Yogi Ramacharaka, William Walker Atkinson
Cristianismo Místico – Las Enseñanzas Internas del Maestro
Título original: Mystic Christianity, or the Inner Teachings of the Master
Traducción: Federico Climent Terrer
LECCIÓN I. LA VENIDA DEL MAESTRO
Rumores extraños llegaban hasta Jerusalén a oídos de sus habitantes. Expandíase la voz de que en el desierto de la Judea septentrional, sobre las riberas del Jordán, había aparecido un nuevo profeta que enseñaba doctrinas sorprendentes, semejantes a las de los profetas antiguos. Su exhortación: «Arrepentíos, que el reino de los cielos se acerca», despertaba recuerdos de los antiguos instructores de Israel, y las gentes del vulgo se miraban unos a otros con asombro y las clases directoras fruncían el ceño y se miraban gravemente al oír el nombre de quien hablaba así.
Al hombre a quien las gentes del vulgo calificaba de profeta y los primates motejaban de impostor, se le llamaba Juan el Bautista, y moraba en el desierto, alejado de la turbulencia de la gente. Vestía a la manera de los ascetas nómadas, cubría el cuerpo con una piel de camello no curtida, ceñida a la cintura por una grosera correa de cuero. Su dieta sencilla y sobria, se componía de langosta [1]y miel silvestre.
Era Juan, a quien apellidaban «el Bautista», hombre de alta estatura, delgado, pero robusto, nervioso y de ruda complexión. El sol y los vientos de la intemperie habían atezado su cutis. Su larga cabellera negra caíale flotante sobre los hombros, y cuando hablaba se agitaba como melena de león. Su barba era vasta y enmarañada. Sus ojos relucían como carbones encendidos e inflamaban el alma de cuantos le escuchaban. Se reflejaba en su rostro el ardimiento religioso de quien ha venido con un mensaje para el mundo. Envolvía sus enseñanzas en muy vigorosas palabras este selvático profeta, pues era sumamente enérgico. Su mensaje estaba exento de primores retóricas y de sutilezas de argumentación. Fulminaba sobre la multitud, derechamente, los rayos de su palabra cargada con la energía y el fervor dimanante de sí mismo, con tal vitalidad y magnetismo, que estallaba en medio del auditorio como una chispa eléctrica, haciendo caer a las gentes de rodillas e infundiéndoles la verdad con la violencia de un explosivo. Manifestaba que el grano iba a ser entrojado en los alfolíes y consumida la paja por fuego tan ardiente como el de un horno: y que abatiría la segur de los árboles que no dieran fruto. Se acercaba en realidad para sus oyentes y secuaces el «Día del Señor prometido desde hacía tanto tiempo por los profetas».
Muy pronto reunió Juan a su alrededor un número grande de prosélitos, pues las gentes acudían en tropel para escucharle desde todos los puntos del país, incluso de Galilea. Comenzaron a conversar sus prosélitos entre ellos, y se preguntaban si no sería aquel hombre el Maestro prometido desde hacía tan largo tiempo, el Mesías que todo Israel había esperado durante siglos. Estos comentarios, fueron oídos por el profeta, quien en una de sus pláticas contestó a ellos: «… viene uno más poderoso que yo, de quien no soy digno de desatar la correa de su calzado». Llegaron a saber así sus discípulos y cuantos lo escuchaban sin verlo, que él, aunque potente predicador, sólo era el heraldo de otro mucho mayor que él, que le seguiría, o sea, que Juan era el precursor del Maestro, conforme a la alegoría oriental que representaba al heraldo de los magnates sentado en la delantera de la carroza de su señor, indicando en alta voz a las gentes que se agolpaban en el trayecto, que abriesen paso, porque venía el magnate y gritaba repetidamente: «Abrid paso, abrid paso para el Señor».
Se agitaron en consecuencia nuevamente los discípulos de Juan al escuchar esta promesa de la venida del Señor, del Maestro, que quizá fuese el Mesías de los judíos, y difundiendo la nueva rápidamente por las comarcas cercanas, de manera que muchísimos más se acercaron a Juan y aguardaron con él la venida del Maestro.
Juan el Bautista había nacido en las montañas de Judea unos treinta años antes de su aparición como profeta. Su padre pertenecía a la casta sacerdotal que servía en el templo de Jerusalén, y ya muy viejo vivía con su mujer, de edad provecta también, retirado del ruido del mundo, en espera del que había de venir para todos los hombres por igual. Sin que lo esperaran, ya en su vejez tuvieron por especial favor de Dios un hijo al que pusieron el nombre de Johanan, que significa en hebreo «gracia del Señor».
Fue educado Juan en casa de sus padres, y saturóse de las esotéricas enseñanzas reservadas para unos pocos y que se encontraban retraídas del conocimiento de las masas. Le descubrió su padre los secretos escondidos de la Cábala, aquel sistema hebreo de ocultismo y misticismo en el que estaban tan versados los primates del sacerdocio judío; y nos dice la tradición oculta que Juan fue iniciado en el Círculo Esotérico de los místicos hebreos, integrado solamente por sacerdotes de cierta categoría y por sus hijos. Juan alcanzó a ser místico y ocultista. Al llegar a su pubertad, salió de la casa paterna y se fue al desierto «mirando a Oriente, de donde viene la Luz». Dicho de otra manera, se convirtió en asceta y moró en el desierto, de la misma suerte que aun hoy en día los jóvenes hijos de brahmán en la India dejan su casa, los halagos y comodidades de la vida y se van al yermo, por donde durante años enteros vagan como ascetas, vestidos sencillamente y alimentados con frugalidad, para desenvolver su conciencia espiritual. Juan permaneció recluido hasta que a la edad de treinta años, salió del yermo para predicar la «venida del Señor», obedeciendo a los impulsos del Espíritu Consideremos qué fue y qué hizo en los quince años de su vida en el desierto y en aquellos apartados parajes de Judea. Las tradiciones conservadas por los ocultistas acerca de los esenios, guardadas por los ocultistas, enseñan que en los días en que Juan observó vida ascética, se compenetró bien de las enseñanzas de aquella Fraternidad Oculta de los esenios, y que profesó la Orden después del noviciado, llegando a grados superiores que sólo se conferían a los iniciados de espiritualidad muy elevada y evidente poder. Se dice que niño aún reclamó y demostró su derecho a ser iniciado en los misterios de la Orden, por lo cual se le tuvo por la reencarnación de uno de los antiguos profetas hebreos.
Eran los esenios una oculta Fraternidad hebrea ya existente desde muchos siglos antes de la época de Juan. Tenían su sede en la costa oriental del Mar Muerto, aunque su influencia se extendía por toda Palestina y en todos los desiertos moraban sus ascéticos hermanos. Muy estrecha era la regla de la Orden y sus ritos y ceremonias de muy superior grado oculto y místico. El neófito había de pasar un año de postulante y después dos de noviciado antes de profesor. Necesitaba pasar algún tiempo para ascender de grado y para los superiores se exigía además del tiempo, positivo conocimiento, poder y obras concretas. Como en todas las genuinas órdenes ocultas, el candidato debía «lograr su propia salvación», pues de nada absolutamente valían el favor ni el dinero. Tanto el neófito como el iniciado y el maestro de grado superior debían absoluta obediencia a las reglas de la Orden, absoluta pobreza de bienes materiales y absoluta continencia sexual. Así se comprende la repugnancia que las solicitaciones amorosas de Salomé inspiraron a Juan, quien prefirió perder la vida antes de romper los votos de su Orden.
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