Con la caja de cassettes en las manos, me llamaron la atención los otros libros que dormían en la biblioteca. Entonces me contó que eran los libros que él había escrito y penosamente publicado. Tomó uno que, según dijo, llevaba el título de Las pasiones alegres y me lo acercó. Lo ojeé como si de un objeto aún no identificado, y por lo tanto sin concepto con el que domesticarlo, se tratara: el asombro mayor era que aquellas páginas estaban en blanco; ni una palabra, ni un nombre, ni siquiera el título. No dije nada, el temor ante lo que estaba sucediendo comenzaba a paralizarme. Enseguida, de los anaqueles me alcanzó otros tres. Dijo los nombres, recitándolos como si los estuviera masticando, acaso buscando algún sabor perdido: “El enemigo interior”, “La música del mundo” y por último “Una mística del olvido y el error”. Cuando me los pasó tampoco encontré nada escrito, ni los títulos que había recitado ni la menor palabra. Seguía yo cavando mi agujero en el silencio, buscaba una cueva íntima que me sirviera de refugio, pero quería comprender también de qué se trataba, qué ponía en juego, nuestro encuentro. “Son nuestros libros, somos escritores, ¿sabés?, aunque vaya uno a saber qué significa eso. Pero no perdamos el tiempo, dejemos estas cosas que no valen nada. Ya está amaneciendo y tengo mucho más para mostrarte”. Me quitó los libros de entre las manos y mientras los acomodaba de nuevo en la biblioteca, tomé unas hojas amarillentas que se encontraban sobre el escritorio. Le pregunté si estaba escribiendo algo. Era la primera vez que le hacía saber que yo también tenía una voz. “Nada, no estoy escribiendo nada, ahora solo me dedico a leer, esto mismo es lo que estaba leyendo cuando vos apareciste” —me respondió poniendo el block de hojas entre mis manos—. Miré el conjunto, pasé una página y luego otra. Buscaba comprender lo que se me escapaba. “No sé cómo podes leer esto, las páginas están en blanco, no hay ni una sola palabra escrita”, espeté como si en verdad lo estuviera retando. “¿En blanco?”, preguntó sin poder darme ninguna explicación. Tartamudeó, intentó alguna explicación. Me contó lo que le había estado pasando mientras leía aquellas hojas, cómo todo lo que allí estaba escrito se iba borrando oración tras oración, hundiéndose en un olvido tan radical que ni siquiera era capaz de recordar de qué trataba, qué personajes aparecían, qué palabra había acabado de leer. Agregó después que ese libro, sin embargo, lo había conectado con una dimensión de su vida que creía perdida para siempre: el recuerdo de nuestra madre suicida, la ausencia de nuestro padre, incluso el encuentro —este mismo—, cuando yo tenía trece años con el hombre que yo sería treinta años después.
Acaso mi silencio lo obligó a retroceder y cambiar de tema. Entonces se dio vuelta y abrió el segundo cajón del escritorio. Allí encontró una foto ampliada y pegada en una plancha de madera terciada. La foto debía medir unos quinces centímetros de alto por unos cuarenta de ancho. Se trataba de un grupo de adolescentes amuchados mostrándose para el fotógrafo. Era la postal clásica de los estudiantes que viajan a Bariloche y se sacaban la foto de egresados delante del Hotel Llao Llao y el lago Nahuel Huapi recortado en un extremo. Rápidamente identifiqué mi propia imagen, la imagen del que yo mismo sería un poco más tarde. “Este debo ser yo” dije, acaso preguntándoselo al Otro. Llevaba un camperón de nylon rojo, una bufanda blanca y un gorro del mismo color. Seguía tan flaco como lo estaba entonces. “Este es el que fuimos, pero también el que vas a ser”, me respondió. Lo escuché mientras continuaba concentrado en la foto siguiendo con el dedo índice cada uno de los rostros que allí aparecían. “Ya no reconozco a nadie”, murmuró. Mi dedo se detuvo en uno, dije que se trataba de Leonardo Eldritch y le pasé el cuadro pretendiendo que lo recordara. Ante sus dificultades, yo mismo fui adivinando quienes eran los