Gonzalo Rojas-May - En defensa del Optimismo
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Tal vez un esbozo de respuesta está en la última escena de Fanny y Alexander de Ingmar Bergman: «Todo puede suceder, todo es posible y probable, tiempo y espacio no existen. En el delgado marco de realidad la imaginación gira creando nuevos patrones» 3, lee en voz alta la abuela Ekdahl a partir de un texto del autor August Strindberg, mientras Alexander permanece recostado en su regazo.
2 Apolo 13 fue la séptima misión tripulada del programa Apolo de la NASA y la tercera destinada a aterrizar en la Luna. La nave despegó desde el Centro espacial John F. Kennedy el 11 de abril de 1970, pero tuvo que abortar su alunizaje debido a una explosión en un tanque de oxígeno del módulo de servicio.
3 Fanny y Alexander . Dirigido por Ingmar Bergman, 1982.
Capítulo 3
El peso de las palabras
En el año 3100 a.C., el escriba sumerio Gar Ama 4redactó un documento y con ello, por primera vez en la historia del hombre, un autor firmó un texto. En otras palabras, alguien se hizo responsable de una idea. Con la aparición de la autoría, también surgió la noción de responsabilidad; el contrato oral se plasma en un documento, el compromiso queda estampado, la voluntad adquiere una significación distinta. Una nueva era comenzó en ese entonces, pues un texto tiene una identidad detrás de sí.
Tres mil doscientos años después, el «Evangelio de San Juan» sostiene: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios». La palabra ya no solo tiene a un humano como autor; es mucho más que eso, es la creación misma. El lenguaje es un acto divino.
En el siglo XX, ya habían transcurrido cinco mil años desde que Gar Ama le puso identidad a un discurso. Freud primero y Lacan después, describen a la «palabra vacía» y la «palabra plena» como los polos de un continuum, en que la primera solamente circunscribe, casi al pasar, algo y la segunda significa, posee un peso específico. Describámoslo en forma sencilla. Ante la pregunta: «¿Tienes sueño?», la contestación «sí», opera de un modo muy distinto que la respuesta que un acusado responde frente a un juez: «¿Se declara usted inocente del delito del que se le acusa?». «Sí», contesta este. Las palabras poseen sustancia.
Desde la aparición de la firma, el lenguaje se hizo más poderoso que nunca. La rúbrica le otorga al autor fama, reconocimiento y distinción, pero también responsabilidad y, por lo tanto, la posibilidad de ser inculpado por ya, no solo lo dicho en forma oral, sino lo declarado por escrito.
Las crisis como las que estamos viviendo obligan no solo a ser más resistentes emocionalmente, sino que impulsan a la exploración de nuevas fronteras científicas y sociales. Junto con eso, nuevas palabras y términos se nos hacen cada vez más familiares: cepas, variantes, respirador, cuarentena, mascarillas, sanitización, inmunidad, pandemia, endemia, dosis, aislamiento, vacuna, período de incubación, distanciamiento social, comorbilidad, prono, R0: un glosario de conceptos para explicar esta nueva realidad, que hace ya tiempo no tiene nada de nueva, y que se ha instalado a vivir entre nosotros como un huésped sorpresivo, pero que lentamente se nos ha ido haciendo cada vez más familiar.
Siempre se dice que el lenguaje crea realidad. Es cierto, somos palabras y símbolos, estamos hechos de ellos. Crear nuevas palabras implica habitar, de forma diferente, los cambios estructurales que personas y sociedades experimentan cíclicamente. En muchos sentidos se trata de una revolución. Y en toda revolución hay tiempos de expansión y tiempos de contracción. En la expansión las estructuras formales que se aspira a derribar o reconstruir son exigidas al máximo. El discurso —es decir, nosotros mismos—, se llena de significados y consignas que apelan a ideas colectivas de gran impacto emocional y enorme vocación libidinal. El sentido de pertenencia alinea y otorga una percepción de unidad y, por qué no decirlo, de seguridad. Los sueños individuales se potencian y validan exponencialmente cuando la masa coincide con los anhelos, esperanzas e incluso prejuicios personales. Históricamente hemos tendido a creer que, si la «mayoría» piensa en forma parecida, la idea que se plantea o vocifera es «correcta». Y ha sido así como genocidios, persecuciones, oscurantismos, errores y horrores de toda especie se han dado maña para, sustentado en la creencia de las mayorías, hacer de las suyas desde el inicio de nuestra historia gregaria.
