—Porque él se muere po’ vela de nuevo—se precipitó a decir en voz más baja, como queriendo preservar el secreto que acababa de dejar salir—Tanto así seño, que hoy vendrá a bucame sólo pa’ vé si la ve, aunque sea un ratito.
—¿Él te dijo eso?—preguntó ella, esta vez sin resguardar su interés.
—No seño, él me dio otro motivo, pero yo sé que é así.
—¡Pues yo no quiero verlo!—interrumpió Ana, con un tono tan elevado que varios niños se volvieron hacia ella. Al cabo de unos instantes retomaron sus conversaciones y entonces le dijo a Joaco—. Me hizo quedar mal frente a todos ustedes…
—No fue mi intención ofenderla—respondió una voz que provenía de la ventana que estaba detrás de ellos.
Era Gonza el que habló, que había llegado a buscar a su amigo y quién ahora acaparaba la atención del salón entero. Lo sabía y le gustaba. Sin dudarlo, entró por esa misma ventana y continuó hablando, como si fuera el modo de ingreso habitual. En tanto, Rodolfo Vega se acercó por las dudas a su protegida y, a juzgar por su semblante, estaba dispuesto a pelear si Gonza la volvía a ofender. Pero este ya se había percatado de eso y procuró ser cortés, no tanto por miedo al grandote, sino para no generar un revuelo que pudiera arruinarle ese momento.
—Si así lo hice, le ruego me disculpe—agregó quitándose la boina, ya en tono más suave.
—Sí, lo hizo—afirmó Ana, mirándolo desafiante mientras hacía una pausa para enfatizar—. Y no lo arreglará tan fácil, lo ayer sucedido estuvo completamente fuera de lugar.
—Justamente por eso quiero enmendarlo ¿Qué le parece si la invito a cenar hoy?
Inmediatamente se levantó un murmullo en la clase. Una parte de ella estaba ciegamente atraída a aceptar su propuesta; sin embargo, haría caso a su otra parte, que no estaba dispuesta a dejársela tan fácil.
—Hoy estaré ocupada—le respondió, con un dejo de altanería.
—¿Mañana?—insistió él, habiendo previsto la noche anterior que esa sería su respuesta.
—También—y podría haber seguido preguntando hasta el día del Juicio Final, que ella hubiera contestado lo mismo: “también”.
—¿Qué puedo hacer entonces?—dijo Gonza para sacarla de su esquema.
—Mmm—ahora sí pensó unos segundos antes de responder—. Tengo una idea. Mañana es el día de siembra en la huerta. Si quiere remediar lo que hizo, preséntese a las ocho de la mañana con una pala, un rastrillo y dispuesto a trabajar.
—¡Ahí estaré!—exclamó entusiasmado el joven.
Capítulo 4
Un día en la huerta
Amaneció a las seis y media del día siguiente, del sábado para ser más preciso, con el sonido militar de los gallos de la vecina, Doña Clotilde. Ella era una señora mayor y llevaba su pelo grisáceo abrazado a la nuca por un rodete inmutable frente al paso del tiempo. Su carácter alegre y buena predisposición la hacían parecer diez años más joven. Era su vecina de confianza, con quien se ayudaban mutuamente en momentos de necesidad. Ella ya estaba jubilada hacía unos diez años y contaba también con la pensión de su difunto esposo.
Gonzalo se cambió, higienizó y fue a la cocina, donde Marta y René lo esperaban con el mate y las tostadas. Estaban hablando de las provisiones que debían reponer en el almacén, de cuándo llegarían las cargas en tren y de qué cosas deberían empezar a dejar de lado en sus encargos. Al entrar, Gonza escuchó a su madre mencionar el comino y a su padre agregar el estragón, el laurel y “racionar” las pimientas.
—Buen día ma, buen día pa—saludó, dando a continuación un beso a cada uno.
—Buen día hijo—respondió Marta, mientras René seguía pensando acerca de lo anterior—¿cómo has amanecido?
—¡De maravilla!—les informó Gonza, sin motivo aparente (al menos para sus padres) para tanta euforia y ánimo. Mas no les extrañó, debido a que era joven y tenía bastante energía, lo cual les parecía motivo suficiente.
