Congreso Internacional de Derecho Procesal

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La publicación de esta serie de trabajos es un esfuerzo conjunto realizado por el decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Lima y los docentes del curso de Derecho Procesal de esta casa de estudios. Ya desde el 2017 se mostró un interés por promover foros científicos de notable trascendencia que convocaron a importantes académicos nacionales y extranjeros, el cual se materializó en los congresos internacionales de Derecho Civil y de Derecho Procesal en el 2018. Este último, realizado en los días 18, 19 y 20 de septiembre, conmemoró los veinticinco años de vigencia del Código Procesal Civil de 1993 y abordó los ejes temáticos «Realidad, reforma y tecnología», temas que fueron expuestos por ponentes de talla mundial como Francisco Ramos Méndez, de España; Adolfo Alvarado Velloso, Gustavo Calvinho, Andrea Meroi, de Argentina; Federico Lee, de Panamá; Alejandro Abal Oliú, del Uruguay; también estuvieron presentes los principales representantes del procesalismo peruano como Eugenia Ariano, Juan Monroy, Nelson Ramírez, Raúl Canelo, entre muchos otros, nacionales y extranjeros, cuya ausencia en este espacio no desmerece su importancia en la realización del congreso. Esto no hubiera sido posible sin la participación del decano de la Facultad de Derecho, de los integrantes de la Comisión Organizadora, de los ponentes invitados y del público asistente, entre ellos alumnos, cuya participación conjunta hizo del evento una celebración académica exitosa que hoy, a través de esta publicación, ve la luz.

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2. Toda persona inculpada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se establezca legalmente su culpabilidad. Durante el proceso, toda persona tiene derecho, en plena igualdad, a las siguientes garantías mínimas:

a. derecho del inculpado de ser asistido gratuitamente por el traductor o intérprete, si no comprende o no habla el idioma del juzgado o tribunal;

b. comunicación previa y detallada al inculpado de la acusación formulada;

c. concesión al inculpado del tiempo y de los medios adecuados para la preparación de su defensa;

d. derecho del inculpado de defenderse personalmente o de ser asistido por un defensor de su elección y de comunicarse libre y privadamente con su defensor;

e. derecho irrenunciable de ser asistido por un defensor proporcionado por el Estado, remunerado o no según la legislación interna, si el inculpado no se defendiere por sí mismo ni nombrare defensor dentro del plazo establecido por la ley;

f. derecho de la defensa de interrogar a los testigos presentes en el tribunal y de obtener la comparecencia, como testigos o peritos, de otras personas que puedan arrojar luz sobre los hechos;

g. derecho a no ser obligado a declarar contra sí mismo ni a declararse culpable, y

h. derecho de recurrir del fallo ante juez o tribunal superior.

3. La confesión del inculpado solamente es válida si es hecha sin coacción de ninguna naturaleza.

4. El inculpado absuelto por una sentencia firme no podrá ser sometido a nuevo juicio por los mismos hechos.

5. El proceso penal debe ser público, salvo en lo que sea necesario para preservar los intereses de la justicia.

El ejercicio de cualesquiera de esos derechos demanda tiempo y, con frecuencia, esas “formas procesales” aparecen como obstáculos difíciles de comprender para el tipo de problemas y conflictos que se pretenden canalizar a través de la justicia. Con lucidez se ha dicho que “este problema es muy grave porque muchas buenas causas, muchos casos en los que la justicia del caso es evidente, se ven sometidos a un tratamiento formal absolutamente indispensable y valioso por el tipo de respuesta violenta que se espera , pero que suele desesperar a los actores sociales” (Binder, 2017, p. 31, énfasis en el original).

En no pocas ocasiones, esas mismas garantías procesales entran en contradicción. Así, el ejercicio irrestricto de ciertas garantías por las partes (derecho a la audiencia, derecho a la prueba, derecho al recurso, etcétera) puede conducir a la violación de la garantía del juzgamiento en plazo razonable, incluido en el mismo catálogo.

Hay un punto en que “en tanto aumenta su contenido técnico, también aumenta la demanda de los legos tendiente a obtener una administración de justicia que les resulte inteligible”, algo que —por lo demás— también reclaman los juristas, al menos para determinados casos (Binder, 2017, p. 34) 3.

Ciertamente, la búsqueda y definición de los equilibrios que hagan que las “garantías” no generen su propia contradicción es una tarea asaz difícil y delicada.

