Isabel Montes - El vuelo del Halcón

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El vuelo del Halcón: краткое содержание, описание и аннотация

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Obra del año 2019. Imprescindible lectura
Después de veinte años de conflicto, la Alianza de los Estados del Bienestar creó y propagó la Gran Depresión, exterminando a los frentes terroristas extendidos por todo el planeta. La enfermedad acabó con dos tercios de la población humana y aniquiló por completo a los animales y al reino vegetal. Los hombres y mujeres que sobrevivieron portarían en su código genético la terrible afección. La GD borró de su mente los recuerdos que llevarían de nuevo a la especie a su autodestrucción, pero también aquellos que pudieran rememorar tiempos en los que sí se podía soñar.
Cincuenta años más tarde de aquel exterminio, un rayo de esperanza regresará a Rodinia cuando Félix, afectado gravemente por la GD y postrado en una silla de ruedas sueñe que es un animal que puede volar…

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Tirado en el suelo, boca arriba, Félix descansó durante unos minutos. Miró al cielo, abrazado a la metralleta, y se preguntó cómo se estaría apañando Belle con el bebé. Deseó con todas sus fuerzas que su madre aguantase lo máximo posible, al menos hasta que ella cumpliera los dieciocho años. «Hay que seguir». Avanzó por una zona despejada en la que los servicios de reconstrucción habían hecho su trabajo recientemente. A veces no servía de mucho, porque al poco tiempo volvía a haber algún ataque y todo acababa de nuevo como un montón de ruinas. Comparado con el resto del trayecto que había recorrido desde que se despidió del niño y de su novia, aquello había sido como deslizarse por el aire. No tardó mucho en alcanzar la valla que delimitaba su área asignada. Miró más allá de la reja y observó el barrio elevado sobre el montículo donde había vivido toda su vida. Se quitó el casco y lo tiró lejos. «Salvado una vez más», sonrió orgulloso de sí mismo. Con esa misma sonrisa, cayó desplomado al suelo.

* * *

—¡Ya era hora! —El hombre que gritaba frente a él tenía la cara tapada con el casco que Félix había llevado unos minutos antes, aunque el chico no sabía si habían pasado horas o quizá días.

Desconocía dónde estaba. Vio el cubo sucio que su raptor había tirado en el suelo y prefirió no pensar con qué líquido le habían empapado la cara para despertarle. Le dolía mucho la nuca y es que el golpe que le habían propinado antes de dejarle inconsciente había sido muy duro.

—Ahora me vas a decir qué hacías en nuestro territorio —gritó pegándole con la parte trasera de la metralleta de Félix en la espalda.

El chico no contestó. Prefirió observar la situación y analizar con quién se estaba enfrentando, si es que tenía alguna opción de enfrentamiento. El hombre llevaba zapatos marrones desgastados, con cordones raídos. Sus pantalones grises y de aspecto áspero le quedaban un par de tallas grandes, como delataba el doblez de los bajos, rajados por el roce con el suelo. La camisa no tenía ni color, de la suciedad que había sobre ella. No era un castizo, ni mucho menos, ni un paria, porque no tendría ni calzado. Claramente se trataba de un descastado.

Después de observar la ropa del raptor, Félix se dio cuenta de que él estaba complemente desnudo.

—¿Qué hacías con ese uniforme? —Intentó de nuevo hacerle hablar, esta vez golpeándole con el codo en la cara.

Félix no pudo tocarse la nariz para comprobar que no se la hubieran roto. Tenía los pies amarrados y las manos atadas al respaldo de una silla. El raptor siguió lanzando preguntas y golpes a partes iguales y por todos lados, de su cara y de su cuerpo, que solo fueron contestados por silencios sin quejidos.

—Parece que por las buenas no vas a hablar. —Se arrodilló frente al chico sujetándole la barbilla—. ¡Se viene a ver al jefe!

Desde detrás de Félix apareció una mano con un pañuelo mojado que tapó su nariz. Tres segundos le bastaron para saber que le estaban durmiendo con formol. Tres segundos para imaginar una vez más su rostro. «No te he abandonado, Chispita».

CAPÍTULO 7: EL REBELDE

Rodinia, año 257, mes 1, día 6

—Las autoridades hablan de nosotros como los GRACON, el Grupo de Rebeldes Armados Contra el Orden Natural, supongo que os sonará de algo. —El hombre de ojos azul cristalino seguía moviéndose con nerviosismo en el búnker. Hablaba tan rápido que las palabras se le amontonaban al salir de la boca—. Nosotros preferimos llamarnos solo libertadores, y de manera coloquial nos autonombramos los paroxetinas, ya sabéis, como el medicamento antidepresivo, por eso de que luchamos contra la depresión ―nos explicó Antonio sin fijar la vista en ningún punto más de tres segundos y moviendo con efusividad sus manos.

