Alver Metalli - El regalo de Navidad del señor Mendieta

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El regalo de Navidad del señor Mendieta: краткое содержание, описание и аннотация

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El robo de los huesos de Hernán Cortés el conquistador de México, una serie de misteriosos asesinatos consumados según el ritual azteca de arrancar el corazón, el linchamiento de un mendigo en plena Ciudad de México. Todos los hechos tienen lugar en un corto espacio de tiempo y en el mismo barrio residencial durante los días previos a la Navidad. El testigo de estos hechos es un extraño escritor que reparte su tiempo entre una simpática y culta librera que colecciona objetos antiguos y viejos libros, un profesor de la Universidad Nacional (conocido e influyente anticlerical) y una joven y hermosa asistente universitaria, madre de una hija discapacitada.
Los personajes de la novela, y los eventos aparentemente misteriosos y sin ninguna relación entre sí, se van conectando y adquieren gradualmente un significado congruente. Y completamente inesperado.

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–¿Quiere poner una tarjetita a las rosas, quiere escribir algo? No se olvide de anotar la dirección. Yo mismo iré a entregarlas. A propósito: Matías Arellano. Soy el dependiente del negocio. El dueño ahora no está.

Mendieta correspondió al saludo. Tomó la tarjeta de manos del empleado y se quedó pensativo unos momentos. Después escribió unas líneas y se la devolvió.

–¿Puede entregar el ramo de rosas antes del mediodía?

–Las preparo y se las llevo.

Mendieta salió a la calle. Esquivó a los barrenderos que amontonaban las hojas contra el borde de las aceras, pasó por encima de un montículo y cruzó en dirección a la parada de taxis que estaba al frente.

Apenas lo vio entrar en el auto, Matías Arellano sacó la tarjeta del sobre y leyó: “Para los aztecas las flores representaban la sonrisa de los dioses, la señal de su benevolencia. A quien ama los libros, le encantan las flores”. Suspiró. Tomó las llaves de la camioneta que estaban sobre la mesa y salió del negocio con el ramo de rosas a la altura del pecho. Contuvo el aliento; detestaba el perfume de las flores. Lo que para otros era un aroma agradable, para él solo eran olores nauseabundos. El fastidio que sentía se veía compensado por el recibimiento que le dispensaban en las casas de los clientes de la florería. Matías Arellano tocaba el timbre con las flores en la mano; las puertas se abrían, las caras se iluminaban, las exclamaciones de admiración subían por las gargantas, las miradas más duras se dulcificaban y, a veces, algunas lágrimas humedecían las mejillas.

–Señora, son para usted. –Saludaba con una sonrisa que reclamaba la propina sin ningún disimulo.

Y la propina llegaba con infalible puntualidad.

¿Quién le hubiera negado diez pesos a un simpático joven de cabello enrulado y cara redonda? ¡Cuántos sentimientos correspondidos había en esas rosas, cuántos recónditos mensajes! Esperanzas renovadas, anheladas confirmaciones, señales de afecto que mitigaban los lutos, sorpresas inesperadas que hacían palpitar el corazón. ¿Quién no hubiera recibido con generosidad esos hermosos adornos, cuidadosamente elegidos para consolar por el dolor de una muerte o alegrar la vida y sus amores además de la casa? Después de la entrega, y antes de la propina, Matías Arellano alentaba ocasionales charlas con su burbujeante locuacidad.

“¿Cómo está usted?”. “¡El que le manda estas magníficas flores sabe cómo hacer las cosas!”. “Usted las merece, señorita”. “Señora, realmente ha sabido elegir; ¡se ve que usted tiene muy buen gusto!”. “Sabe que las Euphorbia pulcherrima pueden volver a florecer después de que se secan?”. “¿Las pongo en la sala? Deje, deje. Permítame que las lleve”. “No se olvide de regar la planta si piensa pasar el fin de semana fuera de la ciudad. Una buena jarra de agua y la encontrará tal cual. ¿Piensa hacer algún viaje?”. “¿Cómo hará cuando se vaya de vacaciones? ¿Ya lo ha pensado? ¿Alguien va a cuidarle estas hermosas plantas?”. “¿Cuándo saldrá de vacaciones? ¿Estará fuera mucho tiempo?”.

No eran preguntas desinteresadas, no para Matías Arellano, quien observaba todo con atención, disimulando su interés. Las ventanas, las puertas, el patio, las medianeras con las construcciones vecinas, las escaleras… En fin, llegaba la propina y especialmente alguna confidencia, que el empleado pensaba utilizar para futuros propósitos.

