Florencia Agrasar - #SaliDeCasa

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#SalíDeCasa es la continuación nacida, casi sin planearlo, de
#QuedateEnCasa, el primer volumen de cuentos surgido de un juego-torneo literario entre amigos durante la pandemia de covid-19 que estalló en 2020. Poco imaginábamos entonces que doce meses más tarde seguiríamos abocados a los nuevos rituales impuestos por un virus no deseado pero bien instalado, que las discusiones en torno al lavado de manos se trasladarían a la ardua cuestión de las vacunas y que la sorpresa inicial iría transformándose en agotamiento y hastío. Pero una vez más, la literatura se hizo presente para ayudarnos y recordarnos que, si se escribe, no todo está perdido. Entre un volumen y otro hay un año transcurrido, costumbres ya arraigadas, como andar con un barbijo puesto y otro en el bolsillo, pero sobre todo transformaciones, visibles e invisibles, interiores y exteriores. A eso responden las tres divisiones de este libro: Puertas Adentro, Puertas Afuera, y en el medio la omnipresente Pandemia que dio vuelta nuestras vidas durante ya dos años. Parte del juego fue revivir los personajes del primer volumen, continuar algunas de las historias, proponerse poner en palabras la experiencia del encierro, jugar a lanzar consignas desconcertantes y, como siempre, hacer de la creación literaria una ventana doblemente abierta: hacia afuera, hacia el mundo, y hacia adentro, hacia nosotros mismos. Este es el testimonio de nuestro viaje.

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Fue uno de esos días, entre golpe y golpe, que a Domenico se le ocurrió escribirle a su padre para que le mandara un tonel del vino que se hacía con las uvas del fondo del terreno familiar, aprisionado entre el mar y la montaña. Jamás había tomado una gota, pero veía que sus compañeros se gastaban el pago del jornal hasta aturdirse de alcohol, y podría ser la ocasión para hacerse de unas liras más. El padre no se hizo rogar: embarcó el tonel de vino y el día que llegó a la estación hubo fiesta en Laces. En fila, los mineros esperaban su turno; Domenico repartía y anotaba en un papel arrugado cuánto tendrían que pagarle al día siguiente. Era domingo y no se bajaba a la mina; varios durmieron envueltos en el sopor del vino pero, al despertar, le dijeron que se habían olvidado de la deuda. Se le rieron en la cara cuando les mostró el papel y trató de reclamarles lo que le debían. Y aunque fue a ver al capataz y el hombre lo escuchó, el jefe terminó por abrir los brazos en señal de impotencia: a golpes se hacen los hombres, le dijo.

Sin embargo, se quedó pensando y cuando Domenico ya se iba a lo lejos, cabizbajo, lo llamó con un silbido. Los otros hombres los vieron hablar un momento, pero no llegaron a escuchar lo que decían.

***

Un mes más tarde, Domenico y el capataz volvieron a marchar hasta la estación, puntuales a la hora de la llegada del tren: otro barril de vino estaba llegando desde el sur. Lo descargaron con cuidado en la carretilla y otra vez lo llevaron hasta la plaza del pueblo donde se reunían los mineros, apiñados en la entrada del único bar. A precio de oferta, Domenico volvió a invitar con el vino a sus compañeros. Y entusiasmados, los hombres se dejaron tentar por la perspectiva de una nueva borrachera y un profundo sueño. No se preocuparon por frustrar de nuevo al más joven de sus compañeros; trampa que se hace una vez bien se puede hacer dos. Ya aprendería, Domenico, bastante tiempo por delante le quedaba todavía entrando y saliendo del oscuro pozo abierto en el flanco de la montaña hasta empezar a entrever algo de claridad.

Pero lo que no habían previsto los hombres de la mina, curtidos por el carbón, el frío, la oscuridad y la codicia de la bebida, era que esta vez el muchacho no estaba solo. A su lado el capataz, parado firme al lado del tonel, ponía en práctica el plan secreto que habían ideado el mes anterior. Esta vez les cobraba el vino anterior y el nuevo, por adelantado. Porque a golpes se hacen los hombres –había dicho– pero sobre todo ride bene chi ride ultimo , el que ríe último ríe mejor.

***

Las luces del cine se prendieron. Desaparecieron Laces, la mina, el capataz y el vino. Volvieron la gente, la avenida, la pantalla en blanco en una sala que se iba vaciando lento. Lejos en el tiempo quedaron el pueblo y los dos años en las entrañas de la tierra: aquí y ahora, salió Domenico y se lo tragó la gran ciudad del otro extremo del mundo, que no sabía de hambre y donde él se llamaba con otro nombre. §

La plancha

Mabel Fuzzi

картинка 12Carlos Velasco / Recuerdos de la abuela

Por entre los papeles que guardo para las frituras en el estante derecho de la alacena, asoma la plancha su manija de color gris oscuro, un gris bruñido de varilla del cinco, doblado en U.

(Por suerte no la encontré el martes, cuando me la pidió mi ex, así ahora junto coraje para decirle que no se la lleve –aunque la adora–, que quiero conservarla porque me trae recuerdos de mi abuela).

