Pablo Farrés - El libro del buen olvido

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Si la literatura argentina es un caleidoscopio de imágenes y voces, Farrés lo hace girar a toda velocidad.
El Libro del buen olvido no es la excepción. Un hombre advierte que las personas que lo rodean lo han olvidado, como si nunca hubiese existido. Su nombre, los libros que escribió, las huellas de su ser, todo lo suyo fue borrado. En ese punto el presente se volverá desierto y la búsqueda de sí mismo lo llevará a perderse en un laberinto de espejos enfrentados, donde el buen olvido hará de la memoria y la ficción una máquina festiva del amor y el desquicio.

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Mientras tanto yo esperaba afuera de la sala de internación, en un pasillo que tenía un ventanal por donde podía mirar el ir y venir de la gente que atravesaba la plaza, perdiéndose entre los árboles y volviendo a aparecer entre las sendas allí trazadas. Desde aquella altura tenía una visión panorámica y me permitía ver el cuadro general como en miniatura. Todos los días yo mismo atravesaba aquella plaza para ir a la escuela y a veces incluso me juntaba con algunos compañeros debajo del árbol más cercano a la estatua que ocupaba el centro. Del otro lado de la plaza, cruzando la calle Arieta, podía ver la catedral y detrás de la catedral los ventanales de los dos últimos pisos del colegio al que mi madre me enviaba —el Parroquial San Justo—. Pertenecía al arzobispado y el edificio formaba un continuo con la catedral, la casa de Caritas y el edificio administrativo de la arquidiócesis, ocupando así la mitad de la manzana. A mi izquierda estaba la municipalidad, pero desde donde me encontraba no podía verlo. A mi derecha en cambio podía observar los tres bancos que se extendían desde la esquina hasta casi llegar la mitad de cuadra, la comisaría al lado y luego el otro colegio del arzobispado, el Santa Rosa de Lima. Desde aquella ventana podía observar en ese momento a los chicos y las chicas vestidos con el uniforme que yo mismo tenía puesto. Un pantalón pinzado de color gris, zapatos negros, camisa celeste clara, una corbata azul oscuro, y en invierno un pulóver escote en v y un blazer también azul. Las chicas lo mismo, pero en vez de pantalones pinzados, las obligaban a usar unas polleritas tableadas.

No sé cuánto tiempo pasé al borde del ventanal viendo el cuadro general, pero pensé entonces en los ojos de todos aquellos que como yo, otros días, contemplaron desde allí la misma escena mientras esperaban que sus madres suicidas no se murieran en la sala de internación del tercer piso. No sé qué habrían pensado todos esos otros en el mismo lugar en el que yo estaba, pero me imaginaba cruzando la plaza siempre a la misma hora, siempre por los mismos senderos ya fijados y me parecía que aquella visión de hombrecitos diminutos bien podría haber representado a los ojos de mi madre el de la boca de un hormiguero gigantesco en el que las hormigas humanas pululaban dando vueltas sin sentido o sin más sentido que el de repetir siempre los mismos rituales, y pensé también que si en ese momento mi madre no se estuviera muriendo del otro lado de la pared que nos separaba, —si hubiera tenido los medios necesarios para poder hacerlo— se hubiese dado la tarea de una aniquilación generalizada de todas aquellas hormiguitas humanas, pensando siempre en las causas más que en los efectos, concentrándose entonces su ataque genocida en los tantos hormigueros que allí se levantaban —los bancos, la municipalidad, la comisaría, el colegio Santa Rosa, la catedral, la casa de Caritas, el edificio administrativo de la arquidiócesis y el edificio del Parroquial San justo—, sin importar si entre aquellas hormiguitas se encontraba su hijo.

