Ignacio Olaviaga Wulff - Hace mucho

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"Hace mucho" relata el nacimiento del amor entre Ana y Gonzalo, dos adolescentes que habitan un pueblito del lejano oeste tiempo antes de que exista internet, los celulares e incluso las primeras computadoras de escritorio. Ana tiene dieciséis años y es la menor de cuatro hermanas. Durante el día es maestra en la pequeña escuela municipal, mientras que por las noches trabaja en la cantina El Rincón, propiedad de su padrastro. Gonzalo tiene dieciocho años y es hijo único de una pareja de almaceneros, con quienes hace un año y medio colabora en el local por las mañanas, para luego hacer los repartos de mercadería por las tardes.
Un día, entregando un encargo en el colegio donde Ana trabaja y al que asiste su amigo Joaquín (quien lo acompañaba en ese momento), se vieron por primera vez, quedando flechados al instante. Nada de lo que sucedió a continuación fue planeado, aunque sí propiciado por los protagonistas de esta historia, que verán su romance puesto a prueba en varias ocasiones y por diversas circunstancias ¿Serán capaces de superarlas y lograr que su relación prevalezca? ¿Estarán dispuestos a correr riesgos por encima de sus posibilidades para salvarla?
Una cosa es segura: para encontrar las respuestas, deberán dejar de lado su orgullo y lanzarse por completo a la maravillosa (y peligrosa) aventura del amor.

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Joaco y Gonza comenzaron a reírse como solían hacerlo en cada encuentro en el kiosco; aunque esta vez era otro el lugar y la condición física de su anfitrión era más frágil, su sentido del humor seguía intacto. Era una de esas personas que transformaban el peso de los años y las malas experiencias en alegría y ganas de vivir. Al contrario de Los Rebeldes, Don Augusto amaba el pueblo, al que conocía como la palma de su mano y al que vio crecer desde sus inicios, con unas pocas casas alrededor de la plaza. Hoy reunía cerca de dos mil habitantes y contaba con código postal propio, estación de ferrocarril y próximamente instalarían líneas telefónicas.

Pasaron casi dos horas entre risas y cuentos, cuando el médico entró a la habitación.

—Llegó “el botón”—susurró Don Augusto, elevando luego el volumen—me parece que se acabó la fiesta por hoy chicos. El doctor me tiene que hacer el chequeo diario, así que si Dios quiere los veré en el kiosco en un par de días.

—¡Adiós Don Augusto!—se despidieron los jóvenes, e hicieron una reverencia al doctor previo a dejar la habitación.

Antes de salir del hospital, saludaron a la recepcionista, quien apenas les devolvió el saludo levantando las cejas sin sacar la vista de la planilla que tenía enfrente. Una vez afuera, desataron al tordillo, que había dejado de comer y ahora miraba a Gonza como diciéndole que se quería ir. Como era costumbre, el mayor tomó las riendas mientras el joven moreno se ubicó del lado del acompañante. El carro se puso en marcha sin que el rubio hiciera un movimiento de riendas, guiado por la voluntad de su corcel.

Durante el regreso, los muchachos hablaron de Don Augusto, de Los Rebeldes y de lo que iban a hacer al día siguiente. A Gonza le esperaba un día muy atareado: debía abrir el almacén y atender la caja hasta el mediodía, momento en que lo relevaría su padre, para que él pudiera ir a la estación a recibir la mercadería que llegaba en el tren de las catorce horas. A su vez, tenía un par de encargos que repartir antes de que anochezca, más los que se pudieran agregar en el transcurso del día. Joaco, por su parte, debía asistir a la escuela desde las ocho, hora del desayuno, hasta alrededor de las quince. Minutos más, minutos menos, esa era la hora en que los chicos terminaban de almorzar y partían para sus casas.

Gonza le ofreció a Joaco si quería que lo pasara a buscar por la escuela al regresar de la estación, tratando de disimular su interés por ir a la escuela con un “total, sólo me tengo que desviar tres cuadras”. Hacía falta mucho más que eso para engañar al chico de quince años que iba a su lado. No obstante, Joaco decidió aceptar la propuesta sin discutir y al cabo de algunos minutos llegaron a su casa. Tenía un pequeño jardín en la entrada con juguetes desparramados. La ventana que daba al frente estaba iluminada y se oían gritos de niños desde adentro.

—Se etán peleando po’ la comida—comentó Joaco con una sonrisa de afecto. Le agradaban esas peleas porque lo hacían sentir en casa—. Siempre lo’ tengo que separá yo ¡No’ vemo’ mañana Gonza!

—Chau Joaco, hasta mañana—se despidió viendo al otro entrar a su casa con el ceño fruncido para simular enojo y poniendo voz de mando poco creíble.

