Isabel Montes - El vuelo del Halcón

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El vuelo del Halcón: краткое содержание, описание и аннотация

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Obra del año 2019. Imprescindible lectura
Después de veinte años de conflicto, la Alianza de los Estados del Bienestar creó y propagó la Gran Depresión, exterminando a los frentes terroristas extendidos por todo el planeta. La enfermedad acabó con dos tercios de la población humana y aniquiló por completo a los animales y al reino vegetal. Los hombres y mujeres que sobrevivieron portarían en su código genético la terrible afección. La GD borró de su mente los recuerdos que llevarían de nuevo a la especie a su autodestrucción, pero también aquellos que pudieran rememorar tiempos en los que sí se podía soñar.
Cincuenta años más tarde de aquel exterminio, un rayo de esperanza regresará a Rodinia cuando Félix, afectado gravemente por la GD y postrado en una silla de ruedas sueñe que es un animal que puede volar…

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Me di cuenta de que, con tanto tonteo, se me había olvidado bajar la silla de ruedas conmigo. Y aunque la hubiese bajado, no sabía cómo iba a tener fuerzas para subirla después. Pensé entonces que nos encontrábamos en un buen lío.

—Disculpen que interrumpa este momento tan íntimo —se oyó una voz entre la penumbra.

Alguien encendió la única luz que, desde el techo, podía alumbrar el búnker, y dejó así al descubierto su rostro. En un principio me quedé petrificada, pero al instante reaccioné y me abalancé furiosa hacia él con la intención de patearle con todas mis fuerzas en la entrepierna. Él sonrió y esquivó parando con su mano la mala intención de mi pie. Sin duda, yo estaba perdiendo facultades. El señor era probablemente diez años mayor que nosotros, lo que deduje por las arrugas de su piel. No iba a dejar que nos hiciera daño así como así. Volví a la carga, esta vez intentando golpearle con el codo en su garganta, y otra vez él paró mi brazo con una mano y con la otra me acercó a él agarrándome por la cintura. Tenía los ojos de un color azul cristalino y llenos de energía. Mientras intentaba zafarme de él, vi que su camisa marrón estaba vieja y vestía un pantalón de mala calidad, propio de descastados, aunque llevado con muy buen porte. Era un hombre que resultaba atractivo y lleno de brío. Intenté de nuevo darle un rodillazo en sus pantalones cuando Félix me pidió que parara.

–Para, para, brava mía, que este señor es amigo —me dijo Félix en tono jocoso, y yo me indigné revolviéndome entre los brazos del desconocido.

—Permíteme que te ayude a levantarte, Félix —dijo el hombre cuando me soltó y se agachó para alzarle en sus brazos fuertes—. ¡Te convertiste en un buen hombretón, eh!

Aquella situación me tenía totalmente confundida. Volví a abalanzarme sobre él y me subí sobre su espalda intentando ahogarle con mis brazos, pero la única reacción que tuvieron ellos dos fue reírse a carcajadas mientras el hombre con facilidad se libró de mi cuerpo y me devolvió al suelo. Yo no entendía nada. Félix siempre había sido un poco orgulloso, y dejarse ayudar así como así por un desconocido no era muy propio de él. Esta vez no rechistó ante la ayuda de aquel hombre, por lo que se apresuró a explicarme.

—Tranquila, Chispita, no vayas a matar a mi amigo —me dijo Félix sostenido de nuevo por los brazos de aquel desconocido, que sin demasiado esfuerzo pudo sentar a mi marido en una silla—. Déjame que te explique. Él es uno de los rebeldes que se reunían en el bar cuando yo era un chaval y me escondía debajo de la mesa para escuchar sus conversaciones.

Yo le volví a mirar de arriba abajo, ahora aún con más descaro. El hombre sonreía y movía sus pies de un lado a otro, sin poder contener su emoción.

—Era el cabecilla, en concreto. Gracias a ellos oí hablar por primera vez de los bosques, los animales y todas aquellas historias que entonces me parecían tan fantásticas. —Félix miraba entusiasmado al hombre, que se agachó para poder estar a la misma altura que mi marido.

—Vaya, parece que no he cambiado tanto —dijo el hombre guiñando un ojo y rascándose la nuca—. Bueno, la verdad es que unos años después tuvimos otro encuentro, ¿verdad, amigo? Pero no creo que guardes muy buen recuerdo de ello —rio revolviendo con su mano el pelo de mi marido, y él le correspondió con una carcajada y un manotazo en su pierna—. Me llamo Antonio y es un honor para mí poder estar aquí con vosotros.

