Otro tema —también referido al segundo grado— es el caso de las nulidades. Una declaración de nulidad se sustenta en que el prejuicio de causa de inobservancia de una forma consiste en que el acto no cumple su fin, y eso vale también para lo que en doctrina se llama nulidad reglada o conminada . Por ejemplo, esos artículos en que, como se dice en los códigos, “se hará tal cosa bajo sanción de nulidad”, se refieren a una nulidad conminada, y en todas vale lo mismo. Es decir, la idea está en que, si se sanciona con nulidad, es porque presume la ausencia de forma o desviación de la forma a pedido que el acto cumpla su fin. Si esto es así, ¿por qué no establecemos reglas a partir de su situación que es absolutamente formal? ¿Por qué no decimos que “si el fin del acto se cumple no hay nulidad”?
Si quieren lo llamamos principio de instrumentalidad de las formas o “derivación del principio de economía procesal”, o como quieran: el nombre es poco importante, porque después se complementa. Lo que importa es que, si una sala superior advierte que el acto cumplió su fin, entonces no puede anularlo, porque costó nueve o diez meses subir el expediente para que lo vean. Hay costo, dolor y angustia, eso pasa. Entonces, no hay que devolverlo por devolverlo. En segundo lugar, en la hipótesis de que hubiera perjuicio, ¿por qué no intentar la subsanación o convalidación en incidentes en ese segundo grado? Para evitar el retorno. Es decir, colocar la declaración de nulidad como última opción. Esto es lo válido.
Yo me imagino que alguien puede estar pensando que no se ha tomado en cuenta la diferencia entre nulidad relativa y absoluta. No es cierto: sí se ha tomado en cuenta. Lo que pasa es que esa diferencia es muy sofisticada y poco seria, porque nadie sabe cuál es la línea que divide una de otra. En mi opinión, esto sirve cuando el perjuicio está claro, pues las nulidades absolutas permiten que el juez actúe de oficio sin necesidad de peligro. Eso es todo y no hay que complicar el tema, porque lo estamos complicando en sede nacional, cuando para el juez superior de mi país es absolutamente natural anularlo: casi se siente feliz cuando anula, y hasta llega a ser un homenaje al enunciado normativo: “¡Qué bien! Dejo sin efecto esto porque no cumplieron con el inciso H, la regla H”, o cualquier otra tontera. Eso es un desvanecimiento de la concepción auténtica del juez militante y que debe estar a la altura de las angustias que está decidiendo y resolviendo.
Un tema más: el tema de la oralidad. Aquí sé que va a haber discrepancias. En los tres primeros años de vigencia del código, el doctor Giusti hizo trabajos de investigación desde la OCMA para apreciar cómo se iban desarrollando los procesos con el nuevo código y encontró una maravilla: que más del 90 % de los procesos sumarísimos acababa en audiencia, con sentencia o con alguna forma de conclusión del proceso por el mérito. Esto en los tres o cuatro primeros años de vigencia.
Hoy tengo un par de casos laborales con citas para audiencia para el próximo año, y yo sé que el día que vaya a la audiencia va a ser una reunión o rito y se va a pedir que yo deje la contestación en físico. Entonces, el demandante va a conocer mi contestación, pero realmente no la va a conocer: la va a pesar y no la va a contestar, porque se la estoy entregando en ese momento. Eso es lo que tenemos aquí. La oralidad, amigos, ténganlo muy en cuenta, no es para pobres. La oralidad es un atleta que consume esteroides anabólicos y va a tener el pecho lleno de medallas a los cuarenta años, pero en silla de ruedas y con un par de paros cardiacos que superó con mucha suerte. Ese es el dato real, eso es lo que hay que analizar, no hay que entusiasmarse. La oralidad es la espuma de la cerveza y no la cerveza; es muy peligrosa cuando no se tiene dinero ni disposición.
