Florencia Agrasar - #SaliDeCasa

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#SalíDeCasa es la continuación nacida, casi sin planearlo, de
#QuedateEnCasa, el primer volumen de cuentos surgido de un juego-torneo literario entre amigos durante la pandemia de covid-19 que estalló en 2020. Poco imaginábamos entonces que doce meses más tarde seguiríamos abocados a los nuevos rituales impuestos por un virus no deseado pero bien instalado, que las discusiones en torno al lavado de manos se trasladarían a la ardua cuestión de las vacunas y que la sorpresa inicial iría transformándose en agotamiento y hastío. Pero una vez más, la literatura se hizo presente para ayudarnos y recordarnos que, si se escribe, no todo está perdido. Entre un volumen y otro hay un año transcurrido, costumbres ya arraigadas, como andar con un barbijo puesto y otro en el bolsillo, pero sobre todo transformaciones, visibles e invisibles, interiores y exteriores. A eso responden las tres divisiones de este libro: Puertas Adentro, Puertas Afuera, y en el medio la omnipresente Pandemia que dio vuelta nuestras vidas durante ya dos años. Parte del juego fue revivir los personajes del primer volumen, continuar algunas de las historias, proponerse poner en palabras la experiencia del encierro, jugar a lanzar consignas desconcertantes y, como siempre, hacer de la creación literaria una ventana doblemente abierta: hacia afuera, hacia el mundo, y hacia adentro, hacia nosotros mismos. Este es el testimonio de nuestro viaje.

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—Qué día vamos a tener hoy —le susurró Cecilia por lo bajo—. Me dijeron que Anita los mandó a cagar a todos y encima, ¡por mail! Parece que se enteró de que el puesto se lo iban a ofrecer a Zambelli. Yo también estaría recaliente, pero se le fue la mano.

—¡No puede ser! ¿Quién te contó? Dudo que Anita hiciera algo así.

—Me lo dijo Carlos, el de Sistemas. Siempre sabe todo.

—No le creo. Ese tipo no es de fiar.

—Como quieras, pero Anita viene haciéndose la diva hace tiempo. Desde que está de novia con Juan se hace la superada. No entiendo cómo Juan le dio bola.

—¿Por qué decís eso? Huelo un poco de envidia. Te hubiera encantado que Juan se fijara en vos.

—¿Yo? Para nada. ¿No la ves cómo está? Ahí volvió del baño. Es el colmo. Mirala… ¿La ves Romi?

—Sí, la estoy viendo. Pero no seas mala, qué sabés lo que pasó ahí adentro.

—Yo te digo lo que pasó: los mandó a cagar. Seguro que quería que la despidieran para cobrar la indemnización. Y no, no la deben haber rajado, así que se tiene que quedar acá, sin el cargo y con todo el directorio en su contra. Pero ni una palabra que ahí viene Pancha. No le digas que yo te conté lo que me dijo Carlos.

—Hola chiquis, buen día. ¿Cómo andan? ¿Qué murmuran por acá? —dijo Pancha como distraída—. Las escucho susurrar desde mi escritorio.

—Nada. Recomendaciones de series, Netflix, esas cosas... Viste que con esto de la pandemia... Yo por lo menos, ya vi todo. Romi me estaba hablando de una serie. Bueno, las dejo, me voy...

—No, esperá. Les tengo que contar algo... pero que no salga de acá. ¿Me lo juran, no?

—Sí, obvio —dijo Romi.

—Pancha, estamos grandes para que nos hagas jurar, con Romi somos una tumba —dijo Cecilia guiñándole un ojo.

—Ok. ¿Ustedes sabían que parece, ojo, parece, que la guita que faltó hace un par de meses se la afanó Anita? Tengo la intuición y creo que la van a despedir.

—¿Qué? ¿De qué hablás Pancha? ¿Cómo que fue Anita?

—¿No vieron que salió llorando? ¿Ustedes alguna vez la vieron llorar en todos estos años? Si es más fría que una heladera. Bea me dijo que está casi segura que ella fue la que metió la mano en la lata. Pero no cuenten nada, le juré a Bea… Pobre, vaya a saber para qué necesitaba la guita. Por ahí tenía pensado devolverla. En fin, qué le dirá su novio cuando se entere, si es que le cuenta.

—Bueno, a trabajar —dijo Romina—. Me estoy sintiendo incómoda. Si nos ve Juan Lartiguez nos mata. Después hablamos.

Romina se quedó sola pensando si alguna de las cosas que habían dicho Cecilia y Pancha serían verdad. A veces creía que la empresa era un nido de víboras. Respiró profundo. De pronto se dio cuenta de que Mario estaba parado frente a su escritorio.

—¿Qué hacés Romi? ¿La viste a Anita?

—Sí. Se le cayó el café... acaba de volver del baño. Pobre. Parece que no es un buen día para ella.