Estaba solo —ese era mi destino, acaso mi epitafio exculpatorio— a cargo de una madre suicida. Cuando el doctor se acercó al pasillo buscando a los familiares de aquella mujer, me preguntó por algún adulto que se hiciera cargo. No le importó nada mi explicación, lo único que pretendía era que le consiguiera un mayor de edad que le firmara los papeles de internación y al que le pudiera informar de su estado de salud. No sabía qué hacer. No tenía abuelos ni tíos ni ningún familiar que diera vueltas alrededor de la burbuja íntima en la que mi madre me había encerrado. Hasta no hacía mucho tiempo atrás mi padre había llevado una doble vida: dormía en casa con nosotros, sí, pero sabíamos que pagaba los costos de otra casa en la que mantenía a su amante. Su vida debía ser por entonces muy compleja, yendo de una casa a la otra, atendiendo a mi madre —su histeria, sus reproches, su espíritu autodestructivo— y a la vez las necesidades y exigencias de su amante, pero lo cierto es que aquella situación había transformado la convivencia en un verdadero infierno y no tanto porque mi padre llevara una doble vida sino por el hecho de negarla. No había que ser demasiado perspicaz para darse cuenta. Mi madre tenía un negocio de regalos a media cuadra de la plaza sobre la calle Arieta, y a eso de las doce del mediodía y luego a las cinco de la tarde, nos parábamos en la puerta del negocio para verlo pasar con el auto, día tras día, llevando y trayendo a la otra. Cada noche mi madre se lo recriminaba, no sin dejar de hacer referencia a que el auto lo había comprado para que al menos trabajara como remisero y no para pasear a su “puta” —decía mi madre regodeándose en la palabra puta que le estallaba en la boca como esas golosinas con una cobertura de caramelo que rápidamente se deshacen en el paladar y liberan un polvo ácido que pica, burbujea y repiquetea en el lomo de la lengua—. Pero mi padre era capaz de sostener hasta la muerte que la pared blanca que teníamos delante de los ojos era evidentemente roja y entonces simplemente la trataba de loca, empeñado en negarlo todo, una y otra vez. Es que mi padre no podía consigo mismo, la compulsión en la mentira —esa y otras muchas más— definía su existencia, determinaba cada paso a dar, cada palabra pronunciada, cada mirada de soslayo, y si no mediaba una por más pequeña que fuera, una mentira con la que sacara algún beneficio aunque no sea más que la mera complacencia narcisista —y casi todas eran relativas a su complacencia narcisista cuasi masturbatoria—, nada para él tenía sentido. Hablaba con mi madre, conmigo o con quien fuera, solo porque veía la oportunidad de una mentira que le diera sentido al hecho de haber abierto la boca, frecuentaba bares y compinches ligados a la rosca de la política municipal y a la juerga financiera —mesas de dinero ocultas en diferentes ratoneras de la zona— solo y únicamente para satisfacer su compulsión a hacer creer lo que no era y pretender no ser lo que en el fondo era. Le costó a mi madre un año entero echarlo de la casa, no sin insultos de por medio, no sin ciertos empujones y manotazos dados contra su cara. Y sin embargo, las cosas no acabaron allí. Finalmente se fue a vivir con la otra, sí, pero le dejó a mi madre ciertos cheques sin fondo y el pago de una deuda que tenía como garantía la hipoteca de la casa. Mi madre cerró la regalería que había llevado adelante durante veinte años de su vida, vendió el fondo de comercio para pagar los cheques y levantar la hipoteca. Desde entonces mi madre se dedicó a limpiar casas ajenas, entre ellas las de algunos de mis compañeros de colegio; primero fue la casa de uno que se llamaba Leonardo Eldritch y que tenía un restaurant famoso y antiquísimo en la esquina de la plaza, otro de apellido Oblak cuyos padres eran dueños de una maderera que fabricaba puertas y ventanas con distintas sucursales en todo el país, y por último en la casa de Sebastián Palmer, hijo del dueño de algunas concesionarias de autos, y, fundamentalmente, novio de Natacha, la chica a la que —cabe decirlo— terminé amando como solo se puede amar a los trece años cuando el mundo no es mundo sino una magia.

Lo cierto es que cuando el doctor del Hospital me exigió que lo pusiera en contacto con algún adulto que se hiciera cargo de la situación, pensé en mi padre. Se me ocurrió que después de tantos meses sin vernos más que a la distancia y sin hablarnos en lo más mínimo, podía ayudarme. No tenía que haber ido a aquella casa, no tenía que haberme humillado pidiéndole el más mínimo favor, pero lo hice enceguecido, acorralado por el miedo de cualquier chico de trece años enfrentado a la posibilidad de que la madre se le muriera y no tener a nadie cerca.

Sabía dónde vivía porque alguna vez lo había perseguido buscando, no sé, reencontrarme con él, escuchar al menos una palabra que explicara por qué me había olvidado, pero al final desistí. Esta vez fue diferente. Toqué el timbre y me atendió su amante. Por encima de su hombro se me daba el cuadro recortado del lugar donde mi padre había hecho la vida paralela que durante tanto tiempo había llevado. Así, entre el marco de la puerta y el hombro de la mujer vi el comedor de aquella casa y en las paredes un aparador y por encima de este una foto ampliada de mi padre y aquella mujer sosteniendo un bebé recién nacido entre los brazos que en ese momento imaginé como mi pequeño e ignorado medio hermano.

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