Ahora, ¿cuál derecho? ¿Cuál proceso? Porque en tierras sudamericanas y en algunos otros lugares todavía prima un derecho heredado del Iluminismo, un derecho con pretensiones de exactitud, un derecho ligado a un modelo matemático, donde la ley determina el máximo grado de corrección. Es un derecho entendido como un conjunto de conceptos que hay que descubrir. Es decir, la tarea del jurista es encontrar esa verdad que está depositada en la ley y eso sin duda es un dogmatismo puro; pero quiérase o no, aún seguimos insistiendo en esa ruta. ¿Y cómo fluye esa concepción en el derecho en el proceso? Pues de una manera terrible, porque “sin querer queriendo”, concebimos el derecho como una ciencia exacta. De ahí que eso va a implicar que las decisiones judiciales son ciertas o erradas, y eso es una dimensión estática del derecho absolutamente incompatible con la dialéctica del proceso, que se quiera o no, es esencialmente dinámica.
Este prejuicio está tan exteriorizado que, cuando somos abogados y calificamos el contenido de una sentencia, decimos que es correcta o equivocada dependiendo de si nos es favorable o no. Desde una concepción iluminista del derecho no hay matices: todo es blanco y negro. Felizmente esa percepción comenzó a ser combatida a mediados del siglo pasado con el auge de la hermenéutica jurídica. Hoy es posible afirmar que el juez no es la boca de la ley ni el proceso es un milagroso instrumento que permite descubrir “la voluntad de la ley”, tal como quería Chiovenda.
Lo que estoy afirmando es que antes el juez resolvía el caso mirando al pasado: era un historiador y su visión era retrospectiva. Hoy tiene alternativas para decidir, puede imaginar las consecuencias de su decisión. Es decir, ahora resuelve mirando el futuro, ahora puede elegir entre juicios de valor. Incluso puede desarrollar argumentación contra legem , y para insistir en esta materia, podría inaplicar y negar la validez de una ley porque es demasiado injusta. Eso es concebible en un sistema contemporáneo, en un sistema que no se amarra a una concepción dogmática del derecho.
Entonces la clave, en una percepción como esta, es situar la interpretación del derecho en el plano de la creación y no en el plano del descubrimiento, lo cual nos puede conducir a convertir al Poder Judicial en un poder efectivo y no neutro ni dependiente de otros poderes. Eso, sin duda, no es fácil. Hace un rato hacía mención a la derrota de esa concepción estática. Pero la historia no es lineal: esa derrota no ha ocurrido necesariamente. Todavía hay quienes retrasan el reloj de la historia, todavía hay los que piensan que ese modelo debería mantenerse. En fin, contra eso hay que luchar y yo quisiera, en lo que viene, citar algunas propuestas de reformas desde el lado de una concepción dinámica del derecho y del proceso, ligado a qué y cómo puede el proceso instrumentar el proceso y la reforma, y la mejora de un sistema judicial. En primer lugar, la eficacia de un proceso se evalúa en tres dimensiones: la verdad y la confianza en lo que produce; el tiempo que toma producirlo y el costo público y privado de aquello que produce. Esas son las tres dimensiones de cómo evaluar un sistema judicial.
El tiempo es un tema que compete absolutamente al procesalista, es la parte esencial de nuestro compromiso. No hay que echarse atrás: hay que asumir la responsabilidad de lo que puede estar significando tener un sistema que, además de malo, es moroso, y un tema esencial que Capelletti advirtió claramente —de repente muy radical en su posición, pero lo advirtió— tiene que ver con nuestro sistema recursal.
Para entender nuestro sistema recursal se necesitan dos datos bien sencillos. El primero es que la impugnación no existió en Roma: no hubo impugnación en sentido doctrinal, teórico, de desarrollo jurisprudencial. Esta figura aparece en el siglo XII en Europa occidental como un medio de tener la unificación de los feudos en reinos, y entonces la apelación es un instrumento mediante el cual las cortes regionales o provinciales se someten a una corte real. Esa fue la razón por la que apareció la impugnación, y tal vez por esa misma razón, la corte real históricamente más conocida —el Parlamento de París— determinó que Francia se convirtiese en Estado o reino mucho antes que Italia o Alemania. El segundo, que a fines del siglo XVIII o comienzos del siglo XIX, para los revolucionarios franceses, el juez era un instrumento del antiguo régimen, y por lo tanto era alguien aborrecible. Por esa razón, sus decisiones debían ser revisadas y la asamblea gestó el recurso de casación y perfeccionó el doble grado de jurisdicción.
