–¿La que estaba a la izquierda y tenía grabada las fechas de nacimiento y muerte? –le preguntó la librera sin sorpresa.
–Sí, la de bronce con el escudo de armas de Cortés. La lápida y los restos de la marquesa de Pignatelli, sepultada en la pared opuesta, no los tocaron. De la iglesia no desapareció ningún otro objeto. No había mucho, en realidad, pero algunos candelabros bañados en oro podían tener cierto valor. El párroco también me dijo que todavía no habían vaciado la caja donde se deposita el dinero de las limosnas de las misas del domingo y estaba intacta. Tenías razón, solo querían los restos de Cortés, no hay duda.
Carmen se le acercó con aire de complicidad.
–Tengo una sorpresa para ti, ven –le anunció, revelando la nueva decisión que había madurado después de su último encuentro.
La librera subió por una escalera de caracol, seguida por Mendieta, hasta un altillo espléndidamente acondicionado. La primera impresión, más que la empinada escalera, dejó a Mendieta sin aliento. Las reproducciones de antiguos códices aztecas estaban exhibidas contra el fondo de una pared verde, las otras dos paredes brillaban con objetos de aspecto inusitado, pero de indiscutible valor. La pared de al lado estaba presidida por un busto del conquistador español, mientras una decena de embarcaciones perfectamente reproducidas –bergantines, carabelas y galeones– se encontraban alineadas en una repisa bañada por la luz azulada de una secuencia de pequeños focos. El resto de la sala estaba inmerso en una luz suave que desde lo alto descendía por las paredes como una cascada de agua que bañaba objetos y libros iluminándolos sin sustraerlos al misterio del que –no había otra explicación– habían sido arrancados en algún momento de su inanimada existencia.
–¡Pero aquí tienes una fortuna! –exclamó Mendieta con un tono de alarma en la voz.
–Cosas raras, es cierto, y un poco curiosas –le respondió Carmen con una sonrisa tranquilizadora.
Mendieta la miró de una manera tan inquisitiva que la librera consideró necesario despejar el camino de las sospechas que probablemente habían asomado a su mente.
–Fíjate bien que no hay nada que pueda comprometerme, puedes estar seguro de que no encontrarás aquí los huesos de Cortés, si es lo que estás pensando. Quédate tranquilo que no soy traficante y lo que estás viendo es todo de origen legal –aclaró–. Los que roban restos en las iglesias sin duda no están interesados en cosas como las que te estoy mostrando, ¿no te parece, querido amigo?
Sobre un almohadón de raso rojo se encontraba apoyado un magnífico par de cuchillos de obsidiana. Mendieta los contempló con admiración: la hoja perfecta, afilada por cientos de manos reverentes, la punta curva, que era lo primero en rasgar la carne, el engrosamiento en el medio, que ensanchaba la herida y cortaba los cartílagos, la empuñadura profunda en torno a la cual se cerraban las manos del sacrificador… Desde los puñales, la mirada se desplazó hasta un pergamino sujeto entre dos láminas de cristal transparente e iluminado por una tenue luminiscencia azulada.
–Es un edicto pontificio –se anticipó Carmen–. Una reproducción, por supuesto, pero hay pocas como esta. ¿Ves las insignias pontificales y el sello? Pertenecen al papa Clemente X. Con este documento el pontífice de aquel momento concedió indulgencias especiales a la primera Confraternidad guadalupana, que nació en tierras de América para defender la aparición de las contaminaciones idolátricas de los nativos y de las maquinaciones de los incrédulos. Se inscribió la flor y nata del clero y la nobleza española y luego la abrieron a los hijos ilustres de los nativos. De ella también formó parte la esposa de Cortés, la noble Zúñiga, por si te interesa saberlo: la primera de las esposas españolas de los conquistadores que se hizo devota hija de la Virgen Morena. Siempre se consideró que Cortés estaba al tanto de las actividades de su esposa y la apoyaba… pero no quiero aburrirte con tantos detalles.
