Me sentí como una auténtica hormiga ante aquella naturaleza inmensurable. El acantilado, que abajo se hundía en el agua, por arriba parecía tocar el cielo, y la violencia de las olas golpeando fuertemente contra las rocas me hizo recordar de pronto la sensación de la fuerza y el poder que me arrastraban y que no conseguía dominar en mi experiencia con el agua.
No conocía aquella zona. Allí solo se podía llegar por el mar. Me di cuenta de que había pateado todos los rincones alrededor de la aldea, pero nunca había salido con ellos en barca. Las olas, frenadas en parte por los farallones, permitieron que Lucía se acercara sin problemas a las rocas y nos adentrásemos en aquella galería en la que, a medida que íbamos avanzando, las aguas calmaban su ímpetu arrollador.
Tras un kilómetro aproximadamente, aquel oscuro pasadizo marino se fue agrandando hasta desembocar en una laguna donde el agua, tras golpear suavemente contra las rocas, regresaba de nuevo al océano, en un viaje inacabable de ida y vuelta. Lucía atracó la zódiac en un extremo de la pequeña laguna. Amanda sacó tres linternas frontales, nos entregó dos y se dirigió a la izquierda del fondo de la cueva, donde varias rocas colocadas estratégicamente hacían las veces de una escalera. Lucía me indicó que las siguiese. Yo no salía de mi asombro y no me quedaba ya ninguna duda de que el destino final de nuestra excursión, como decía Nina en su nota, me iba a gustar. Así que las seguí con gran agitación y curiosidad.
Subimos por aquella escalera improvisada y unos tres metros más arriba la luz de las linternas iluminó un pasillo, como de un metro de ancho y casi dos de alto, que se adentraba en la roca, pero no hacia el interior, sino hacia la izquierda, y calculé que en sentido paralelo al océano. Tras avanzar como otro kilómetro, desembocamos en una gruta que me dejó sin habla. Ya no necesitábamos linternas. En la parte superior de uno de los extremos de la caverna, que tendría aproximadamente unos quince metros de altura, existían varias aberturas en la pared lateral por las que entraba la luz del día, por lo que deduje que debía de ser el paredón de alguno de los acantilados. Imaginé que aquellas aberturas se debían a la fuerza del viento, que había conseguido horadar con el paso del tiempo aquel tabique rocoso.
A la derecha del corredor por el que habíamos accedido a la gruta, y casi en el centro de esta, había un estanque ovalado, de unos sesenta metros cuadrados, que despedía un tenue vapor, por lo que supuse que eran aguas termales procedentes de las capas subterráneas. Desde el estanque, las ventanas naturales quedaban al fondo y a la izquierda. A la derecha, casi detrás del estanque y un poco más elevada que este, había otra gran abertura en la roca, como si fuese el comienzo de otra caverna. Pero al entrar en aquella cavidad, que se cerraba unos metros más allá, contemplé fascinada nada más y nada menos que una suave cascada de agua que se precipitaba desde lo alto de una de las paredes, seguramente algún manantial o corriente cuyo origen estaría en las montañas cercanas a aquella parte de los acantilados. El agua quedaba embalsada en una especie de poza que apenas si llegaba a las rodillas y, al no rebasar hacia el estanque, deduje que continuaba su camino filtrándose a través del suelo rocoso.
Frente al estanque, al fondo de la gruta, al otro lado del paredón de los ventanales, el terreno era un poco más elevado y dos aberturas en la pared indicaban el inicio de otras dos galerías que, en ese momento, ignoraba si conducían a alguna parte o eran simples túneles ciegos en la roca. Por último, observé también que justo en el rincón que hacía el muro de los ventanales con la pared frontal habían organizado un área de descanso con varios colchones cubiertos con mantas y cojines y cuatro bases de piedra que hacían de mesitas, con varias velas y unas cuantas toallas encima. Me pareció un espacio chill out. Solo le faltaba la música. Me encantó.
Amanda y Lucía me contemplaban divertidas, esperando que yo dijese algo, pero mi sorpresa era tan enorme que solo podía admirar una y otra vez aquella maravilla de la naturaleza, incapaz de pronunciar palabra alguna. Finalmente, y después de haber recorrido todos los rincones de la caverna, cuya extensión aproximada era de unos mil metros cuadrados, las miré, me acerqué a ellas y las abracé.
—Teníais razón. ¿A quién le importa la lluvia?
—¿Lo ves? Sabíamos que te iba a gustar —respondió Amanda.
—¿Pero por qué no me habíais traído antes? ¿Es que este lugar es uno de vuestros secretitos? —pregunté con ironía.
