Isabel Montes - El vuelo del Halcón

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El vuelo del Halcón: краткое содержание, описание и аннотация

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Obra del año 2019. Imprescindible lectura
Después de veinte años de conflicto, la Alianza de los Estados del Bienestar creó y propagó la Gran Depresión, exterminando a los frentes terroristas extendidos por todo el planeta. La enfermedad acabó con dos tercios de la población humana y aniquiló por completo a los animales y al reino vegetal. Los hombres y mujeres que sobrevivieron portarían en su código genético la terrible afección. La GD borró de su mente los recuerdos que llevarían de nuevo a la especie a su autodestrucción, pero también aquellos que pudieran rememorar tiempos en los que sí se podía soñar.
Cincuenta años más tarde de aquel exterminio, un rayo de esperanza regresará a Rodinia cuando Félix, afectado gravemente por la GD y postrado en una silla de ruedas sueñe que es un animal que puede volar…

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MEMORIAS IV

Rodinia, año 201

Corrieron durante más de una hora para llegar al barrio de Belle. Habían tenido que atravesar las calles más oscuras y abandonadas para eludir así las cámaras de seguridad, y eso había hecho su huida aún más difícil. Al llegar al edificio donde ella vivía, se escondieron bajo la escalera del portal para tomar aire y decidir qué hacer con el bebé. Belle lo tomó de los brazos de Félix, que lo había sostenido durante todo el recorrido.

—Sabes que nos hemos metido en un buen lío, ¿no?

Félix se había agarrado al lateral de la escalera de hormigón, alargando los brazos sobre su cabeza. No habían encendido la luz para pasar desapercibidos en el caso poco probable de que algún vecino apareciese a esas horas, aunque la iluminación que entraba desde el exterior era suficiente para ver la tensión de sus músculos.

—¿Y qué íbamos a hacer? ¿Dejarlo allí? —Belle acercó al pequeño hasta sus labios y le besó la nariz. Félix se volvió hacia ella y la cubrió con sus brazos, con el bebé entre ambos—. Lo que no logro entender es cómo pueden abandonar a un bebé en el cubo de la basura. La GD es dura, pero ¿se puede estar tan hundido como para empujar a tu propio hijo a morir?

—No lo empujó a morir, Chispita. Lo estaba entregando como ofrenda a las autoridades —dijo Félix que había comprendido el porqué de la tranquilidad del barrio en el que lo habían encontrado.

Leyenda urbana o no, siempre se había comentado que había ciertas áreas de descastados que disfrutaban de privilegios, como un mejor trato por parte de la Potencia o mejores servicios de sanidad y alimentación. A cambio, los vecinos ofrecían lo único que tenían de valor para los castizos: sus propios hijos. Así, cada pareja se comprometía a entregar uno de sus niños, que pasaba a dar servicio a la Autoridad durante el resto de su vida. No era una práctica ni oficial ni legal, pero Félix y Belle se acababan de topar con uno de esos casos.

—¿Cómo se puede ser tan miserable? —Belle, que acababa de atar cabos, apretó contra su pecho al bebé—. ¿Por recibir unas migajas más de los castizos, alguien es capaz de entregar a su propio bebé?

—Ahora no hay tiempo de pensar en eso —dijo Félix un tanto cortante—. Me tengo que marchar por si hacen recuento mañana. Creo que es mejor que me lleve yo al niño. Tú tendrás que estar pendiente de tu madre. —El chico quiso entonces coger al bebé de los brazos de su novia, pero ella lo apartó rápidamente—. ¿Crees que no puedo cuidarle yo? —dijo él enojado.

—No es eso. Pero tú aún tardarás en llegar a casa un par de horas. Él solo va a entorpecerte y poneros en peligro. Además de que quiero cuidarlo yo —confesó Belle.

Félix caminó de un lado a otro, bajo la escalera. Con las manos entrelazadas tras la nuca, intentaba pensar cuál sería la opción menos peligrosa para los tres. No todos los días había recuento, pero si se daba el caso y no estaba allí, tendría problemas con las autoridades. Al ser menor de edad, por menos de nada la Autoridad podría asumir su tutela, como hacía con todo menor que cometiera algún delito, o con todos los niños que quedaban huérfanos. Pasaban a ser lo que vulgarmente se conocía como dóciles.

—Vamos a hacer una cosa. Voy a casa, estoy a la hora del recuento, consigo algo de comida para el bebé y vuelvo aquí con vosotros mañana —dijo el chico, caminando a la puerta.

—Félix, ¿no crees que está demasiado tranquilo? —preguntó Belle antes de que se marchara su novio.

