Los procedimientos de Darby y Cort permitieron atender la fuerte demanda de hierro que acompañó a la Revolución Industrial (maquinaria, puentes, armamento, construcción) y también la demanda exterior de hierro barato. A finales de siglo se exportaba entre el 15 y el 20% de la producción. Sin embargo, el aumento más importante de la demanda de hierro provendría años después de la construcción del ferrocarril: la producción se multiplicó por cuatro en 20 años.
Dejando de lado las pequeñas pero importantes mejoras en los altos hornos, las innovaciones siguientes afectaron especialmente a la obtención de acero (hierro con una proporción determinada de carbón) y pasaron a ser obra ya de la etapa posterior, en la que se estudiarán.
La siderurgia proporciona un producto intermedio: el hierro tiene importancia para la Revolución Industrial una vez transformado en máquinas o estructuras. Por suerte, Gran Bretaña disponía de un gran número de mecánicos habilidosos, encabezados por un pequeño pero decisivo grupo de constructores de máquinas de precisión y de máquinas herramienta. Por citar solamente un ejemplo, la máquina de trepanar cilindros de Wilkinson es en gran parte responsable de la eficacia de la máquina de vapor, ya que impedía las fugas de vapor que se producían en los cilindros anteriores, que eran ajustados a mano; por desgracia, el destino principal de esta máquina era la fabricación de cañones.
A pesar de la importancia de los cambios en el sector textil, en la maquinaria y en la siderurgia, la innovación más determinante de la Revolución Industrial es sin lugar a dudas la máquina de vapor de James Watt, patentada en 1769 y mejorada repetidamente. La máquina de vapor permitía producir energía a partir de la potencia calorífica del carbón y de la fuerza de expansión del agua transformada en vapor. Esta energía producida era mucho más potente, segura y versátil que el anterior aprovechamiento de las energías naturales: Mokyr (1990) no duda en calificar la energía de vapor como la quintaesencia de la Revolución Industrial.
A partir de unas primeras máquinas rudimentarias, útiles solo para extraer agua de las minas (Savery, 1698; Newcomen, 1711), James Watt (1769) introdujo el condensador separado (que aumentaba la velocidad del proceso y ahorraba carbón) y los mecanismos para pasar del movimiento lineal al rotativo. Posteriormente, las máquinas de alta presión, que Watt consideraba demasiado peligrosas, permitieron abaratar el funcionamiento y fabricar máquinas de vapor más compactas, incluso trasladables.
La máquina de vapor permitió cambiar la localización de gran parte de la industria, en especial la textil: de las orillas de los ríos, en las que se aprovechaba la energía hidráulica, se pasó a las zonas próximas a las minas y a los puertos por los que llegaba el algodón. Pese a ello, la máquina de vapor no fue el único motor energético de la Revolución Industrial: hasta 1830, el coste de obtener energía hidráulica o de vapor, considerando las ventajas y los inconvenientes de cada una, era muy parecido. Sin embargo, no habría habido suficientes sitios útiles para instalar las fábricas de la Revolución Industrial si solo se hubiera dispuesto de la energía hidráulica. Por otro lado, la máquina de vapor era más potente, permitía construir fábricas más grandes y evitaba los peligros de estiaje o inundación que podían detener la producción movida por energía hidráulica. No obstante, hasta el año 1870 la potencia de vapor instalada no superó a la potencia hidráulica, la cual se vio también beneficiada en el siglo XIX por importantes mejoras en su eficiencia.
Además de proporcionar la energía necesaria para la Revolución Industrial, la máquina de vapor también proporcionó medios de transporte nuevos e igualmente revolucionarios: el barco de vapor y el ferrocarril, de los que hablaremos en el capítulo 5. Ahora solo adelantaremos que con la aplicación del vapor al transporte se completa la serie de grandes inventos de la Revolución Industrial. A partir de 1830 se abre una nueva etapa, caracterizada por la difusión de la industrialización hacia otros países, la mejora de la maquinaria y la aparición de máquinas y procesos nuevos. Una etapa que, sin embargo, no tendría el carácter de ruptura con respecto a la situación anterior que supuso la Revolución Industrial.
3.4 La minería y la industria química
A pesar de que las innovaciones en los sectores algodonero, siderúrgico y energético fueron las básicas, otros sectores experimentaron también transformaciones estratégicamente importantes para la Revolución Industrial. De estos sectores destacan la minería y la química.
Por desgracia, la minería no es fácil de mecanizar; solo la extracción de agua se beneficiaba de los primitivos bombeos de Savery o de Newcomen. En este sector, y especialmente en lo relacionado con el carbón, lo verdaderamente revolucionario fue la cantidad extraída, dada la elevada demanda generada por los altos hornos, las máquinas de vapor y posteriormente el ferrocarril, además de su importante uso anterior, tanto industrial como doméstico. Así, en 1800 Gran Bretaña producía y consumía cinco veces más carbón que toda la Europa continental. A pesar de la presión por encontrar innovaciones que permitieran explotaciones a más profundidad y más seguras, solo hubo una innovación importante: la lámpara de seguridad de H. Davy (1815), que medía la concentración de grisú y permitía evitar las explosiones derivadas.
En la industria química, el siglo XIX fue un momento de grandes transformaciones en toda Europa. De hecho, en este sector la Revolución Industrial británica se benefició de la aplicación de innovaciones que provenían la mayoría de las veces de otros países. Las transformaciones en la industria química fueron importantes, sobre todo, por las ventajas que ofrecían y por los cuellos de botella que ahorraban, pero no dieron origen a grandes fábricas ni a concentraciones industriales.
Los principales cambios fueron:
1 El paso de la obtención de los productos en el laboratorio, en pequeñas cantidades, a la fabricación industrial. El ejemplo más claro en este campo es la sustitución de la obtención del ácido sulfúrico en campanas de vidrio por su obtención en cámaras de plomo (innovación de John Roebuck, hacia 1760). El nuevo procedimiento permitía multiplicar por 100 la producción y reducir el precio a menos de una sexta parte.
2 El descubrimiento de nuevos procedimientos para obtener los mismos productos, a partir de materias primas más abundantes y más baratas, en gran parte como consecuencia de la sustitución de materias primas orgánicas por inorgánicas.
3 El aprovechamiento de los subproductos como base de nuevos procesos químicos.
4 El descubrimiento de productos químicos nuevos.
Por poner solo un ejemplo: antes de teñirlos, los tejidos de algodón se tenían que blanquear. Tradicionalmente eso se hacía mojándolos en suero de leche o, en la segunda mitad del siglo XVIII, con ácido sulfúrico diluido y exponiéndolos largamente al sol en los llamados prados de indianas. Con este procedimiento, hacia 1830 blanquear la producción británica de tejidos de algodón habría exigido que toda Inglaterra se convirtiera en un inmenso prado de indianas. Por suerte, en 1785 el francés Claude Berthollet había obtenido un producto químico a base de cloro que era un blanqueador eficaz y que fue mejorado por otro francés, Charles Tennant, que trabajaba en Inglaterra. La industria algodonera pudo así continuar creciendo. Otra innovación química importante fue el procedimiento Leblanc (otro francés) para obtener sosa cáustica (1789). En cambio, el otro gran producto básico de la química, la potasa, no pudo ser sintetizado y continuó siendo durante toda la etapa un producto orgánico obtenido de la calcinación de la madera. Hacia 1830, solo en Canadá se destruían cada año cuatro millones de toneladas de madera para producir potasa, con un rendimiento mínimo: solo 35.000 toneladas de potasa, menos de un 1%.
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