Ignacio Olaviaga Wulff - Hace mucho

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"Hace mucho" relata el nacimiento del amor entre Ana y Gonzalo, dos adolescentes que habitan un pueblito del lejano oeste tiempo antes de que exista internet, los celulares e incluso las primeras computadoras de escritorio. Ana tiene dieciséis años y es la menor de cuatro hermanas. Durante el día es maestra en la pequeña escuela municipal, mientras que por las noches trabaja en la cantina El Rincón, propiedad de su padrastro. Gonzalo tiene dieciocho años y es hijo único de una pareja de almaceneros, con quienes hace un año y medio colabora en el local por las mañanas, para luego hacer los repartos de mercadería por las tardes.
Un día, entregando un encargo en el colegio donde Ana trabaja y al que asiste su amigo Joaquín (quien lo acompañaba en ese momento), se vieron por primera vez, quedando flechados al instante. Nada de lo que sucedió a continuación fue planeado, aunque sí propiciado por los protagonistas de esta historia, que verán su romance puesto a prueba en varias ocasiones y por diversas circunstancias ¿Serán capaces de superarlas y lograr que su relación prevalezca? ¿Estarán dispuestos a correr riesgos por encima de sus posibilidades para salvarla?
Una cosa es segura: para encontrar las respuestas, deberán dejar de lado su orgullo y lanzarse por completo a la maravillosa (y peligrosa) aventura del amor.

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—Hola hijo, hola Joaco ¿cómo están?—saludó la madre de Gonzalo, que estaba acomodando unas latas cerca de la entrada.

—Hola Marta, hola Don René—saludó su amigo, que ya era prácticamente un hijo más allí.

—¿Cómo estás Joaco?—agregó el padre, que se encontraba detrás del mostrador arreglando una pieza.

—Mamá, papá ¿saben por qué estaba cerrado lo de Don Augusto?

—Sí hijo—respondió su madre con cara de preocupada—es terrible.

—Pero ¿qué pasó?—inquirió Gonza ansioso.

—Lo asaltaron hace dos horas. Según nos dijo Clotilde (la vecina de enfrente), habrían sido dos hombres que se lo llevaron y lo dejaron tirado en un zanjón todo lastimado.

—¿Y la policía dónde etaba?—agregó Joaquín.

—Ellos llegaron más tarde, avisados por un vecino, que al ver el local cerrado tocó la campana y como nadie respondía, prefirió pecar de molesto que de despreocupado. Empezó a preguntar a otros vecinos si sabían por qué había cerrado tan temprano o si lo habían visto salir. Una mujer comentó que lo había visto cerrar el local e irse en compañía de dos hombres, quienes supuso habrían sido familiares que lo estaban ayudando. Oído esto, el vecino fue inmediatamente a dar aviso a la policía para que los fueran a buscar.

—¿Y qué pasó después?—insistió Gonza, ansioso por saber el final de la historia y, sobre todo, por conocer el estado de Don Augusto.

Doña Marta tomó aliento y lo soltó largamente, antes de proseguir:

—Lo encontraron a los pocos minutos en un zanjón en dirección a las colinas y a dos cuadras del hospital, así que afortunadamente lo pudieron trasladar de a pie entre dos. Al mismo tiempo un tercero avisó al doctor, ya que hoy era su día libre.

—¡Ahora entiendo por qué estaba tan apurado!—interrumpió su hijo.

—¡Pobre Don Auguto!—agregó el jovencito moreno—¡Justo a él que é réquete güeno!

—¿Y cómo está?—preguntó Gonza sin dejar pasar segundo.

—No muy bien—esta vez era su padre quien hablaba, dándole un respiro a su mujer, a quien conocía como nadie y sabía perfectamente que estas cosas le afectaban, incluso al contarlas—. Tiene algunos cortes en la cara y los brazos, de la paliza que le propinaron los indeseables esos al resistirse a ser llevado, pobre hombre.

—¿Qué te parece Joaco si lo vamos a visitar, eh?—sugirió el mayor.

— ¿Le parece bien Doña Marta?—repreguntó Joaquín quien, a pesar de la condición económica de su familia, tenía modales bien arraigados.

—Claro, me parece una gran idea ¿y a vos René?—hizo extensiva la pregunta a su marido.

—Por supuesto—contestó él—pero no lo aturdan—les advirtió—. Tampoco se queden mucho si lo ven cansado, ya que probablemente esté sedado y necesitará descansar para reponerse de semejante sacudón.

—Sí, sí. Adiós mamá, adiós papá—los saludó Gonza, ansioso por salir.

—Adiós Marta, adiós Don René—exclamó Joaco a las apuradas.

—¡Hasta luego chicos!—alcanzó a despedirse la señora Martínez y agregó—¡Saludos a Don Augusto!

