De aquel arrebato fisgón, me sacó la mujer que al verme allí parado sin decir palabra solo atinó a informarme que mi padre no estaba y que si estuviera difícilmente querría hablar conmigo. Le expliqué que me veía en una situación de urgencia y era necesario que hablara con él. La mujer volvió a negar que estuviera en la casa, pero fue entonces que por encima de su hombro vi a mi padre bajando las escaleras de aquel comedor con el bebé que había visto en la foto. No supe si mi padre me vio, pero lo cierto es que bajó las escaleras con mi medio hermano en brazos y solo atinó a esconderse detrás de la pared, junto a la puerta.
En ese momento recordé las veces que en mi casa había recibido los llamados telefónicos de una voz oscura y difusa que se limitaba a contarme que mi padre tenía un hijo con otra mujer. Desde luego, nunca había hablado de aquellos llamados y menos aún con mi madre —con quien no tenía ningún sentido hablar de nada que no fuere hacerle olvidar su destino auto-destructivo—, pero tampoco había hablado de ello con mi padre, y en verdad nunca supe por qué no le di lugar, no sé, acaso a defenderse, explicarse o lo que fuere. Seguramente nunca le mencioné aquellos llamados telefónicos sabiendo que no haría otra cosa más que darle la oportunidad de regocijarse otra vez en la mentira, pero la respuesta más inmediata y certera que se me ocurre es que mi silencio se debía a la vergüenza, la infinita vergüenza de ser hijo de aquel hombre.
Y sin embargo, estaba yo delante de la puerta de su casa bajo la mirada odiosa de su amante, reducido a un ente miserable, mendigando la ayuda del ser que más despreciaba y supe entonces que el sabor de la humillación tiene el gusto desabrido de leche cuajada y de las larvas asomando entreveradas en la pelusa verde de un guiso podrido. Le dije que no importaba y que, en todo caso, le informara a mi padre que lo había ido a ver porque mi madre se estaba muriendo en el Hospital Municipal y no tenía a nadie, ningún adulto que firmara la orden de la internación. La mujer cerró la puerta de modo más o menos violento y yo me quedé pensando si mi padre escondido detrás de la pared me había escuchado. Entonces ocurrió que mi padre volvió a abrir la puerta y su imagen enorme se hizo delante mío. Si se hubiera mantenido oculto hubiera resultado más digno, pero mi padre abrió la puerta con mi medio hermano entre los brazos y se limitó a decirme que no entendía qué estaba haciendo allí, por qué había preguntado por él cuando en verdad no me conocía, nunca había tenido un hijo que no fuera el bebé que tenía a upa, por lo tanto tampoco conocía a mi madre y poco le importaba si estaba internada, si todavía tenía ganas de seguir respirando o ya había tomado la decisión de morirse.
Me invitó a que me marchara y no volviera nunca más a molestarlo. Regresé caminando en dirección al Hospital bajo una noche radiante en la que al resplandor de la luna y las estrellas explotando les resultaba indiferente mi existencia, mi madre muriéndose, mi deambular buscando alguna ayuda. Pregunté en la mesa de entrada y me respondieron que mi madre todavía continuaba internada en el tercer piso del lugar, y con la misma indiferencia que la noche y las estrellas me informaron que seguían esperando que alguien se presentara al lugar para firmar los papeles de su internación. Al pretender subir al tercer piso, el personal de seguridad del Hospital me detuvo. Me dijeron que aquella no eran horas de visitas y me invitaron a marcharme.
