrales y monasterios, con focos culturales esparcidos por toda la Península (Toledo, Zaragoza, Sevilla). San Isidoro debió de contar con una biblioteca considerable. Tras la invasión de 711 continuaron los escritorios y bibliotecas cristianas en la zona mozárabe, pero en continua decadencia (Escolar Sobrino 1998: 30). En el norte, por su parte, nada se puede comparar al auge de la producción libresca en al-Andalus, donde a partir del siglo X ya se introduce el papel (Toledo y, sobre todo, Játiva serán importantes centros productores), y se tienen noticias de un activo préstamo e importación de libros, así como de numerosas bibliotecas, entre las que destaca la famosa y bien nutrida de Alhakén II (Millares Carlo 1971: 250; Escolar Sobrino 1998: 64; Faulhaber 2003: 485). Como contraste, los inventarios de los fondos de la biblioteca de Ripoll, una de las más importantes del noreste peninsular, muestran que únicamente tenía 65 códices en 979; 192 en 1047; y 246 a mediados del siglo XII, aunque su repertorio era considerablemente moderno y contaba con obras de Julio César, Juvenal, Virgilio, Horacio, Terencio; Donato, Prisciano; Porfirio, Boecio; y tratados de aritmética y de música (Millares Carlo 1998: 246; Faulhaber 2003: 485). Esto parece un fenómeno extendido por toda Europa: en la Alta Edad Media (hasta los siglos XI y XII), las instituciones eclesiásticas solían poseer muy pocos códices. Bobbio, que tenía unos 700 en el siglo IX (Dahl 1982: 67), era una de las bibliotecas mejor dotadas. Como indica Petrucci (1999: 197-98), los scriptoria monásticos eran biblioteca, lugar de escritura y archivo, de manera que más que de bibliotecas se podría hablar de colecciones de libros, conservados en distintos lugares de los monasterios. La lectura individual se haría en la celda y la colectiva en el refectorio, la iglesia o la escuela. Los libros eran parte del tesoro y su escasez cuadra bien con el tipo de lectura lenta, rumiada y meditada que hemos visto para este período. La tarea de copia no era más rápida: Dahl (1982: 67) cita el caso de Johanes Paschae, de Roskilde, monje y copista danés que tardó año y medio en copiar una Biblia en dos tomos. En el norte Peninsular existían escritorios en distintos centros, al menos desde el siglo X: San Millán de la Cogolla (Díaz y Díaz 1979), Santo Domingo de Silos (Pérez 1948), Liébana, San Pedro de Cardeña, San Pedro de Arlanza, San Martín de Albelda, etc. El comercio de libros no existía, y los préstamos y donaciones debían de ser relativamente escasos, aunque se hicieron más frecuentes a partir de los siglos VIII y IX (Petrucci 1999: 187).

A partir del siglo XI y, sobre todo, durante los siglos XII y XIII, la situación evoluciona paulatinamente, de forma análoga a lo que ocurría en las prácticas de recepción literaria. Aumentan la demanda y la producción escrita; cambia la presentación de lo escrito sobre la página y la forma de almacenar los libros; y se diversifica la producción literaria. Las órdenes de Cluny y del Císter y las escuelas catedralicias primero, las universidades y las órdenes mendicantes después son algunos de los elementos determinantes en ese cambio.

En cuanto a la presentación de los textos, la escritura carolina deja paso a la gótica, que permite una mayor rapidez en la copia, a partir del siglo XII. Esto favorece la proliferación de manuscritos autógrafos, en los que se aprecia la influencia de prácticas notariales de escritura. Si en la Antigüedad y la Alta Edad Media el autor no solía copiar sus propios textos, sobre todo los complejos, y se recurría a la práctica del dictado, a partir del siglo XI empiezan a encontrarse cantidades significativas de manuscritos autógrafos, aunque siempre hubiera quien, como Santo Tomás en sus últimas composiciones, continuaba con el hábito del dictado (Petrucci 1999: 73-91). La introducción y el uso del papel en Europa a partir del siglo XII y, sobre todo, en el XIII, que ofrece una superficie de escritura más suave que el pergamino, y las innovaciones técnicas en los scriptoria (que empiezan a hacerse sentir en el siglo XIII también) contribuyen a facilitar la labor de copia. 30Los libros, sobre todo con el paso de la lectio monástica a la lectio escolástica, se llenan de toda una parafernalia visual que ayuda a la consulta ocular (Petrucci 1999: 198; Parkes 1993: 20-49): escritura a dos columnas (que permite captar cada línea de texto en un solo golpe de vista); articulación del texto en divisiones y subdivisiones, siguiendo los conceptos de la ordinatio y la divisio , establecidos por Jordan de Sajonia hacia 1220; aparición de marcas gráficas que permiten segmentar el texto (rúbricas, señales de párrafo, iniciales, mayúsculas, títulos, llamadas, índices, listas alfabéticas, etc.).

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