Pablo Farrés - El libro del buen olvido

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Si la literatura argentina es un caleidoscopio de imágenes y voces, Farrés lo hace girar a toda velocidad.
El Libro del buen olvido no es la excepción. Un hombre advierte que las personas que lo rodean lo han olvidado, como si nunca hubiese existido. Su nombre, los libros que escribió, las huellas de su ser, todo lo suyo fue borrado. En ese punto el presente se volverá desierto y la búsqueda de sí mismo lo llevará a perderse en un laberinto de espejos enfrentados, donde el buen olvido hará de la memoria y la ficción una máquina festiva del amor y el desquicio.

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Digámoslo de entrada: visto desde fuera y a la distancia, objetivamente, mi mundo, el mundo en el que vivía, aquel por el cual las cosas debían tener algún sentido, las palabras significar y el vértigo del caos encontrar algún orden, ese mundo estaba enfermo, pero desde entonces el enfermo empezaba a ser yo. Mi mundo se había roto desde hacía mucho, pero la Voz de la que desde ahora voy a hablar ya estaba en mí desde antes, ya siempre con esa entonación dura y metálica que no me dejaba más opción que vivir para resistirla. No puedo definir cuando empecé a escucharla, acaso me acompañó desde siempre, desde el primer momento en que nací o me encontré en las palabras y las palabras ya estaban desdobladas y cada una siempre significaba otra y en cada bifurcación la misma voz mental en la que yo vivía se partía y se hacía dos. Lo raro es que mi voz mental, la que siempre creí como propia, seguía el desarrollo evolutivo del que entonces era, es decir, la voz aflautada del chico que jugaba a juntar los pedacitos del universo diminuto y todo roto en el que vivía, en cambio, la voz del Otro, esa que había nacido desde siempre conmigo ya era enteramente la voz de un hombre, una voz ahuecada, gutural, tajeada por la sevillana del tiempo, venida con los ecos del fondo del infierno. Por entonces no era más que una sospecha, pero el hecho de escuchar una Voz dentro mío, una voz que no era la mía sino la de un hombre adulto que hablaba con la seguridad y la definición de un imperativo, hacía que en verdad no tuviera miedo de la Voz sino a lo que me tenía prometido; terror de que en algún momento el dueño de esa voz, la persona que se ocultaba tras el velo de las palabras intrusas en mi cerebro, se hiciera ver con la certeza de aquel que se quema en el momento en que arde incendiado. Así vivía aplazando el momento en que la Voz se hiciera alucinación, y entonces cuando el ruido mental llegaba al aturdimiento, todas mis fuerzas, toda mi atención se concentraban en impedir que los sonidos mentales ganaran el espesor de una imagen.

Ese era todo mi miedo, que la Voz tuviera un cuerpo y que ese cuerpo apareciera delante mío en un aquí y ahora determinado. Entonces cerraba los ojos, apretaba fuerte los párpados y me tapaba la cara con las manos. Podía ocurrir en cualquier lado, pero solía pasarme en la escuela o al menos las veces que me sucedió en la escuela lo recuerdo más que cualquier otra porque entonces debía responder a la demanda de los compañeros de curso pero sobre todo a la de los profesores que me preguntaban qué me pasaba y ante el silencio inhóspito y mi indiferencia estricta no sabían qué hacer conmigo. Los eventos en que mi voz se desdoblaba y aparecía la Voz del Otro más tarde o más temprano se apagaban y entonces todos se contentaban con mi burda explicación de ciertas jaquecas que sufría cada tanto.

Sin embargo el terror de que aquella Voz mental encarnara y se hiciera alucinación visual, finalmente ocurrió tal como lo esperaba. Fue en la casa de mi madre, la misma noche en que había regresado del Hospital donde mi madre había quedado internada por un intento de suicidio tomándose un cuarto de litro del veneno destinado a sus hormigas enemigas. La habitación en la que yo dormía era mínima, apenas un cuadrado de tres metros de cada lado, tapizado por una alfombra verde pero tan sucia que se acercaba a la tonalidad del beige y los marrones, mi cama resistía contra una pared, mientras que un escritorio y una biblioteca me esperaban en la otra. En los lados opuestos, un armario de una parte y el ventanal que daba al patio por el otro. Todavía no era verano pero recuerdo de aquella noche de la que vengo hablando, el calor insoportable, el aire espeso y gomoso pegándose a mi piel y el ruido del ventilador de techo. Desperté entonces con las voces de todas mis hormigas hermanas en mi cerebro y la visión de aquel Hombre de espalda, sentado junto al escritorio; pensé, desde luego, que se trataba de una continuación de mis pesadillas, que no había despertado del todo, sino que seguía soñando y en aquel sueño despertaba y me encontraba con aquel Hombre sentado de espalda en mi propia habitación.