Esa noche volví a dormir a mi casa. Las pesadillas eran por entonces de lo más corriente y de algún modo mi segunda vida. Apoyaba la cabeza en la almohada sabiendo lo que vendría, me preparaba para el caso no haciéndome ilusiones de que esa vez no tendría pesadillas sino solo a recibirlas sabiendo que sería capaz, otra vez, de salir ileso de lo que mi propio cerebro me tendría preparado. Se trataban en general de pesadillas recurrentes de sobrevivencia. La más insistente era la de morir ahogado en el mar. Desde el comienzo del sueño me encontraba dando manotazos entre las olas, pidiendo auxilio. Pronto la promesa de ahogarme se cumplía y toda el agua del mar se metía en mi boca y me inflaba los pulmones. Entonces, de repente, el mar se secaba y yo me encontraba tirado en el fondo de una meseta interminable. Miraba alrededor y solo el desierto. Pero aquella noche, la noche en que mi madre moría en una ceremonia tan íntima como solitaria, mi sueño se fue complejizando y alcanzó una forma que por entonces me resultaba una novedad. Ya me había ahogado, ya había bebido toda el agua del mar que me mataba y me encontraba tumbado sobre la meseta del desierto en derredor pero entonces ocurrió una cosa extrañísima. Me daba cuenta que la meseta estéril de aquel desierto se movía, era un temblor mínimo, imperceptible, apenas el bosquejo de un latido que todo lo abarcaba. El movimiento se fue acentuando, pero no era un movimiento sino un conjunto infinito de micro oscilaciones que daban como resultado la vibración indefinida de toda la meseta. Fue entonces que la tierra se resquebrajó por todas partes y recién entonces registré que el desierto estaba compuesto por hormigas ocupando cada milímetro del espacio y que me sostenían por encima de ellas en su vaivén. La vibración del conjunto fue tomando la forma de un oleaje y de pronto estaba de nuevo ahogándome en las olas del mar pero de un mar compuesto por infinitas hormigas que se levantaban unos dos metros por encima de mí y rompían contra mi cuerpo. Nadaba entre hormigas o al menos eso es lo que intentaba hacer, hasta que los golpes del oleaje me hicieron perder todo equilibrio y de la posición horizontal que llevaba me vi forzado a una postura vertical como si estuviera de pie pedaleando en una bicicleta invisible. Daba manotazos y patadas buscando sostenerme en la superficie, pero era como si la fuerza del conjunto de todas aquellas hormigas me empujara hacia el fondo. Ya no podía hacer nada contra aquello, había perdido estabilidad y descendía sin posibilidad de retorno. Ahora todo alrededor eran hormigas, por debajo, por encima, a los costados, solo una masa compacta y rojiza de hormigas. Intenté no desesperarme, contener el aire y no respirar, pero en el límite de mi propia asfixia abrí la boca y la marejada de hormigas se metió por mi garganta y llenó mis pulmones. Estaba aturdido, pero sentía claramente cómo mi cuerpo se desgajaba desde dentro y la carne se desprendía de mis huesos. Estaba siendo comido por aquellas hormigas. Pero la sensación exacta era otra. Las hormigas me habitaban, me comían por dentro y de mi cuerpo no quedaba nada que no fueran restos orgánicos, pero si todavía podía escucharme a mí mismo hablar de la sensación de ser habitado y comido por hormigas era porque yo mismo era el conjunto de aquellas hormigas. Entonces el mar regresó, el océano volvió a hacerse alrededor, pero esta vez no era azul ni tenía el color rojizo de mis hormigas, sino el color blanco intenso del veneno que mi madre preparaba mezclando cierto polvo con agua hasta adquirir la densidad y la tonalidad de la leche. Era yo entonces una hormiga entre infinitas hormigas, compuesto por las hormigas que le daban forma al conjunto disperso de mi existencia, pero esa existencia se ahogaba ahora en el mar del veneno blanco de mi madre. La desesperación ya no era solo mía sino la de la especie. Todas las hormigas habidas y por haber en el mundo moríamos bajo el oleaje lechoso del veneno materno y en aquella agonía mis hormigas hermanas crujían por dentro y ese crujido era un modo en que nuestro organismo aprendía a gemir y con ello hacerse voz, pretender la palabra, y éramos así infinitas voces diciendo lo que la palabra que nos era negada debía haber dicho: madre, ¿por qué nos matás, por qué esta asfixia, por qué ahogarnos en el veneno de tu leche?
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