Ambas se miraron y, tras unos segundos, Lucía contestó.
—Cada secretito tiene su tiempo.
—Y aún queda alguno más, ¿no?
—Vamos —replicó Amanda—. ¿Por qué crees que tenemos secretos?
—Porque lo sé. Porque sé que esta aldea esconde algún misterio. Porque sé que aquí está sucediendo algo que nadie me cuenta.
—Bueno… Supongamos que fuese así y supongamos que no tiene nada que ver contigo. ¿Por qué habría que contarte… lo que sea, que no tengo ni idea de lo que es? —preguntó una sonriente Amanda.
—Para empezar, porque no me gusta que me mientan. Y para terminar, porque creía que me habíais aceptado y que confiabais en mí, pero estoy viendo que no es así y lo siento. Si no confiáis en mí, es lógico que me ocultéis cosas —finalicé con cierta tristeza.
—Pero ¿quién te ha mentido? —inquirió Amanda.
—Pues ahora mismo tú y anoche Lucía. No sé dónde estaba Nina, pero desde luego no estaba en ninguna otra aldea. Pero tienes razón. Al fin y al cabo, si no tiene nada que ver conmigo no tengo ningún derecho a haceros preguntas, así que os pido disculpas.
Amanda miró extrañada a Lucía, pues desconocía lo de la noche anterior. Entonces Lucía se acercó a mí y me abrazó.
—Lo siento. Te dije lo primero que se me ocurrió para tranquilizarte. En aquel momento no podía decirte otra cosa. Puedes tener la seguridad de que tienes nuestra confianza, pero, aun así, todas las cosas tienen su tiempo, como las estaciones de la naturaleza.
Amanda también se acercó y me dio un beso.
—Tú sabes que ya formas parte de nuestras vidas. No es falta de confianza, sino de momentos adecuados o de preparación.
—Te advierto de que yo aprendo muy rápido —la interrumpí riéndome y, en el fondo, queriendo zanjar el tema, pues me había dado cuenta de que tenían razón en lo de los tiempos. Por otro lado, pensé también que no debía entrometerme demasiado. Si había algún secreto, debía esperar a que quisieran contármelo y si no lo hacían debía respetar su decisión.
—Sé paciente —finalizó Lucía mientras me daba otro beso—. Y ahora dinos qué opinas de este lugar.
—¡Es fantástico! ¡Es increíble! —exclamé con entusiasmo—. No podéis imaginaros lo que siento, sobre todo el sobrecogimiento que me produce saber que estoy en el interior de la tierra, en el interior de un acantilado, y que el océano está ahí, al otro lado de las rocas. Me siento un poco como los protagonistas de Viaje al centro de la Tierra.
—No estamos tan abajo —respondió Amanda riéndose.
—Bien —apremió Lucía—, ¿qué tal si seguimos la conversación dándonos un baño?
Y dicho y hecho. Vi como de la forma más natural se quitó el impermeable, las botas, el resto de la ropa y se quedó completamente desnuda mientras yo la miraba con admiración. Era escultural vestida, pero desnuda… No quería ser indiscreta, pero no era capaz de apartar mis ojos de su cuerpo. Sus pechos eran absolutamente proporcionados y preciosos y, para qué voy a engañarles, sentí un deseo enorme de acariciarlos.
En ese momento oí la risa de Amanda, quien también acababa de desnudarse y se metía en el estanque. Lucía fue detrás y ambas me animaban con sus gestos para que me uniese a ellas. Yo tenía dos opciones, quedarme allí inamovible, como una roca más, lo cual iba a resultar un poco raro, o despojarme de mi timidez, además de mi ropa, y lanzarme al agua con ellas. La primera me parecía una estupidez, pues el baño me apetecía, sobre todo porque tenía las perneras de los pantalones caladas y mis piernas igual. La segunda me daba un «no sé qué», más que nada por una cuestión de estética. A ver, modestia aparte, a pesar de mi edad, me conservo muy bien y reconozco que mi cuerpo no está nada mal, pero eso antes de haber visto el cuerpazo de Lucía. Después de haberlo contemplado, el «no sé qué» iba creciendo, así que hice un esfuerzo y, superando el embarazo de tener que desnudarme ante ellas, me quité la ropa a la velocidad de la luz y con la misma rapidez me zambullí en aquella maravillosa piscina. El agua estaba templada y mi cuerpo lo agradeció. Disfruté del baño a placer. Estar en aquella bañera natural, elevar la vista, contemplar la gruta y saber dónde nos encontrábamos me emocionó por completo.
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