Giró su rostro hacia mí, ¿qué dijo?, ¿cuáles fueron sus palabras?, no lo sé, en todo caso, su voz se confundía con las voces, los sonidos y ruidos que mis océanos mentales de aguas azules, hormigas rojizas y leche blanca y envenenada, no dejaban de agitar dentro mío. Lo cierto es que se puso de pie con un susto evidente en el rostro surcado de pliegues arrugados. Sus brazos dieron vuelta por detrás de la espalda, sus manos se aferraron al respaldo de la silla y las piernas dejaron que el peso de su cuerpo cayera hacia atrás como si estuviera sentado en el aire. Su voz fue cobrando definición y de pronto supe que esa misma era la Voz que me había acompañado desde siempre, persiguiéndome a donde fuere, obligándome a cerrar fuerte los ojos y taparme con las manos la cara sin importar si me encontraba en el colegio rodeado de compañeros o del profesor de turno, solo a la espera de la adecuada concentración que fuere también un modo de resistencia, una forma de hacerla callar en mí.

Enseguida me di cuenta que todos mis miedos de que la Voz se hiciera alucinación y se diera un cuerpo en el que encarnar no tenía sentido, finalmente me encontraba frente al hombre de la Voz y no tenía de qué temer. Acaso era él el que se mostraba asustado de verme en aquella habitación y era su temor lo que me daba aquella serenidad. “No sé por qué siento que te estaba esperando”, dijo como si en verdad fuera yo la alucinación, el aparecido, el fantasma que se hacía presente en su habitación y no en la mía. “Nunca pensé que los recuerdos podían hacerme tanto daño, ¿sabés?, ojalá pudiera verte con los ojos con lo que vos me mirás, pero ya es tarde para mí, ya ni me acuerdo de cómo es eso de mirar y que el mundo me regale algún asombro”. Miré alrededor y todo me resultó extraño, aquella habitación seguía siendo mi dormitorio, la misma disposición de la cama contra la pared, la ventana con la persiana baja a mi espalda, el placar a mi izquierda, pero resultaba como si entre el momento en que me había acostado a dormir y este otro en que despertaba hubieran pasado treinta años. El empapelado de la pared se mostraba amarillento y se había despegado en las puntas, el ventilador de techo que tanto ruido hacía para molestar mis sueños ya no estaba en la pieza, de la alfombra sucia solo quedaba una lámina de felpa que poco tenía de alfombra. Los posters pegados en las paredes —uno con la foto de los seis integrantes de Sumo, otro con la tapa de un disco de Charly García— estaban rotos y avejentados, y entre ellos el círculo verde y negro con líneas concéntricas y números saltando de decenas del diez al cien que servía como blanco para el juego de dardos ya no servía ni para decoración. Más allá de esto, solo las huellas de un tiempo que no era mío, cierta modalidad difusa y casi amable de la extinción y el desastre.

“Estás tan confundido como yo —dijo aquel hombre—. Pero estamos en casa, esta todavía es la casa de tu mamá, este sigue siendo tu cuarto”, dijo nervioso, atropellándose como si no pudiera manejar el temor de enfrentarse conmigo. Se dio vuelta hacia la biblioteca, sacó algunos libros añejos, con las hojas derruidas a punto de hacerse polvo. “Todavía guardo algunas cosas tuyas como recuerdo”, agregó cediéndome uno de aquellos libros. La tapa era de cuero azul y acolchonada, con letras plateadas y que prontamente reconocí como el de los cuentos de Poe que hacía solo unos meses había terminado de leer, otro que era una antología de relatos de ciencia ficción entre los que recordaba uno de Philip Dick — La hormiga eléctrica — y lo recordaba porque hacía solo una semana lo había leído, y por último, entre los que aquel hombre me pasó, había dos de la colección Elige tu propia aventura , uno de ellos se titulaba La caverna del tiempo y el otro Viaje al fondo del mar . Abrí este último y resultaba una reliquia arqueológica, las páginas desgajadas y sueltas, la tapa sucia y enmohecida. Al verme interesado en aquel libro, el otro me señaló la colección que todavía guardaba en aquella pequeña biblioteca. Pasé mi mano derecha por el lomo de aquellos libros y la danza microscópica de mugre se levantó con el roce mínimo de la yema de mis dedos. Mi madre me había regalado esos libros, uno por mes desde hacía unos tres años y los había comprado como nuevos, incluso, ese mismo que todavía tenía en mi mano izquierda — La caverna del tiempo — me lo había regalado hacía no más de dos meses atrás. Ahora se mostraba vencido, cansado de los años, retozando su siesta otoñal a la espera de que sus letras se fueran borrando. El otro me distrajo de aquellos libros cuando sacó del cajón del escritorio la caja donde yo guardaba mis cassettes. “No sé por qué todavía los conservo, ni siquiera tengo un grabador, pero ya estaban acá cuando volví a vivir en esta casa, hace unos meses nomás. Me había separado de mi esposa —continuó— y no tenía lugar donde caer parado. Cuando terminé de acomodar mis cosas, me sorprendió que mamá todavía guardara nuestros recuerdos. Había dejado nuestra habitación intacta, igual a como la recordaba cuando tenía tu edad. Quizás esperaba que regresemos y por eso mantenía nuestro cuarto sin tocar nada. Acaso tenía razón y nunca debimos irnos”.

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