La bajo y la contemplo… ¿Qué podría escribir sobre este objeto que es el primero en el que pensé cuando dieron la consigna en el curso de escritura? Un círculo de hierro, de un palmo de diámetro, todo negro. Miro largo, largo, largo rato y entonces advierto cuántos matices pueden verse en algo solo negro después de dedicarle una mirada larga… como con las personas: solo cuando las miramos y nos demoramos ahí un tiempo podemos conocerlas.

Es pesada, tanto como para marcar un mosaico si se cayera, increíblemente pesada y resistente, como para durar la eternidad. No es grande pero resulta ideal para un almuerzo de cuatro. Al tacto se siente helada, y si paso el dedo la siento lisa en la superficie interna, donde se pueden ver pequeños poros, rugosa del lado de abajo, en el que, con el tiempo, las costras se han acumulado una sobre otra hasta hacer desaparecer, casi, el relieve de las letras que representan la marca.

Desde hace ochenta años este objeto ha estado acompañando a mi familia. Cuatro generaciones comieron y comen lo cocinado en ella. Imposible que no surjan narraciones al contemplarla… Me asaltan mil imágenes que vienen de la infancia: un día cualquiera de verano, el sol de las doce pegando en las baldosas calcáreas del pasillo por el que se accede al fondo de la casa, la puerta de la cocina abierta y, al lado, la nona, pasando un pedacito de grasa blanca en la superficie circular y negra de la plancha, yo sentada en el piso de mosaico rojo, leyendo, al ratito comienza a sentirse el olor que la plancha despide al calentarse y derretir la grasa, unos minutos más y seguirá el barullo crepitante de los churrascos de lomo que la nona sazona con romero y sal y dispone al calor de ese hierro que obra maravillas. Pronto se puebla la cocina con los comensales, atraídos por ese aroma cotidiano que inunda la casa hasta los fondos.

La plancha que veo ahora no tiene el mismo aspecto que aquella que la nona usaba. Y al observarlo, me acuerdo del culpable y sonrío: al quedar viudo, mi padre, ya anciano, entró en un fervoroso trance de limpieza, dio vuelta la casa, todo fue lavado con dedicación extrema y, entre otras cosas viejas, le tocó el turno a la plancha, a la que le pulió casi por completo las costras de pasado que ostentaba.

Lamento haber perdido esos rastros de historia, pero sonrío cuando pienso que le sumo otros cada vez que la miro, que le enciendo la hornalla y que en su calor intenso cocino para los míos. §

Parto

Florencia Agrasar

картинка 13Emiliano Toso / The Miracle of Life

El día que supe que ibas a nacer –lo supe porque venía con veinticuatro horas de trabajo de parto encima– estábamos solos, Nicolás y yo.

Mis padres habían viajado al campo con mi hermano y no quedaba mucha gente en ese Buenos Aires calcinado de calor en pleno enero. Había concurrido a la guardia el día anterior, a la tardecita con las primeras señales del trabajo de parto, pero me habían mandado de vuelta a casa. El cuello del útero estaba “verde” había dicho la médica, había que esperar. Madre primeriza, me dediqué a aguardar, toda la noche. No pegué un ojo. Cada contracción me partía en cuatro, una ola feroz que subía y llegaba a una cresta de tensión insostenible, cuchilladas en las entrañas; apenas cesaba, un pequeño oasis de calma, y en seguida comenzaba la próxima, una yegua indomable. El dolor no me dejaba pensar en lo que se venía, la enormidad de un hijo. No me dejaba pensar en absolutamente nada. Nunca hubo más “aquí y ahora” que en esa vigilia de parto. Aquí: mi casa, mi cama, donde me revuelco como una leona furiosa, mordiendo las sábanas, rugiendo de dolor. Ahora: este momento furibundo, de agotamiento, de puntadas como rayos eléctricos en el mismísimo centro de mi ser. Nicolás me preparaba la bañera caliente para que me sumergiera cada tanto; yo, como una torpe ballena encallada, dejaba que el agua me cubriera el globo del vientre y apretaba los dientes con cada contracción.

Cuando llegamos al hospital a la mañana siguiente me quedaba un hilo de fuerza. Recuerdo a Nicolás disimulando sus nervios, su angustia. Mis padres habían sido alertados y venían en camino desde La Pampa, ansiosos por conocer al nieto por nacer. Mi tía, Estela, y Alberto, su compañero, vinieron apenas se enteraron. Me pareció importante que estuvieran ahí, cerca; me sentí más segura. Ahora, miro hacia atrás y pienso en esos partos domiciliarios del siglo pasado, toda la familia esperando afuera de la habitación, todos y cada uno nerviosos, atentos a cada progreso de la parturienta, rezando algunos, otros marchando de aquí para allá hasta dejar un surco en las alfombras. Los fumadores afuera, acodados sobre el balcón, canalizando la ansiedad en cada pitada, cada bocanada de humo. Toda esa energía de alguna forma llega, como un manto de calor, como un abrazo invisible.

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