Otras veces, la imposibilidad de un juicio rápido o “en tiempo razonable” tiene que ver con ratios inadecuadas entre cantidad de causas, por un lado, y recursos humanos y materiales para sustanciarlas y decidirlas, por el otro.

Las sociedades actuales están caracterizadas por altas dosis de inconformismo y una mayor información acerca de los derechos y de las posibilidades de su defensa en juicio. Más aún, “nuevos derechos” se han incorporado a los textos constitucionales y convencionales. De ahí que no sorprenda que los índices de litigiosidad crezcan en niveles exponenciales y que los esfuerzos jurisdiccionales vayan siempre a la zaga.

Una vez más, cabe que nos preguntemos si el proceso es la solución mejor o —tan siquiera— la solución posible en un número muy significativo de los cada vez más y mayores conflictos que se presentan ante la autoridad judicial. Cabe que analicemos seriamente si no resulta indispensable reformar todo el servicio de justicia, entendido como sistema , apuntando a una taxonomía de los conflictos que permita evaluarlos y derivarlos al mejor método de solución por consenso (negociación, mediación y sus múltiples y modernas variantes) o de resolución por adjudicación (proceso judicial, arbitraje).

4. DURACIÓN DEL PROCESO: ¿SE QUIERE IR MÁS RÁPIDO?

Hace ya muchos años, Piero Calamandrei titulaba un memorable estudio en homenaje a Francesco Carnelutti, Il processo come gioco (1950, pp. 23 y ss.), dando cuenta del innegable fenómeno de una conducta procesal determinada estratégicamente por los intereses personales y egoístas de cada uno de los litigantes.

Muchas visiones de lo procesal suelen ser estáticas, esto es, desvinculadas de los despliegues dinámicos, relacionados con la estrategia (Ciuro, 1999, 2000; Meroi, 2002, 2013) que cada uno de los protagonistas —incluido el juzgador (Ciuro, 2004, pp. 30 y ss.)— planea y ejecuta a la hora de la toma de decisiones en cada uno de los procesos.

Con acierto se ha dicho que “desde una visión estática del proceso podría suponerse que las partes ejercen su pretensión o resistencia, exclusivamente por una controversia sobre el significado y alcance de sus derechos. Desde tal óptica sería incomprensible la decisión de prolongar el proceso cuando la parte puede anticipar su derrota, soportando las molestias y gastos, en lugar de allanarse a la pretensión de la contraria”.

Sin embargo, nuestras prácticas procesales indican que la conjetura de la decisión judicial no siempre funciona como disparador de una negociación temprana sino que los abogados especulan con adjudicaciones provisorias (medidas cautelares, prolongación del pleito por utilización de todos los medios de impugnación disponibles, oposición a la ejecución, etcétera) para la satisfacción de otras pretensiones o a la espera de eventos insospechados (leyes penales más benignas, inacción de la parte contraria, crisis cambiarias, fallecimientos, insolvencias) que neutralicen o frustren un resultado probablemente esperado.

En ese marco “estratégico”, cabe preguntarse si se quiere un proceso más rápido.

Hipotéticamente, es dable pensar que partes informadas y libres decidan ralentizar la marcha de un proceso y aun detenerla (vía acuerdo de suspensión de términos), a los fines de permitir un tiempo de negociación y una eventual solución autocompositiva. Se trataría, por cierto, de un caso tolerable (y hasta deseable) de demora en los trámites.

Sin embargo, esa circunstancia se puede dar por otras muchas razones, de entre las cuales destacamos dos un tanto problemáticas.

Una primera dificultad tiene que ver con el enorme incentivo que nuestras leyes y prácticas generalmente brindan a una de las partes para dilatar —a como dé lugar— los procesos. En todo conflicto, la promoción del proceso consolida un statu quo (guarda del hijo, impago de una deuda, libertad del imputado, ocupación del inmueble, etcétera) que una de las partes querrá mantener y la otra alterar.

Cuando procesalmente ocurren verdaderos “anticipos” de solución jurisdiccional (medidas innovativas, “cautelas materiales”, prisión preventiva) el incentivo —si existe el temor a la revocación de la decisión— es exactamente el inverso (ahora es el actor o el acusador el que no tiene urgencia…).

Alguien argumentará que al incentivo de “demorar” se contrapone el de “acelerar” que —teóricamente— tiene la parte contraria.

No tan rápido, pues aquí frecuentemente se presenta el segundo problema.

La segunda dificultad con la que nos encontramos resulta escasamente tratada entre nosotros… y es que somos parte del problema.

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