Y estos no eran precisamente tan amables como entregar las flores.

Se vistió en la oscuridad, como lo había hecho en los dos últimos años. Espió la silueta femenina del otro lado de la cortina que dividía la desnuda habitación. Abandonó el dormitorio tratando de no hacer ruido. En la cocina, se ató los cordones de los zapatos, se pasó una mano por el cabello, tomó la bolsa con el desayuno que estaba sobre la mesa y salió a la oscuridad. Se detuvo en la esquina como todas las mañanas a esa hora, y, como todas las mañanas desde hacía tres años, esperó.

Era una parte importante de su vida esperar que la furgoneta del Reparto a Domicilio apareciera en el fondo de la calle. Entonces dos jóvenes cubiertos con impermeables anaranjados lanzaban sobre la acera paquetes bien embalados.

–Todos para ti, Carrasco, ¡Que te diviertas! –gruñó un muchacho enjuto con insolencia.

Carrasco frotó las manos contra el jean y masculló un saludo; ignoró la furgoneta que se había vuelto a poner en marcha, apoyó en el suelo la bolsa con el desayuno y se acercó a los paquetes de diarios. Los levantó de a dos y los arrastró bajo un techo donde los amontonó uno sobre otro. Cuando terminó de colocar el último paquete de diarios, se apoyó en la pila de papel para recuperar el aliento.

La noche era fresca, el cielo un manto gris sin estrellas. La temperatura había bajado, todavía era invierno en Ciudad de México, la oscuridad se estaba disolviendo y el tiempo amenazaba lluvia.

Carrasco sacó un ejemplar de El Universal del paquete superior. Se abotonó la campera; el estampado en la camiseta del fraile gordo con un palo de béisbol en las manos desapareció junto con la leyenda “Los Padres-San Diego”. Recuperó la bolsa del desayuno y se sentó en el usual cantero de cemento a los pies del mismo árbol de siempre: un plátano nudoso ennegrecido por los gases del escape de los autos y que parecía abrirse camino entre los ladrillones de la acera con incontenible energía. Sacó de la bolsa un envoltorio humeante y lo mordisqueó sin ganas, hojeando el diario con la mano libre. Levantó la cabeza y observó el tamal que acababa de morder. Controló el cielo, dudando si debía embolsar los ejemplares o correr el riesgo de repartirlos sin protección. Sacó la lista de los abonados. Ciento sesenta y ocho: dos horas para meterlos en la bolsa y entregarlos, calculó. Su récord personal era una hora y cincuenta y ocho minutos, el tiempo que demoró el veinticuatro de septiembre de dos años atrás para entregar los ejemplares a los suscriptores de su zona. Nunca más consiguió mejorar aquella marca.

“Eran otros tiempos”, pensó mientras metía la lista en el bolsillo de la campera. En esa época tenía una motocicleta Vika 98 que casi nunca se apagaba, el empedrado de Chimalistac estaba en mejores condiciones y las etiquetas de los abonados no se despegaban con tanta facilidad y no había necesidad de pegarlas en la primera página.

Carrasco levantó los ojos al cielo y volvió a fijarlos en los paquetes de diarios. Masculló algo incomprensible y expresó de esa manera la decisión de no hacer nada.

VIII

La hilera de luces intermitentes colgaba a ambos lados de la vidriera anunciando la Navidad inminente. Entró en la librería y la amable propietaria se acercó en seguida a recibirlo.

–Gracias por las rosas, no tenías… –Lo saludó cordialmente Carmen.

Mendieta le tendió la mano, pero ella se anticipó besándolo en la mejilla con naturalidad.

–Y gracias por las hermosas palabras. Es verdad, los aztecas amaban las flores, para ellos tenían un significado religioso… como todo. Por otra parte, te habrás dado cuenta de que la religiosidad de los antiguos mexicanos era exuberante.

–¿Eres creyente? –le preguntó Mendieta con cautela.

–Menos de lo que quisiera, pero, por suerte, Dios es urgente sin apuro, como dice Guimarães Rosas. ¿Y tú?

–No tengo mucha confianza con la religión, ya te habrás dado cuenta.

–Pero frecuentas las iglesias. Esta mañana me dijiste por teléfono que debías ir a una iglesia.

–Pero no para rezar, quería ver con mis propios ojos el lugar donde estaban sepultados los restos de Cortés. Piensa que el párroco se dio cuenta de que habían robado los huesos cuando ya estaba en el altar, cuando empezaba a rezar la primera misa, hace dos días. Vio el nicho perforado, ¡no lo podía creer, pobre hombre! También se llevaron la placa fúnebre –le informó.

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