Carmen caminó hasta una pequeña puerta que apenas se distinguía en la pared más oscura, suavemente iluminada por una lámpara que colgaba del techo como el hilo de una tela de araña; abrió un mueble empotrado detrás de esta. Las bisagras chirriaron, una mariposa nocturna salió volando con un torpe batir de alas. La mujer movió algunos libros de un lugar a otro. Cuando encontró lo que buscaba, giró hacia Mendieta con el sobre dorado en las manos, del que sacó un rectángulo marrón que a su vez estaba dentro de un fino envase de plástico transparente.
–Este pedacito de cuero… mira… míralo bien… Es un apunte, un memorándum, podríamos decir. Mira esas líneas: son pocas, pero contienen una gran cantidad de información que la persona que las había escrito podía recordar y transmitir a otras.
Mendieta inclinó la cabeza sobre el rectángulo de cuero. El olor, más que los caracteres grabados, atestiguaba el carácter inusitado del objeto; un olor dulce y áspero al mismo tiempo, de tela quemada mezclada con sustancias aromáticas desconocidas. Un olor familiar, pero al que hasta ese momento no lograba dar un nombre.
–Es copal –le advirtió Carmen–. Del tipo más común. Lo usaban las poblaciones del valle en sus ritos religiosos, del mismo modo que nosotros usamos el incienso en las iglesias. El poseedor de este fragmento probablemente lo mantenía en un ambiente cerrado, una caja, un baúl o una cueva donde se llevaba a cabo algún tipo de ceremonias. Y allí se debe haber impregnado con copal. ¿No es sorprendente que conserve el perfume hasta el día de hoy?
Mendieta sostuvo el pedacito de cuero con creciente reverencia; sus pupilas seguían obedientes los movimientos del dedo de Carmen que rozaba con la punta del índice los distintos detalles del minúsculo códice.
–Hay dibujos en el costado derecho, ¿ves?… Una colina, el bosquejo de una cabaña en la cima… el óvalo del sol naciente… Lo más probable es que esa colina, aunque está apenas esbozada, sea Tepeyac, en la zona norte de Ciudad de México. El dibujo representa un lugar de culto, una capilla, y el punto donde debía ser construida… y estas líneas en caracteres náhuatl…
Mendieta siguió el entramado de líneas que se cruzaban y se separaban dentro de un marco con contornos irregulares, insinuando un paisaje estilizado de colinas.
–Veo que tú también sabes apreciarlo. Y tienes buenas razones. ¡No imaginas el revuelo que provocaría este pequeño rectángulo de cuero en un país como este!
–¿Qué te hace suponer que el códice es auténtico?
Mendieta dejó caer inesperadamente la pregunta.
Carmen la recibió con naturalidad, como si la esperara.
–Debes saber que en este país los códices se transmitían de mano en mano acompañados por un bagaje de informaciones orales muy reducido pero muy, muy preciso.
La expresión jovial de la librera se llenó de comprensión.
–Siempre fue así y aún hoy, en ciertas familias, las cosas no han cambiado. El que los recibía los custodiaba con mucho cuidado para transmitirlos, a su vez, al que venía después y era digno de conocerlos, o por razones de sangre o por disposición del depositario anterior. Así era como hacían los antepasados de los actuales mexicanos y así es como siguieron haciéndolo sus descendientes. La persona que tenía este fragmento de cuero que perteneció al cacique don Lorenzo –continuó diciendo la mujer con estudiada indiferencia– tiene sangre azteca en las venas.
La pausa sonó como una invitación y así lo interpretó Mendieta.
–¿Vive en Ciudad de México? –preguntó de inmediato.
Carmen dudó. Entrecerró los ojos y volvió a estudiar a su interlocutor.
–Más cerca de lo que imaginas –dijo tomando una decisión.
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