No se puede subestimar el profundo impacto que esta revolucionaria idea tuvo en todos los aspectos de nuestra cultura. Por una parte, terminó con el reinado del círculo en el inconsciente colectivo, y con ello, con la distinción entre los fenómenos terrenales y celestes. Ahora la trayectoria de una piedra que arrojamos desde el suelo no es muy distinta a la que recorre la Luna alrededor de la Tierra. De hecho, la de la piedra es también una elipse; una muy elongada, que no puede recorrer toda su extensión ya que se encuentra con la superficie de la tierra, terminando así su viaje. Este es el guante que recoge posteriormente Newton, unificando de modo magistral todos los fenómenos gravitacionales. Pero el coraje de Kepler al jubilar el círculo y proclamar la fructífera belleza de la elipse es el acto fundacional de la revolución científica. Fue el término de una de las grandes crisis científicas, y, de algún modo, el comienzo del siglo XVII. Mientras allá afuera la locura religiosa producía muerte, destrucción y angustia, en la mente de Kepler las cosas ocurrían de un modo muy distinto. En 1629, poco antes de morir, escribió: «Cuando la tormenta se enfurece y el Estado es amenazado a naufragar, no podemos hacer nada más noble que echar el ancla de nuestros pacíficos estudios en el fondo de la eternidad».
Solo uno de los mayores exponentes del optimismo realista puede escribir algo así. Y viniendo de él, sabemos que no es pura teoría. En las páginas que siguen Rojas-May aborda la naturaleza de personajes como este, en un marco mucho más complejo, donde la hiperconectividad del mundo contemporáneo amplifica los síntomas de la crisis y dificulta echar las anclas Keplerianas . De algún modo u otro, el siglo XXI nos espera y Rojas-May nos brinda una magnífica carta de navegación para salir a su encuentro.
Andrés GomberoffValdivia, noviembre de 2021.
Introducción
Transitamos por días de temor y transformación. Cuando la incertidumbre se instala como una constante habitual, esta se normaliza. Y si es así, lo esperable es que deje de incomodar. Sin embargo, por lo general, esto no sucede.
Es posible que esto se deba a que culturalmente existe un prejuicio negativo hacia lo desconocido. También podría deberse a que experiencias previas relacionadas con sucesos inesperados estén asociadas a dolor, pérdida o malestar psicológico. Sea cual sea el origen de la mala imagen que tiene la incertidumbre emocional, lo cierto es que la mayor parte de la población trata de evitarla, lo cual carece de todo sentido.
De algún modo, pretender no tener nunca frente a nosotros un escenario complejo, nebuloso e impredecible, equivale a pretender vivir sin enfermar ni sufrir. Así como enfermar es «normal», aunque indeseable, no tener control sobre la mayor parte de nuestro entorno, nuestras relaciones afectivas y lo que ocurrirá mañana, forma parte de la condición humana.
Habitualmente buscamos caminos que nos eviten obstáculos difíciles o pruebas que pongan en riesgo nuestra estructura psíquica. Nunca lo conseguimos. Y, sin embargo, en nuestra tozudez seguimos buscando el desvío que nos permita ganar tiempo y postergar enfrentar lo que a la larga deberemos, inexorablemente, encontrar.
Cuando vivimos tiempos angustiantes, todos nos preguntamos, si ya hemos llegado al final, si ya tocamos fondo. Hoy mismo, en medio del vértigo pandémico, ecológico, social, político, económico y cultural que atravesamos, todos queremos saber si ya estamos en el punto de inflexión o en la curva final, que nos conduzca a una recta ordenada y armónica que nos haga volver a hacernos sentir confortables y seguros.
Es muy posible que nadie tenga una respuesta correcta. Es más, es probable que ella dependa de la posición en que nos situemos para comprender lo que nos ocurre. Si lo hacemos con la lógica del siglo XX, es muy posible que nos agobiemos con lo que observamos en el horizonte a corto y mediano plazo. Pero si hacemos el esfuerzo de aceptar el desconocido paradigma que gobierna nuestra nueva realidad, podremos sentirnos algo más tranquilos y optimistas.
El camino en el que nos encontramos, que muchas veces nos hace sentir que atravesamos un estrecho cuello de botella, doloroso, difícil y áspero, es probablemente el preludio de una forma diferente de habitar nuestro planeta y nuestro tiempo. Lo que encontremos allí podría estar regido por lógicas y respuestas cognitivas y conductuales muy distintas a las que, en el pasado, reconocíamos como normales y esperables. Y si así fuera, tal vez la incertidumbre deje de ser una molestia y se transforme en una fuente de energía.
Todo es posible cuando la creatividad se pone al servicio de la transformación del miedo en una posibilidad de triunfo.
Santiago de Chile
Noviembre de 2021.
Capítulo 1
Una ola de suposiciones
Supongamos que en cierto momento del año 2018 o 2019, en un mercado de algún país del mundo, mientras una epidemia de influenza estacional asola dicha ciudad, los habituales comensales de este recinto local devoran sopas y guisos de murciélagos, cocodrilos pequeños, gatos, puercoespines, perros, ratas de bambú, crías de lobo, patos, carne de camello, marmotas, conejo y pollo.
Los pueblos que conocen lo que es la hambruna saben que todo lo que se mueve se come, y la nación en cuestión no es la excepción.
Supongamos que la fórmula influenza estacional, sumada al virus de la gripe animal presente en alguno de las preparaciones que se consumen, traspasan fronteras fisiológicas y, potenciándose, dan origen a una nueva cepa de virus el que comienza a contagiar a velocidad exponencial a los habitantes de la ciudad, de la región y del país.
Supongamos que las autoridades políticas de esa nación deciden ocultar lo que está ocurriendo, forzando a líderes locales y sanitarios a callar. Supongamos que una cadena de muertes «accidentales» ocurre en las siguientes semanas y meses, afectando al equipo médico que ha dado la alarma de la nueva enfermedad. Supongamos que el jefe de ellos—quien primero que dio cuenta de un virus que se parecía al SARS 1, otro virus mortal—, aquel que la policía le dijo que «dejara de hacer comentarios falsos» y fue investigado por «propagar rumores», muere de la nueva enfermedad a pesar de su juventud.
Supongamos que una organización de salud internacional, que agrupa a ciento noventa y tres países, decide acoger las peticiones del Estado donde ha nacido el virus, ahora llamado Covid-19 o coloquialmente coronavirus, y evita declarar inconveniente viajar y salir de ese país, permitiendo que la infección se propague en aviones y barcos por todo el orbe.
Supongamos que diversas naciones presionan a dicho organismo para que no declare la pandemia, guiados por criterios meramente políticos y económicos, desconociendo las recomendaciones de las sociedades médicas más prestigiosas.
Supongamos que la población mundial se niega a cambiar su estilo de vida, que millones creen que solo se trata de una estrategia para controlar las grandes explosiones sociales de los últimos tiempos. Supongamos que hay protestas contra las medidas sanitarias y de autocuidado.
Supongamos que la mayoría de los países europeos se demoran en tomar medidas básicas de salud pública. Supongamos que se cree que la nueva enfermedad será controlada en unas pocas semanas o, a lo más, en meses.
Supongamos que se gastan miles de horas y millones de neuronas tratando de decidir si vale la pena o no implementar el uso de mascarillas. Supongamos que hay naciones latinoamericanas que declaran cuarentenas totales de más de nueve meses mientras que hay otras que nunca lo hacen.
Supongamos que hay jefes de Estado que «compiten» a través de masivas ruedas de prensa con otros primeros mandatarios para ver cuál de sus naciones tiene mayor o menor cantidad de fallecidos.
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