Capítulo 2

Visita a Don Augusto en el hospital

Eran alrededor de las cinco de la tarde cuando Joaco y Gonza llegaron al hospital. Dejaron el carro a un costado, donde el tordillo pudiera pastar. La entrada principal daba a la calle J. Newbery, que era la segunda más importante del pueblo. Sobre esa misma calle, a unas veinte cuadras en dirección al este, se encontraba la cantina El Rincón, propiedad del padrastro de Ana, cuyo nombre fue otorgado por encontrarse precisamente en el extremo noreste del pueblo. Como sucede en la mayoría de los casos, la vivienda de la joven maestra y sus hermanas estaba ubicada justo arriba.

—Acá a una’ quince o veinte cuadra’ vive la seño—dijo Joaco antes de ingresar al hospital mirando en dirección a la casa.

—¿Cerca del Banco Hudson?—preguntó Gonza con disimulado interés.

—Enfrente—especificó Joaquín.

—Querrás decir “casi enfrente”, porque si mal no recuerdo, ahí hay un bar.

—Te acordá bien—contestó el más joven, poniendo cara de obviedad.

Perplejo al no entender lo que quiso decir, Gonza preguntó “¿Entonces?”. Su tono era inquisitivo y su mirada, atónita. Su compañero no cambió el semblante, sino por el contrario, enfatizó su tono burlón al responder:

—Y bueno, é ahí donde vive.

—¿En un bar?—la pregunta que desató la risa de Joaco.

—¡Jajaja, no nabo, tiene su casa arriba!—le respondió el moreno, mientras lo empujaba por el brazo casi a la altura del hombro.

—Callate y entremos—ordenó el mayor ofendido, a la vez que procesaba la valiosa información que su amigo le acababa de proporcionar.

Al traspasar la puerta de entrada se dieron cuenta de que era mucho más oscuro de lo que recordaban. Estaban parados frente a una señora de grandes dimensiones que se encontraba detrás de un pequeño mostrador de madera que hacía las veces de recepción. Hacia los costados se dibujaban dos pasillos. Al término del breve intercambio de palabras con la recepcionista, tomaron el pasillo izquierdo hasta el final y luego a la derecha, adentrándose en el edificio. El suelo y las paredes eran de cemento. El pasillo tenía habitaciones en ambos costados y cada una era identificada con un cartel blanco indicando su número en azul. Hacia el final del corredor, de unos treinta metros aproximadamente, se desplegaba una escalera cuya parte superior recibía un rayo de sol proveniente del segundo piso. Subieron y efectivamente había mucha más luz, debido a las ventanas en los espacios comunes.

Los dos adolescentes se detuvieron frente a una puerta y sólo después de mirar el número por segunda vez, decidieron tocar. Una voz grave y disfónica los autorizó a entrar.

—Es él—afirmó Gonza, reconociendo el tono agradable, aunque algo ronco, del kiosquero.

Una vez adentro, se encontraron con una cama vieja que hacía las veces de camilla, sobre la cual reposaba el lastimado pero sonriente Don Augusto. La habitación contaba con una mesita y unos estantes que contenían medicamentos.

—¡Chicos, qué sorpresa! ¿Cómo están?—exclamó el anciano, disimulando el esfuerzo, para dejar traslucir su alegría de verlos.

—Muy bien ¿y usted?—respondieron los dos al unísono.

—Acá ando, ya estoy recuperado y me tratan como a un inválido—se quejó el viejo que, a pesar de su edad, estaba acostumbrado a valerse por sí mismo.

—Nos enteramos de lo que le sucedió—dijo Gonza, tomando la palabra—y queremos darle una paliza a esos sinvergüenzas ¡Espere que los encontremos, le van a venir a pedir perdón de rodillas!

—No hijo, no vale la pena. Ya se llevaron lo poco que tenía para vivir—respondió el paciente con cierta desazón.

—¿Usté lo’ vio? ¿Sabe quién fue?—preguntó Joaco.

—Sí—dijo al fin, como si no tuviera ganas de recordarlo—son Los Rebeldes. Viven en las afueras de la ciudad, detrás de las colinas, porque no están de acuerdo con nuestras reglas. Afirman que prefieren vivir en libertad, pero en realidad coexisten con el desorden y el caos. Se podría decir que viven en una villa de emergencia, aunque ellos prefieren llamarle “colonia”.

—¿Entonces—preguntó Gonza, extrañado—qué les ha hecho usted para que lo traten así?

—Verás hijo—su tono era como el de un padre—el desorden en el que viven es tan grande que no hay suficiente producción para alimentar a todas las familias. También necesitan algunos insumos básicos como medicamentos, ropa y aceite de cocina. Pero en mi opinión, estos bandidos vinieron en busca de cigarrillos para comercializarlos en la colonia. De otro modo, no veo razón para que hayan saqueado el kiosco, excepto por el poco dinero que tenía o un antojo de dulces.

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