Desde luego, también es del todo cierto que las revoluciones muchas veces han impulsado cambios gigantescos que han hecho que diversas formas de injusticias se subsanen, instaurando en la humanidad nociones y políticas de bien común, justicia, dignidad y libertad. El precio que se ha pagado por ello no ha sido menor, pero como la memoria emotiva suele ganarle a la historia, al final del día el triunfo del ethos del bien común ha hecho que las víctimas de todo signo político que han quedado en el camino sean héroes o villanos, entren a formar parte del «coste hundido» que las sociedades han estado dispuestas a pagar con el fin de lograr propósitos o sueños enraizados y validados colectivamente.
Las revoluciones se expanden en su voracidad discursiva y utópica y se contraen en cuanto la realidad de los hechos —y sobre todo la naturaleza humana—, revela que detrás de todo principio comunitario, se encuentran también presentes legítimas agendas propias que, inevitablemente, terminan por intentar imponer intereses y valores funcionales a las mismas.
«Somos todos iguales, pero algunos somos más iguales que otros» 5lo escribió Orwell en un aparente lejano 1945. ¿Cuánto hemos cambiado como especie desde entonces? ¿Hemos dejado de ser el «animal social y político» que definió Aristóteles?
Vivimos tiempos de revolución, con sus respectivas sístole y diástole. El camino pedregoso por el que transitamos nos invita y obliga a pensar y actuar simultáneamente. No es sencillo vivir en modo gerundio, pero no tenemos muchas otras opciones. Y, dado ello, tomar la oportunidad que tenemos frente a nosotros es un acto de audacia, pero también de sobrevivencia. Muchos nos preguntamos a diario hacia dónde nos dirigimos, cómo será el lugar al que todo este proceso nos conducirá.
Las respuestas simples y directas suelen ser las más contundentes, pero hay que tener coraje para escucharlas, flexibilidad para asumirlas y creatividad para aprovechar las ocasiones que esta vertiginosa época nos ofrece. Asumamos que nuestro legado dependerá, ni más ni menos, que de la forma en que ejerzamos nuestro juicio de realidad.
Toda la noción de legado va acompañada de reconocimiento identitario; porque existe el «yo», existe el «tú» y, por ende, existe el «nosotros» y también el «ustedes». Hacerse responsable de un texto, es hacerse consciente de un lugar en la historia. La firma vincula el conocimiento particular de un sujeto y su creatividad, con la cadena de saber universal de la que forma parte.
Nuestro mundo, como cíclicamente ocurre, se encuentra experimentando una enorme sacudida —un terremoto dirán algunos, un cataclismo otros—, y, como es habitual, una vez que el tiempo haya transcurrido y hagamos el balance de lo vivido, sabremos cómo podríamos haber enfrentado de mejor forma nuestro plazo.
En tanto la hora de los recuentos llega, tendremos que hacernos cargo de nuestro lugar en la historia e intentar ponerle nuestra firma a nuestras acciones y decisiones. Es un acto que requiere de valentía, qué duda cabe. El ejercicio retrospectivo es siempre más sencillo y cómodo que el asumir el riesgo de vivir con mayor conciencia el presente, de utilizar más palabras plenas para actuar y, sobre todo, declarar a los cuatro vientos lo que se nos viene a la mente. No se trata de perder la espontaneidad, ni mucho menos la creatividad. Por el contrario, nuestra era nos invita y desafía a entender que estamos frente a una nueva lógica y, por ello, requerimos también de códigos y lenguajes distintos para afrontarla.
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