Se dieron primero la mano y después se fundieron en un abrazo enérgico, de los que en raras ocasiones podrían verse en nuestro día a día.

—Disculpa mi mala educación —se dirigió entonces a mí para tenderme su mano.

—Mi nombre es… —le dije aún sofocada por todo el ejercicio que había hecho y sin llegar a confiar por completo en él.

—Chispita —dijo Félix con energía—. ¿No es un nombre precioso?

—¡Pero ese no es mi verdadero nombre! —le increpé yo furiosa por todo lo que estaba ocurriendo. Aunque en realidad hacía tanto tiempo que todo el mundo me llamaba de ese modo que ya se me habría hecho raro que se dirigieran a mí de otra forma.

—Para nosotros también eres Chispita. Si tú nos das tu permiso, claro. Y bueno, perdonad que os tutee, pero sois como de la familia.

El hombre hablaba muy rápido, demasiado tal vez para entenderle con claridad, y se movía de manera nerviosa dando pasos pequeños hacia uno y otro lado del búnker.

—Y ¿quiénes sois vosotros? —interrogué con los brazos en jarra intentando entender todo lo que estaba sucediendo.

Me estaba poniendo nerviosa. Era imposible mantener una conversación con alguien que no paraba quieto.

—¿Lograsteis escapar? —dijo Félix, como si supiera de lo que Antonio estaba hablando.

—Algunos sí, otros, ya sabéis… —contestó el rebelde, posando su mano en mi hombro y yo no pude evitar pensar solo en mi padre.

MEMORIAS VII

Rodinia, año 201

El uniforme pesaba mucho más de lo que hubiera podido imaginar. Tampoco la metralleta ni el casco eran muy ligeros, ni las botas. No sabía de qué material estaban hechas sus suelas, pero no notaba clavarse ni una sola piedra en la planta de sus pies. Para evitar las zonas más concurridas en esa noche de redadas, había tenido que prescindir del camino más directo a su casa. Eso no solo le haría tardar más, sino que tendría que transitar por zonas mucho más difíciles.

Tenía las palmas de las manos arañadas y ensangrentadas, porque en algunos tramos, debido a los cascotes y la inclinación del terreno, solo podía avanzar con la ayuda de sus manos. Además sentía punzadas en la boca del estómago, donde el agente le había golpeado con la metralleta. Pero eso no era lo que más le molestaba a Félix. Lo peor de todo era el olor a aliento sucio que desprendía el casco del agente y la sed. Tenía la lengua tan seca que no podía ni tragar saliva para refrescar su garganta. En realidad, no le quedaba ni saliva. «Ya falta menos. No puedes parar ahora».

A ambos lados había ruinas de lo que un día fueron edificios. Trepó a lo más alto de la calle, mientras las piedras se caían tras él a cada paso que daba. Allí arriba, aproximadamente a la altura de un tercer piso de los rascacielos abandonados, pudo ver la elevación en la que se asentaba su barrio a lo lejos. Casi lo había conseguido. Sería cuestión de media hora más y lograría estar a tiempo para el recuento, si es que después de toda la agonía lo había.

Era duro subir sobre los bloques de hormigón y hierros enredados, pero resultaba aún más peligroso bajar. Félix cogió aire y se dispuso a iniciar el descenso. También era mucho más divertido. Durante algunos tramos de la bajada se dejó deslizar poniendo ambos pies de lado. Aquellas botas eran realmente formidables, se adherían a las piedras y sujetaban los tobillos como si estuvieran pegadas a la piel. Además, correr con casco era un seguro de vida. Si alguna piedra saltaba por los aires y le golpeaba la cabeza, él ni se enteraba. Y sobre el arma, prefería no pensarlo, pero en caso de necesitarla, allí la tenía con él. Tan seguro se notaba que se atrevió a bajar dando amplias zancadas y saltos larguísimos entre grandes bloques de piedra. A pesar de todo, se lo estaba pasando en grande. Gritaba a veces de miedo, otras de júbilo. Se sentía libre por aquel vecindario al que las bombas habían dejado agonizando. Confiaba tanto en sus pasos que se olvidó de mirar el suelo que pisaba y no pudo sortear el hierro donde se quedó enganchado su pie izquierdo. Durante el último tramo de la cuesta, el cuerpo de Félix bajó sin control dando volteretas. «Tenías que haberlo visto, Chispita, o mejor aún, tenías que haber bajado conmigo».

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