—¡Ni me lo digas! Fui a llevarle los informes a Juan, y escuché de refilón... Un quilombo. Pobre mina, parece que se confundió y le mandó a Juan Lartiguez unos mensajes tremendos, cosas íntimas...

—¿Cómo? —dijo Romina abriendo los ojos como platos.

—Sí… Escuché de lejos que Anita le decía a Juan que había sido un error, que eso era para su novio y que se quería morir de vergüenza. Un papelón. Me fui porque hasta a mí me dio no sé qué, me puse incómodo. Zarpada Anita, una auténtica mosquita muerta... Digo yo, lo debe haber hecho a propósito, para levantarse al jefe, por un ascenso una mina hace cualquiera. Bueno, algunas minas, vos no, claro. Vos sos distinta. Ahí viene Anita, tengo que darle estos papeles. Chau Romi.

A Romi le gustó lo que le había dicho Mario. Coincidía. Sí, ella era diferente, muy distinta de Pancha, de Cecilia, de Bea, de todas las de la oficina, tan arpías y chismosas siempre.

Romina suspiró. Pensó que de todas las versiones del llanto de Anita se quedaba con la de Mario. Sintió pena, pero no hizo nada para evitar que desde ese día todos en la empresa, en ese nido de víboras, se refirieran a Anita como “la Mosquita Muerta’’. §

Este cuento es la continuación del relato Tenés un e-mail, de Florencia Agrasar, publicado en #QuedateEnCasa - Relatos en pandemia.

Humo

Mabel Fuzzi

картинка 16Shakin’ Stevens / This Ole House

El camión llegó tempranísimo, como si la empresa mudadora hubiera sabido de la ansiedad de Susi y Mauricio, que no los había dejado dormir en toda la noche. Los dos ya habían terminado de desayunar cuando les tocaron el timbre.

Afortunadamente no habría mucho para mover, solo los canastos con ropas y libros y muy pocos muebles, porque todo el equipamiento de la nueva casa lo habían mandado a diseñar a medida y ya estaba en su lugar. Los cuatro hombres del camión cargaron y descargaron todo prolija y rápidamente y en cuatro horas el traslado quedó completado.

¡Finalmente habitarían la casa soñada! ¡Susi había anhelado tanto este momento! Cuando se casaron habían comprado una vivienda chiquita, junto a una esquina, que, refaccionada en dos plantas, había quedado cómoda y agradable. Pero al poco tiempo Mauricio entró en el negocio inmobiliario y para un pozo de inversión decidió venderla; aunque a Susi no le hacía ninguna gracia ir a vivir al antiguo departamento de sus suegros, Mauricio logró convencerla con las promesas de un futuro económico exitoso a partir de su entrada en el grupo constructor. La casita se vendió entonces y desde hacía trece años –¡trece años!– vivían en casa prestada, aunque hay que aclarar que Mauricio cumplió, y efectivamente logró construir una fortuna no despreciable que les permitía vivir holgadamente, vestir solo primeras marcas, tener dos automóviles y viajar mucho, sin contar incluso el viaje anual a Miami, como Dios manda. Y tan bien le había ido a Mauricio que, además del buen vivir, sus ingresos le habían permitido invertir en un edificio levantado por la constructora en el corazón del barrio de Villa Devoto, cerca de la estación; una de las unidades la reservó para sí. El departamento se distribuía en dos plantas que ocupaban el tercero y cuarto piso. En la inferior, living-comedor, cocina y comedor diario, dos baños, dependencia de servicio y lavadero. En la otra, se encontraban los dormitorios, que eran cuatro. Todos los ambientes, amplísimos y luminosos.

La paciencia estoica de Susi había sido premiada y aquí estaba, con su marido, almorzando frugalmente en el balcón de su casa nueva, en ese edificio que habían visto levantarse durante diez años en medio de los vaivenes económicos del país, que nunca daban tregua.

Por la tarde acomodaron libros y distribuyeron la ropa en los distintos placares. A pesar de la tarea liviana quedaron exhaustos, pero felices. Antes de la cena se tomaron un descanso y sentados uno junto al otro en el bello sillón de cuero color marfil miraron una de las series que seguían. Menos mal que era algo liviano, pensó Susana, porque la cabeza la tenía en otro lado: contemplando el nuevo hogar que se habían ganado. Hermoso, hermoso, hermoso había quedado todo.

De pronto en lo mejor de un capítulo –había dicho Mauricio después– las luces titilaron y todo se apagó. ¡Pucha! Nunca habían pensado que tenían que tener velas…

El electricista al que llamaron no hizo más que traer malas noticias: el edificio solo tenía “luz de obra”, habría que esperar al lunes para iniciar los trámites de la otra habilitación, la que se necesita para poder habitar el lugar como vivienda. Les dejó un cable empalmado con la caja del departamento de abajo, con lo que resolverían temporariamente el asunto.

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