—Eso es que le gusta que lo achuches, no es tonto el niño —trató de bromear el chico, pero ninguno de los dos fue capaz de reír.

Desde que lo encontraron, el bebé prácticamente no había emitido ningún sonido. Y aunque Belle había comprobado varias veces que respiraba, estaba preocupada por su salud. Félix volvió hacia ellos y los abrazó en silencio. Besó la frente del bebé y buscó los labios de Belle, que no tardaron en encontrarse con los suyos. Se besaron suavemente y se miraron a los ojos.

—Como el recuento es a las ocho, tendrás que salir sobre las ocho menos cuarto de casa. Ve hasta la garita de seguridad, ya habrá salido el guardia. A esa hora los servicios de reconstrucción llevarán un rato trabajando. Esconde al niño por allí, porque con el ruido no podrán oírlo si llora. Después de que pasen lista, tendrás otros quince minutos para buscarle e ir a casa.

Belle asintió con la cabeza y Félix abrió la puerta para salir.

—Mañana estaré aquí con comida para el pequeñajo. ¡Vete pensando su nombre!

Esta vez Félix sí sonrió y su Chispita le correspondió con un beso en el aire.

CAPÍTULO 4: LA RADIO

Rodinia, año 257, mes 1, día 5

Por fin estábamos de vuelta en casa. Habíamos tenido que rellenar un sinfín de formularios para tramitar el alta voluntaria. Aun así nos comprometimos con el doctor Krauss a volver aquella misma semana para que Félix se sometiera al seguimiento en el que el doctor había puesto tanto empeño. Nos dijo que nos lo tomáramos como un periodo vacacional. Él ni se había percatado de que nosotros no habíamos sabido nunca lo que era disfrutar de unas vacaciones. Eso era un privilegio que solo la gente de linaje poseía.

Mientras los chicos de la ambulancia bajaban a mi marido en la camilla, yo entré en la casa y me dirigí a la habitación para buscar la silla de ruedas y poder sentarle para entrar. Como cabía esperar, la silla seguía en su sitio, junto al lado de la cama de Félix, con el freno echado. Y la ventana seguía abierta.

—¿Todo bien, señora? —dijo el conductor de la ambulancia, que no había tenido problemas en encontrar la habitación; por desgracia, no era la primera vez que había estado en nuestra casa por motivos similares.

Seguía sin explicarme cómo Félix era capaz de levantarse solo de la cama, abrir la ventana y salir por su propio pie de la casa, si le costaba un esfuerzo atroz mover sus piernas solo un centímetro.

—Sí, todo bien —contesté.

La ambulancia se marchó y nosotros nos quedamos solos en el salón.

Después de cada capítulo en el hospital, tras cada recaída, siempre pasaba lo mismo al volver a casa. Primero un silencio. Luego los dos intentábamos fingir que allí no había pasado nada. Pero sí pasaba. Pasaba que cada día la Gran Depresión iba extendiéndose más y más en Félix. Pasaba que cada vez que volvíamos del hospital mi marido daba un paso más lento, hablaba con una voz más débil o, como en aquel momento, apenas podía moverse de su silla. Pasaba que yo perdía la esperanza de que se repusiera por momentos. Pasaba que el tiempo se iba y con él nuestros días juntos. Pasaba delante de nuestras narices el día que nos conocimos en plena huida por los atentados, pasaba nuestro primer beso entre las ruinas, nuestros encuentros clandestinos y nuestras caricias; pasaban nuestros momentos amargos, nuestros enfados y nuestros abrazos de reconciliación. Pasaba que las ganas de llorar eran cada vez más insoportables, pero que ni llorar podía porque se me habían secado ya los ojos.

—¡Qué a gustito se está en casa, Chispita! —dijo una vez más Félix sonriendo desde su silla de ruedas.

—Mejor que en ningún sitio —contesté yo, como siempre.

Y allí volvía a no pasar nada.

Medí nuestras raciones de alimento prensado y las dispuse en dos platos. Primero ayudé a comer a Félix la suya. A él le costaba mucho masticar, por lo que yo mojaba con agua las bolitas de comida para que se ablandaran y después se las aplastaba con un pequeño martillo. Además, así facilitaba su digestión, que cada vez era más pesada por culpa de los estragos de la GD. Cuando él terminó, me dispuse a comer mi ración. No tardé mucho, la verdad, porque tuve que reducir mi cantidad a poco más de la mitad de la que me correspondía, sin que Félix lo supiera. Quería que pudiera recuperarse cuanto antes y por ello le daba a él parte de mi racionamiento. Cuando terminamos, salimos a dar un paseo por el barrio para tratar de olvidarnos un rato de la noche anterior.

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