Mientras subía al carro, Gonza observó entre las cortinas que Joaco saludaba a su madre y se sentaba en la mesa con sus cuatro hermanos menores. Su padre, por su parte, trabajaba en el campo, a unos cincuenta kilómetros del pueblo. Venía a la casa los fines de semana y luego volvía a trabajar. Siempre traía algo de lo que había cosechado para su patrón, además de un poco de dinero, que su mujer administraba cuidadosamente durante la semana. El mayor de sus hijos era la autoridad de la casa en dichos períodos, ya que a su madre le habían “tomado el tiempo” y no les infundía temor alguno.

Gonza llegó al almacén justo antes de que anochezca, guardó el carro y ató al caballo en el palenque de enfrente. Luego le llevó agua en un balde que había bajo la canilla de afuera del almacén.

—Hola hijo—saludó Marta en su tono habitual. Sin embargo, le causó más alegría que de costumbre ver a su hijo, dado que, a excepción de dos ancianos, era la única persona que visitaba el local en todo el día—¿Cómo estás?

Luego de besar a su madre en la mejilla, le dijo “muy bien ma ¿y vos?”. A lo que ella, con aire de aburrimiento y algo de resignación respondió “como todos los jueves”.

Por lo general, el jueves era el día de menor clientela, y con la suba de impuestos de la semana anterior, eso se hizo aún más evidente. Aunque el aumento no fue inmenso, tuvo repercusión en la economía de muchas familias del pueblo. Todo era un poco más difícil desde entonces, ya que la gente dejaba de comprar productos como aceitunas y algunos aderezos prescindibles a la hora de cocinar. Había que empezar a “rebuscárselas”, como se suele decir. Afortunadamente, tanto la familia de Gonza como la de Joaco conocían de eso y bastante.

En ese momento entró René “Hola hijo” lo saludó, y volviéndose a su esposa agregó “querida, está hirviendo el agua”.

—¿Qué hay para comer, ma?—preguntó el joven.

—Guiso de lentejas—contestó yéndose Marta.

—¿Cómo estaba Don Augusto, hijo? ¿Lo pudieron ver?—quiso saber René.

—Sí, estuvimos con él. Estaba en una sala de terapia menor. Fuimos con Joaco y como siempre nos hizo reír ¡Pobre!—exclamó Gonza recordando la imagen de Don Augusto inquieto en la camilla—. Hizo todo lo posible para disimular lo que le molestaba estar ahí y lo inútil que se sentía. Por fortuna, si sigue mejorando saldrá en dos días; en mi opinión, no aguantaría más que eso tampoco—miró a su padre y ambos se echaron a reír.

Capítulo 3

Gonza vuelve a la escuela

Un rayo de sol se fugaba entre las cortinas, para posarse sobre sus ojos. Se levantó dando un salto. “¡Me quedé dormido!” pensó Gonza, mientras se ponía su pantalón marrón claro y alpargatas blancas. La noche anterior se había acostado con la camisa que ahora ensayaba planchar con sus manos, sin mucho éxito. Las vueltas que había dado hacía apenas unas horas sin poder conciliar el sueño la habían arrugado demasiado.

Había permanecido despierto hasta comenzada la madrugada, imaginando cómo sería aquel encuentro en la escuela; como una hermosa visión que daba vueltas en su cabeza una y otra vez, y a la cual no quería poner fin. Contrastando con la tenue luz de su habitación, la de sus pensamientos resultaba enceguecedora: en su mente, se encontraba en el colegio parado frente a la mujer más linda que había visto. Pensaba en lo que le diría cuando fuera a buscar a Joaco ese día. Se le había ido una hora ideando excusas para hablarle y otra más pensando en cómo la saludaría, antes de lograr dormirse. No quería dejar nada librado al azar.

Eran pasadas las siete y el almacén debió estar abierto desde hacía rato. Gonza pasó por el baño y se lavó los dientes. Atravesó el pasillo en puntas de pie mientras escuchaba los ronquidos de su padre. La ventana del pequeño living-comedor daba luz a toda la casa. Pasó rápidamente por la cocina sin probar bocado y abrió la puerta que daba al almacén.

Allí estaba su madre, limpiando los estantes de detrás del mostrador. Ya había terminado de sacar afuera todo lo que guardaban por las noches. También había hecho un cartel con las ofertas del día y lo había pegado en la ventana que daba a la vereda.

—Buenas noches—lo saludó Marta irónicamente, sin dejar lo que estaba haciendo—¿Te quedaste dormido hijo?—agregó con cierto desconcierto.

—Buen día ma—respondió su hijo sin seguirle la corriente, consciente de que su madre tenía razón—¿Ha venido algún cliente hoy?

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