Un tema más, para empezar a concluir, y que yo llamo “fugas de la jurisdicción”. Como es obvio, un sistema judicial defectuoso produce fugas. Yo voy a referirme a dos: la primera es el arbitraje y la segunda es la “autotutela ejecutiva” —ese es el nombre que le he puesto, puede que haya uno mejor—.
El arbitraje ha adquirido un gran auge en sede nacional, lo que me parece excelente siempre que haya nichos que permitan que el abogado lo pase mejor: el colega debe estar agradecido de esto. Lo que ocurre es que el arbitraje tiene presupuestos que, en mi opinión, no son advertidos y suelen ser dejados de lado. Esto hace que la privatización de la justicia sea peligrosa.
¿A qué presupuestos me refiero? El primero es que haya una equiparidad entre las fuerzas de los contendores. Por ejemplo, es difícil que discuta un productor con un distribuidor, porque hay una relación vertical, y como no hay juez —sino un árbitro—, esa situación de desequilibrio va a ser peligrosa. Es un presupuesto el que haya alguna suerte de equiparidad en las posibilidades de acceso. El arbitraje no es para cualquiera: es para partes iguales. En segundo lugar, hay unos enormes costos procesales, tanto que afectan el presupuesto anterior, y en tercer lugar, el arbitraje tiene dificultades muy severas para asegurar la imparcialidad de la decisión. Me refiero a esto último porque son muchos casos en los cuales los árbitros son abogados de una de las partes, y es presidente en el de más, y si no es el abogado, entonces es el estudio. En muchas ocasiones la elección del presidente casi siempre da forma al laudo desde el día de la instalación. Entonces, los contextos restringidos contribuyen al intercambio de favores: se desarrolla una suerte de hermandad cerrada y controlada donde hay hilos invisibles y misteriosos que producen fallos realmente insólitos. Hay que cuidar el arbitraje. Me parece muy bien que sea una alternativa, pero hay que tener cuidado con lo que allí se desarrolla y cómo se desarrolla.
El segundo tema es mucho más importante. Como ustedes saben, este liberalismo al cual me referí al comienzo tuvo un punto de acuerdo en Washington: se llama el Consenso de Washington. En este lugar, en el año 2002 se realizó una conferencia: la Sexta Conferencia Especializada Interamericana sobre Derecho Internacional Privado, y se aprobó ahí una ley modelo, a la cual yo le tengo terror, así como a las leyes modelos: una ley modelo de Ley Interamericana de Garantías Mobiliarias, y claro, como nosotros somos obedientes hasta la exageración, tomamos ese modelo en el año 2006.
Entonces la prenda civil desapareció del código civil en el 2006; pero obviamente quedó fuera también la prohibición del pacto comisorio. Pero nosotros hemos tenido esa figura desde el código civil de 1852. Sin embargo, todavía quedaba un poquito de pacto comisorio en un artículo del derecho de retención en el código. Lo que quiere decir ahora la norma es “que el acreedor no puede adquirir la propiedad del bien retenido, pero puede acordar adjudicárselo al valor convenido, y que hay un tercero que hará efectiva esa decisión”, en otras palabras, “se mantiene el pacto comisorio, pero no hay pacto comisorio”.
Y más adelante la norma se complementa diciendo “el tercero no puede ser el acreedor”, y yo no sé si es ironía o maldad, pues es obvio que no puede serlo, o de repente que lo sea porque ya hay violación. Esto se da porque esta ley es una versión contemporánea de la lex mercatoria , que no tiene parámetros éticos y no tiene valores jurídicos, y que es abierta y groseramente inconstitucional. Pero son esas situaciones de inconstitucionalidad que a los constitucionalistas no les importan, ya que a ellos solo les importan los patrones: “debido proceso”, “derechos humanos”, es decir, los géneros o universales, pero los desventajados se pierden en el caso concreto y no en esos principios. Por esos principios podemos luchar toda una vida, pero con más del 30 % de pobreza extrema.
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