otros. Identifiqué a Sebastián Palmer, a Gabriel Taverner y a unos cuantos más. El asombro de cómo se verían mis compañeros en un futuro más o menos cercano, cuando llegaran a quinto año y viajaran a Bariloche, no perdía su magia. Por su parte, el otro se limitaba a observar mis movimientos, el dedo índice yendo y viniendo sobre cada rostro identificado. Como había reconocido a todos los compañeros pero a las chicas las había pasado por alto, me preguntó si podía adivinar el nombre de alguna de ellas. Me tomé unos segundos, dudé, no me hablaba con casi ninguna. Dije alguno al azar. Fue entonces que el Otro me señaló una compañera en especial. “Es Natacha”, dijo anticipándome. “¿No sabés quién es Natacha?”. “Sí, una chica de la escuela”, respondí sin demasiado interés. “Es la mujer con la que te vas a casar y vas a tener un hijo”, predijo y de inmediato me dio una bolsa que tenía apretada entre sus manos. Me la pasó como si se tratara de una ofrenda religiosa, la abrí y encontré algunas cartas y un montón de fotos más. Me tomé unos instantes pasando las fotos hasta detenerme en una. Había sido tomada en una de las esquinas de la plaza, estábamos Natacha y yo abrazados, sentados delante de los canteros de flores amarillas y violetas y naranjas, bajo el pedestal y los pies de una estatua. Encontré otras fotos, siempre Natacha y yo posando ante la cámara con la misma cara de circunstancia. De las fotos pasé a las improbables cartas. Los sobres se habían deteriorado hasta el punto de deshacerse en pequeñísimas partículas apenas mis dedos las tomaron por las puntas, pero los papeles conservaban alguna dignidad dejando iluminar una letra repleta de arabescos recargados, pliegues de un trazo barroco, en la que cada mayúscula se daba el tiempo necesario para dar vueltas sobre sí misma, dibujar círculos, corazoncitos y espirales, y cada punto y aparte se representaba con soles, estrellas y unicornios multicolores que habían perdido esplendor. Cartas entonces que hablaban de nada pero esa nada era una totalidad ante la que las mismas palabras se ponían de rodillas, rogaban, llamaban hasta que finalmente desfallecían impotentes y caían rendidas sin decir más que su propia imposibilidad, en una cursilería tan naif como desesperada. Todas me nombraban como un centro irredento y a mi nombre le crecían flores y lo atravesaban ríos cristalinos y piedras con formas de bastas ciudades levantadas detrás de océanos inclementes, y todas llevaban la firma del ansia voraz que soñaba los paisajes de su propia inanición: Natacha.
Fue entonces que escuchamos los golpes contra la puerta y una voz arrastrada por un viento desbocado. El Otro se sobresaltó, una fuerza eléctrica pareció recorrer su osamenta. Reaccionó como si estuviera escondiendo en la habitación el botín de un barco pirata, la maleta con los dólares del robo del siglo, acaso solo su propio desastre mental, el temor ante el estallido psicótico que travestido en el encuentro amoroso con su propio pasado no podía omitir el hecho de tener cuarenta y pico de años y estar hablando con el chico que él mismo había sido hacía veinticinco, treinta años atrás.
Apenas si entreabrió la puerta, dejando ver la mitad de su cara, el ojo izquierdo, su hombro. No vi quién estaba del otro lado. El Otro respondió rápido, molesto por la interrupción, dijo que ya terminaba con sus cosas, sin dejar en claro de qué se trataban “sus cosas” y cerró la puerta como si con ello cancelara toda conexión con el mundo externo, corriera la roca que aislara su cueva de los demonios de la noche, los predadores de la estepa. Se paró delante mío, sin saber qué hacer, se frotó los ojos, se pasó las manos por la cara como si la estuviera refregando con agua fría o lava hirviendo —eso fue todo, me miró una vez más comprobando, al parecer, que yo continuara en aquel cuarto, abrió la puerta y desapareció como si nunca hubiera estado allí—.
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