Abrieron el almacén a las siete y cada uno se encargó de lo suyo. Media hora después, el joven pidió permiso para retirarse a “ayudar a un amigo”. Luego del “sí” de Marta, corrió a su cuarto.
—Ay, este chico René ¡Qué bendición hemos recibido con él!
—De veras que sí.
Gonzalo se colocó el jardinero y fue en busca de la pala que estaba en el armario de herramientas. El mismo se encontraba afuera, donde guardaban la mercadería y él su bicicleta. Allí encontró también un pequeño rastrillo; con esos utensilios salió en busca del carro. Montó en él, y con un movimiento de riendas, el tordillo comenzó a caminar.
La huerta quedaba a cinco cuadras del colegio, sobre la calle del hospital. Ésta era, a su vez, la misma de la cantina “El Rincón”, que se ubicaba en el límite que daba al este con el desierto y al norte con las Colinas del Oro. Su nombre deriva de una vieja leyenda que afirmaba que los antiguos jefes de las tribus que habitaron esas tierras habían encontrado grandes cantidades de dicho metal precioso. A raíz de esto, los pobladores realizaron decenas de excavaciones en distintos lugares de aquellas colinas, pero ninguno logró traer al poblado más que polvo y azufre. Sin embargo, por alguna extraña razón, decidieron mantener su nombre.
Pasó a buscar primero a su amigo Joaco, siempre dispuesto a acompañarlo a donde el blondo fuera y que, además, debía ayudar ese día. Bastaron dos aplausos para que el moreno saliera de su hogar.
— ¿Qué hacé Gonza?—le dijo, mientras se acercaba para saludarlo.
—Todo bien ¿vos Joaco?—contestó durante lo que finalmente fue un abrazo.
—¿A dónde llevá esa’ flore’?—preguntó a Gonza señalando los jazmines que había en el carro.
—Las encontré en el camino, son para tu maestra ¡Espero que le gusten!
—Sí, seguro—afirmó su compañero con un dejo de ironía. Conociendo a “la seño”, suponía que así sería, pero mostraría todo lo contrario—mejor dejala’ acá—le recomendó.
A dos cuadras ya se divisaban algunas personas en la huerta, debido a que el arado del suelo era la única elevación con que se cortaban los rayos del sol. Uno metros más cerca, algunas caras se dejaban reconocer. La pequeña Carolina sostenía unos rabanitos, mientras que un niño cavaba tres agujeros en uno de los montículos rectilíneos de tierra. A unos pocos pasos se encontraba Ana, que observaba con atención a Rodolfo Vega palear en el centro de la huerta para colocar una planta que a esa distancia no llegaban a distinguir. Había unos metros más adelante, un chico y una chica arrodillados, extrayendo del suelo plantas de lechuga.
—Ahí etá la que te va a hacé laburá como un perro hoy—se burlaba Joaco mientras señalaba a su maestra con la cabeza.
—Que me haga lo que quiera—le respondió intrépidamente el mayor—pero yo la voy a volver loquita a ella, vas a ver.
—¡Vah a tené que trabajá mucho eh! Mirá que nunca la vi a la seño salí con nadie. Ni siquiera la vi andá pensando así, como piensan la’ mujere’ cuando se enamoran—le mostraba a su compañero inclinando la cabeza y desviando su mirada a ninguna parte—. Siempre anda muy concentrada enseñándono’ a nosotro’ y ayudándono’ con nuestro’ problema’—le confesó su amigo.
El carro seguía avanzando al paso del animal, sin detenerse, por lo que ya se encontraban a una cuadra. La maestra, al oír los vasos del caballo, volteó en dirección al carro. No llevaba puesto su usual guardapolvo blanco, sino un pantalón vaquero y una camisa vieja, botas en los pies y las manos llenas de tierra. En el momento en que ella vio de quién se trataba se le iluminaron los ojos, al igual que los del joven almacenero. Como era de esperar, ella corrió la mirada un segundo después.
Читать дальше