En este contexto, resulta importante entender el impacto que tiene hablar hoy de “competencias”. Tobón (2013) señala que, con el ingreso de estas a la educación, la evaluación tradicional está pasando del énfasis en conocimientos específicos y factuales (referidos a hechos), al énfasis en actuaciones integrales ante problemas del mundo que rodea al sujeto evaluado. Con ello, se busca la superación de diversos problemas en la evaluación tradicional, como la falta de pertinencia respecto a los retos del desarrollo personal y del contexto (comunitario, social, laboral-profesional, ambiental-ecológico, artístico e investigativo) y la ausencia de metodologías que posibiliten un análisis continuo del aprendizaje con base en criterios, evidencias y niveles de dominio. Hay un nuevo panorama ante la evaluación que tiende a integrarla de forma natural con el proceso didáctico, de tal manera que pueda verse al alumno como sujeto que está aprendiendo, y funcione como parte de un proceso que engloba toda su personalidad. Este conocimiento holístico del estudiante demanda una comunicación abierta con él, comprender sus problemas, circunstancias, su trabajo escolar; en definitiva, asumir una postura humanista sobre la educación (Moreno, 2009). Pero, por otra parte, también se hace indispensable que la gestión de la evaluación no esté centrada única y exclusivamente en la forma como la Universidad debe evaluar el logro de las competencias, sino en valorar el desempeño profesoral acorde con ellas; también el profesor debe tener un rol protagónico y no pasivo en esta gestión. El docente debe ser el primero en llamarse a hacer un ejercicio reflexivo permanente frente a su práctica docente y autoevaluarse. Así, la evaluación no puede seguir siendo una decisión personal, ajena a la política institucional. Es necesario motivar a los profesores frente a la interiorización de los criterios que, dentro de la formación de competencias, se implementen en las instituciones de educación superior. Según Pinilla (2013), por ejemplo, la evaluación requiere concertación o negociación entre profesores y estudiantes dado su enfoque constructivista que, adicionalmente, tiene un componente amplio en la educación superior y en la evaluación de competencias.
En este sentido, la formación en competencias conlleva un fortalecimiento de la relación entre profesor y estudiante, que implica una transformación de la educación y plantea la necesidad de un nuevo modelo de evaluación, en que “el estudiante ocupe el lugar de protagonista y, además, se convierta en un individuo íntegro, capaz de enfrentarse al diario vivir y a la toma de decisiones pertinentes” (Guerrero et al., 2017, p. 9). Así, estos actores (estudiantes y profesores) “deben comprender el proceso de evaluación, sea individual o colectivamente, ya que es importante establecer unos criterios para valorar su desempeño y sus competencias” (Guerrero et al., 2017, p. 10) para dar cuenta de las dimensiones que las integran. La primera dimensión es la ética, en la que se exige la reflexión y se debe decidir qué evaluar, para qué y por qué evaluar (Serrano, 2002); y la segunda es metodológica, en la que se tiene en cuenta qué procedimientos y prácticas de evaluación se utilizarán, como una forma de promover la autorregulación de los estudiantes en el aprendizaje autónomo y la del docente (Guerrero-Aragón, Chaparro-Serrano y García-Perdomo, 2017). Estos autores agregan que en Colombia se siguen los métodos tradicionales de evaluación, aunque ello no signifique que vaya en contravía de los intentos de cambio generados. Por ello, se recomienda incorporar la autoevaluación (cada estudiante valora sus progresos), la coevaluación (retroalimentación por sus pares) y la heteroevaluación (el profesor realiza la valoración de los alcances del estudiante, así como de sus aspectos a mejorar), a fin de alcanzar lo que se conoce como evaluación auténtica (Ahumada citado por Lorenzana, 2012).
En la educación en competencias se busca
unificar el conocimiento cotidiano, el académico y el científico, es decir propende a la formación integral que favorece el saber, el saber hacer en la vida y para la vida, el saber ser, el saber emprender, el saber vivir en comunidad y el saber trabajar en equipo. (Camargo y Pardo, 2008, p. 444)
Entonces, su modelo de evaluación debe contemplar esos conceptos, es decir, una articulación precisa entre el desempeño académico, la toma de decisiones, las acciones y el desempeño social. Para Cardona (citado por Castillo y Cabrerizo 2010, p.31), la acción evaluadora debe ser:
1 Integral y comprehensiva, ya que debe estar presente en todas las variables del ámbito sobre el que se vaya a aplicar.
2 Indirecta, ya que, a su juicio, las variables en el campo de la educación solo pueden ser mensurables y, por tanto, valoradas en sus manifestaciones observables.
3 Científica, tanto en los instrumentos de medida como en la metodología empleada para obtener información.
4 Referencial, ya que toda acción valorativa tiene como finalidad esencial, relacionar unos logros obtenidos con las metas u objetivos propuestos o programados.
5 Continua, es decir integrada en los procesos de cada ámbito y formando parte intrínseca de su dinámica.
6 Cooperativa, ya que se trata de un proceso en el que deben implicarse todos aquellos elementos personales que en él intervienen. (p. 31)
Por otra parte, considerando al profesor, si el ejercicio docente se lleva a cabo bajo un modelo educativo con enfoque de competencias con el propósito de contribuir al desarrollo integral de los estudiantes, es necesario que las competencias de los profesores sean coherentes con el trabajo involucrado en un currículo con este enfoque. El rol del profesor (entendido como mediador entre el conocimiento y el aprendizaje del estudiante, un tutor, facilitador, orientador de la práctica pedagógica, y un observador y revisor del trabajo y aprendizaje del estudiante) implica que debe poseer un conjunto de competencias no solo pedagógicas y curriculares, sino comunicativas y profesionales, de forma que pueda apoyar y aportar al proceso formativo del estudiante.
En consecuencia, es necesario afirmar que las instituciones deben asegurar que el profesorado cuente con un alto nivel de formación, con las competencias profesionales necesarias para su ejercicio docente, con capacidad de adaptarse al modelo educativo institucional y con la disposición para asumir el proyecto educativo como parte de su quehacer diario. Esto requiere que se realice un seguimiento permanente a esta gestión docente, ya sea a través de diferentes prácticas evaluativas o del establecimiento de un sistema de medición de desempeño al profesor, de tal manera que brinde la información necesaria para velar por el cumplimiento de sus propósitos misionales. De ahí la importancia de que, a su vez, la institución educativa establezca procesos de evaluación del desempeño para sus profesores, acordes con su ejercicio real y con los objetivos que se espera que logre con su hacer.
En complemento de lo anterior, es relevante acotar lo planteado por Alija, García, y Muñoz (2017) cuando expresan que
El profesor universitario, no realiza solo una función docente, además debe desarrollar una productiva actividad investigadora y en muchos casos una función de gestión que no podemos obviar en la evaluación, si intentamos considerar el desempeño completo de su actividad. (p. 70)
Por tanto, es importante entender que el desempeño y gestión del profesor es un proceso que moviliza sus capacidades profesionales, personales y de responsabilidad social para articular la docencia con la gestión educativa y coadyuvar al diseño, implementación y evaluación de políticas institucionales hacia el fortalecimiento del propósito institucional. Esta conceptualización alude a los roles de los profesores desde la dimensión académica que involucra la docencia y una dimensión de gestión administrativa.
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