Isabel Montes - El vuelo del Halcón

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El vuelo del Halcón: краткое содержание, описание и аннотация

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Obra del año 2019. Imprescindible lectura
Después de veinte años de conflicto, la Alianza de los Estados del Bienestar creó y propagó la Gran Depresión, exterminando a los frentes terroristas extendidos por todo el planeta. La enfermedad acabó con dos tercios de la población humana y aniquiló por completo a los animales y al reino vegetal. Los hombres y mujeres que sobrevivieron portarían en su código genético la terrible afección. La GD borró de su mente los recuerdos que llevarían de nuevo a la especie a su autodestrucción, pero también aquellos que pudieran rememorar tiempos en los que sí se podía soñar.
Cincuenta años más tarde de aquel exterminio, un rayo de esperanza regresará a Rodinia cuando Félix, afectado gravemente por la GD y postrado en una silla de ruedas sueñe que es un animal que puede volar…

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—Y ¿esto qué es? —preguntó mi marido alzando un cachivache.

Yo no podía creerlo. Hacía años que no había visto uno de esos. Me encantaban. Mi padre me había enseñado a utilizarlos. Había traído alguno a casa antes de venderlo. Llevaba a casa ese y otros muchos cachivaches de antaño para compartir su secreto conmigo. Lo acabaron acusando de contrabandista, aunque él siempre prefirió llamarse facilitador de ilusiones. Sea como fuere, no volvimos a saber de él nunca más.

Félix seguía girando aquel objeto desconocido para él, y yo me trasladé con mi mente al sótano de la casa de mis padres. Allí estaba, con nueve años, escondida con mi padre bajo una manta y escuchando el artilugio mágico.

—Es un transistor, Félix —le dije cogiendo el objeto con todo el cuidado con el que pudieron mis manos—, una radio.

—¿Un qué? —preguntó Félix.

—Un aparato como la televisión, pero sin imagen —le expliqué toqueteando las ruedas hasta que la rayita casi borrada indicaba el número 24.1—, y sé cómo utilizarlo.

Pi-pi, pi-pi. Solo se escuchaba un sonido corto e intermitente. Probé otras combinaciones de números, pero en ningún otro se oía más que un pitido largo y estridente que golpeaba nuestros tímpanos, algo parecido al ruido que se escuchaba en nuestras cabezas después de una explosión demasiado cercana. Entonces tendría que ser el 24.1, sin duda.

—No sé lo que estás haciendo. Deja de hacerte la interesante y explícamelo ―dijo Félix alargando su brazo para intentar quitarme el transistor. Pero no le dejé. Así de insoportable podía ser mi marido cuando algo se escapaba de su entendimiento. Todo lo quería saber y nunca podía esperar.

—A ver, impaciente —le devolví entonces la radio para que no refunfuñara―, según me contó mi padre, en el Mundo de Antaño existía un medio de comunicación, anterior a la televisión, que enviaba señales de audio. Servía sobre todo para entretenerse, no solo para estar al día de las noticias. —Me encantaba recordar todo lo que me contaba mi padre. Y allí, bajo nuestra manta, me entusiasmaba repitiendo sus historias—. También había cuentos, tertulias, incluso había canales en los que la gente contaba que se sentía triste o que quería encontrar pareja, y lo mejor de todo es que al otro lado del aparato alguien les escuchaba y les daba consejo.

—Muy bien, pero deberíamos…

Por mucho que me quisiera interrumpir, yo seguía hablando apasionada. Me escuchara o no, me bastaba con oír una vez más las historias de mi padre, aunque salieran de mi propia boca. La verdad es que ni siquiera miraba a Félix. Arropada hasta el cuello, solo tenía ojos para aquel artilugio.

―Déjame seguir, pesado, que todo lo quieres saber y luego no escuchas. A ver, lo que iba a decir: además de servir de entretenimiento, la radio se utilizaba para avisar de emergencias y desastres porque no dependían de infraestructuras para funcionar.

―¿Infraestructuras? Pero bueno, ¿qué eres ahora, ingeniera?

Mi marido, para burlarse de mí, levantó su barbilla y me miró de reojo con el desdén que lo haría un castizo. Y me parecía que le daba pelusilla porque yo tenía esos conocimientos que a él le resultaban totalmente nuevos.

—No, listillo, solo te estoy explicando lo que me contó mi padre. Y deberías estar atento, porque él me dijo que si alguna vez un aparato de estos volvía a caer en mis manos, era probable que me encontrase en una situación de peligro. —Le arrebaté la radio de nuevo y me di la vuelta en la cama dándole la espalda.