Antonio tenía la barba blanca y muy bien recortada. Solo alguien con esperanza en el futuro dedicaba tiempo a su aspecto físico.

Había dos sillas plegadas apoyadas en la pared. Las cogí y las abrí situándolas delante de Félix para seguir hablando los tres. Yo me senté en una de ellas, con la esperanza de que el rebelde se sentara y permaneciera un rato quieto. Sin embargo, antes de sentarnos, el rebelde, o el libertador, trepó por la rampa para cerrar la puerta del techo, que servía de entrada al búnker. Después, Antonio volvió a deslizarse por la rampa y, ahora sí, se sentó a mi lado, frente a Félix.

—Sé que tendréis un montón de preguntas sobre todo lo que os está pasando. La radio, el sueño de Félix, ahora yo… —dijo cogiendo nuestras manos.

—¿Pero cómo sabe todo eso? —le pregunté a Félix.

Félix no decía nada. Conocía aquel silencio en el que, en su mente, volvía a ser un niño que se escondía bajo la mesa de un bar para escuchar a sus héroes. En cambio, yo estaba indignada. No podía dar crédito a esa sonrisa estúpida en la cara de mi marido. Hacía un rato que me había dicho que no confiara en nadie y de repente estaba sentado tan tranquilo delante de un desconocido que sabía demasiadas cosas sobre nosotros.

—Llevo muchos años huyendo de la Autoridad, pero en ningún momento he dejado de luchar contra la Casta. Cuando eras un crío, Félix, nosotros sabíamos que te escondías para escucharnos. —Antonio volvió a levantarse de la silla y a caminar con pasos rápidos y cortos, lo que nos hizo tener que torcer nuestro cuello continuamente para seguirle. Se sentó en su silla de nuevo y se inclinó hacia Félix—. Algunos pensaban que eras peligroso, que te irías de la lengua, pero la mayoría éramos conscientes de que no nos delatarías. Lo que no podíamos imaginar —puso cada una de sus manos en uno de nuestros hombros— es que tú eras esa persona que liderará la batalla, y solo podrás hacerlo junto a ella. —Me miró con una sonrisa que, de no estar locamente enamorada de Félix, me habría resultado irremediablemente atractiva—. Tal vez si lo hubiéramos sabido antes, nos habríamos ahorrado muchos momentos difíciles y pérdidas. Y algún malentendido —rio a carcajadas.

—Pero ¿qué batalla? —exclamé agitando mis brazos con exageración. A mí no me hacía ninguna gracia y ellos dos parecían divertirse mucho.

—Lo siento, Chispita, pero no tengo mucho más tiempo para daros explicaciones. Me encantaría hacerlo —dijo acariciando mi cara–, pero me tienen acorralado.

—¿Saben que estás aquí? —Félix volvió por fin a la realidad—. ¡Cómo te atreves a ponernos en peligro! —le increpó ahora con ojos furiosos y, la verdad, conociéndole, no sé si estaba más enfadado por el riesgo que nos estaba haciendo correr o porque se estaba poniendo celoso de sus artes seductoras.

—Tranquilos, por favor. —Nos agarró a cada uno de una mano—. Me he encargado de hacer ruido a unos cuantos barrios de aquí, para que me diera tiempo a venir a veros antes. Solo quería verte, ahora que sé que eres tú. Y desearte suerte.

Con la fuerza de un joven de treinta años, Antonio cargó a mi marido sobre su espalda y subió la rampa trepando para entrar de nuevo en nuestro cuarto. No podía entender cómo lo había hecho. Tampoco me dio tiempo a pensar, porque poco después bajó a por mí y agarrándome yo también a su espalda me ayudó a subir por el tobogán. Cuando estuve arriba, Félix ya estaba sentado en su silla de ruedas. El rebelde se despidió de nosotros y volvió a meterse en el búnker, para salir de nuestra casa por alguna otra puerta de aquel lugar que yo aún desconocía.

Cogí la llave de mi bolsillo y, con un impulso, cerré la puerta del suelo. Guardé la llave y empujé la cama hasta colocarla en su sitio. Estaba agotada. Llevé a Félix en su silla hasta la cama, pero no tuve fuerzas para nada más. Él no articulaba palabra. Ni tampoco yo. Me tumbé en el colchón y debí de quedarme dormida. Cuando abrí los ojos, Félix estaba viendo la televisión en nuestro cuarto. Probablemente, él solo la estuviera escuchando, porque no llevaba sus gafas puestas. Seguíamos sin decir nada, para intentar evadirnos de todo lo que había pasado, o quizá para tratar de asimilarlo.

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