Lo que intento decir es que estas son las dos razones por las cuales la impugnación comenzó a tener una importancia desmesurada. Pero lo peor de todo es que esta experiencia histórica que ven es nuestra, porque la Ley de Organización Judicial de 1810 —la Ley Napoleónica de Organización Judicial— es nuestra ley orgánica actual, únicamente con variantes terminológicas. En lo esencial, implica un orden judicial jerárquico. Esto, por ejemplo, en Inglaterra y muchos países es inexistente, pero para nosotros un orden judicial jerárquico es sagrado. En segundo lugar, la carrera judicial convierte al juez en enemigo del juez: esa persona con la que haces sala es la que puede ascender y cuya posibilidad de ingreso debemos dinamitar. Esto es lo que tenemos vigente desde que somos república, es decir, vamos a cumplir doscientos años.
Estos antecedentes nos llevan a lo siguiente: en primer lugar, la impugnación no tiene antecedentes en el derecho romano y, en segundo lugar, su origen es político. Esto nos permite arribar a una conclusión: lo que queramos imaginar en materia impugnatoria es nuestro, es factible, no hay absolutamente ningún esquema al cual hay que someterse. Ahí empieza mi primera propuesta: los jueces de segundo grado.
Algunos países de Europa, básicamente aquellos sobre los que más leemos —Alemania, Italia y Francia—, tienen un “sistema de segundo grado” que, en estricto, no es segundo grado sino “segundo proceso”: es un novum iudicium con matices. En algunos casos se puede proponer alguna otra pretensión, en otros una defensa, o reservarse acepciones que no fueron impugnadas. Es decir, es otro proceso, algo que, en nuestra mente, en este minuto es inimaginable, pero así es en la realidad. Existe, y por eso nos cuesta tanto leer a italianos en materia impugnatoria, porque el esquema con el cual desarrollan su temática es distinto del nuestro. Es esa cercanía la que nos cuesta.
Nosotros no tenemos novum iudicium : tenemos un sistema en el cual la “sentencia apelada” sube de tal suerte que hay un control de validez del procedimiento y de la sentencia, así como un control lógico y de justicia del contenido de la sentencia. Lo nuestro es, sencillamente, revisio prioris : solo una manera más distinta y esquemática. Menciono este tema porque nosotros asumimos que los jueces de segundo grado son jueces de mayor edad, más preparados, con mejor experiencia y más conocimiento, y mi pregunta es: si eso es cierto, ¿por qué tienen que ser tres para un solo caso? Claro, es lo que dice la Ley Napoleónica de 1810, pero ese no es un argumento. Entonces, ¿por qué tienen que ser tres y no cinco o siete? ¿Cuál es la razón científica de que tres funcionen bien? Nadie lo sabe. Primero, la afirmación de que son tres, y luego, los argumentos para justificarlo. Primero, el error histórico, y luego, qué bien estamos con eso. Es como una nota mala en la música que luego se convierte en una variante o nueva onda musical. Es increíble.
Yo creo que la causa de este suplicio de los tres jueces en segundo grado es que nosotros formamos un órgano para un segundo proceso, cuando nuestra actividad no es para un segundo proceso sino para una revisión de la sentencia en los aspectos a los cuales me he referido. Es decir, tenemos una concepción del segundo grado que no nos pertenece, pero que hemos hecho nuestra, y ahí no importan los modelos o discusiones menudas en torno a técnicas procedimentales. Eso es lo que tenemos e históricamente no nos ha interesado revisar si es correcto o no: solo lo hemos asumido y ya. Mi propuesta es convertir a cada juez superior en responsable del caso. Si tienen todos los atributos que dicen tener, entonces lo van a hacer bien, porque yo no veo la razón de que sean tres y se demoren tanto. En cualquier caso, es natural el temor, pero hay que ensayar: peor de lo que tenemos no va a ser. Si por lo menos va a ser más rápido, de algo sirve intentarlo.
Читать дальше