Félix tocó mi hombro y lo zarandeó con suavidad.

—Venga, Chispita, no te enfades.

—No me enfado, si me dejas continuar —le contesté dándome la vuelta de nuevo, eso sí, sin devolverle el artilugio.

—Continúa.

—Continúo.

Miré el transistor y pensé en aquello que había dicho mi padre: «Si alguna vez una radio vuelve a caer en tus manos, es probable que estés en peligro».

—¡Pues venga! —me devolvió mi marido al presente.

—¡Ay, que ya no sé ni lo que iba a decir!

—Que se utilizaban en situaciones de emergencia.

Si estábamos en peligro, debía poner entonces todo el empeño posible para recordar todo lo que debía saber sobre las radios. Y contándolo en voz alta, me resultaría más sencillo.

—Eso. Por ejemplo, en guerras o durante desastres naturales eran muy útiles para ayudar a evacuar a la gente. Además, a través de ellas la población podía saber lo que ocurría.

—Pero si las utilizaban en las guerras, podían ser detectadas por los enemigos, ¿no? —Félix lanzó la pregunta al aire y creo que quería encontrar la respuesta por él mismo. Le encantaba preguntarse cómo funcionaba todo. A mí sin embargo tanto razonamiento me daba dolor de cabeza.

—Bueno, como no soy una experta, no puedo explicarte con exactitud, pero creo que había unos pocos, poquísimos especialistas en estas comunicaciones de emergencia. Eran los radioaficionados.

Mi marido dirigía su vista a la radio, y de la radio a la ventana y de allí al techo. Después cerró los ojos para poder concentrarse mejor.

—Hummm, ya. Pero lo que no me queda claro es cómo podían emitir en lugares donde había habido una catástrofe natural o mucho menos una guerra, donde lo primero que se busca es cortar las comunicación y los suministros eléctricos.

—Ahí estaba el truco. —Me emocioné al llegar a ese punto de la narración—. Los equipos de radioaficionados enviaban y recibían mensajes utilizando frecuencias de radio concretas. Para que lo entendiera, mi padre me explicó que no hablaban en el mismo espacio que los programas de entretenimiento, utilizaban como pequeños escondrijos en el sonido.

—Y ¿cómo lo conseguían?

Allí ya perdí la paciencia, no podía más con sus preguntas. Me sentía interrogada.

—¡Ay, yo qué sé! Yo no le preguntaba tanto a él. A mí no me interesaba tanto el cómo, sino el para qué, pesado.

—Pues para entender el para qué, antes tendrás que entender el cómo…

—Pufff, mira que te pones cansino. ¿Continúo o no?

A Félix le cambió el gesto en ese momento. Una sonrisilla traviesa indicaba que ya había deducido el mecanismo de la dichosa radio.

—Sí, aunque creo que ya sé cómo funcionaría sin suministro eléctrico. Entiendo que con baterías o generadores. —Dejó en el aire la frase esperando mi confirmación.

—Pues sí, listillo. Mi padre me contaba que incluso llegaban a utilizar una batería de coche, un rollo de cable como antena y su equipo emisor.

—Entiendo. Entonces buscarían el sitio más alto y más despejado, colocarían la antena...

—A tanto ya no llego.

—Para eso estoy yo, cariño —me respondió pellizcándome la nariz, a lo que yo correspondí dándole un buen coscorrón con la radio—. Es broma. Es muy interesante todo lo que me has contado y he aprendido mucho. Gracias —admitió poniendo morritos para que le diera un beso. Y lo hice, claro.

Permanecimos un par de minutos en silencio, con la vista puesta en el techo, hasta que decidió contarme lo que yo sabía que le preocupaba:

—Hay que tener cuidado, Chispita —murmuró Félix, dejando a un lado su tono jocoso de hacía un rato—, ya sabemos lo que nos puede pasar si nos pillan con esto en casa… ¿Y si alguien nos ha tendido una trampa?

—Pero ¿quién querría hacernos algo así? —le pregunté recostándome hacia él.

—Bueno, hoy tú has contado a alguien que yo sueño…

—¿La doctora? —alcé la voz indignada—. Mira, Félix, hace un rato te entusiasmaste cuando te conté que ella había sonreído al hablarle de lo de tu sueño. Y ahora, dices que nos ha podido traicionar. A veces no te entiendo, de verdad, esa manía tuya de no confiar en nadie.

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