Félix Giménez Noble - Los Resurrectores

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El Valle de Andrómeda había nacido sobre un tablero de arquitecto, pero resultó que los kilómetros y kilómetros de pista de nieve tersamente pisada, en realidad no fueron construidas, sino que –simplemente– surgieron. Los dioses, sorprendidos, exigieron entretenimiento. La adrenalina de los velocistas terminó de asentar las pistas. Pero lo que llevó a Andrómeda a la popularidad mundial fue el altísimo promedio diario de contusiones y fracturas entre los usuarios. Eso fue al principio, durante la temporada inaugural. Después siguieron los accidentes fatales. Después dejó de nevar. Sobre las paralizadas instalaciones de Andrómeda, se iban a acumular los días interminables de la agonía del Valle de Andrómeda. Ex-Centro de esquí, ideal para olvidados de la mano de Dios. Nada para hacer, ya que ni nieve hay. Le sobrará tiempo para darse cuenta de que, usted, su única vida, la tiró a la basura. Venga a conocernos.

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Apenas vio al tren decidió que no podía quedarse ahí. Vendrá por mí. Vendrá a buscarme. Y me cortará los dedos de los pies . Se hubiera ido en el mismo momento en que lo vio, pero la pierna derecha aprisionada hasta la rodilla con un yeso flamante, se lo impidió. El miembro le pesaba una tonelada y tampoco podía apoyar el pie. Así fue como se fue encogiendo en el piso, poco a poco, mientras el pitido le anunciaba que sus segundos estaban contados, y sus padres festejaban la operación inmobiliaria. Departamento nuevo a cambio de hijo viejo y medio tullido, no estaba tan mal. Desperezando sus articulaciones de hierro sobre los durmientes, la bestia de hierro ha comenzado a piafar. Con la vista clavada en la locomotora, Mervin aguarda que el tren acorte la distancia, se meta por el coquetísimo balcón terraza que su madre alucina lleno de plantas y acabe con él.

No sucedió. Las vías envararon al gusano pintarrajeado, forzándole en una dirección paralela al edificio. Con el hocico torcido, el tren desfiló ante los ojos de Mervin, superponiendo los rostros tristes de los pasajeros descarrilados. Desdeñosamente, despareció hacia el Este. Pero iba a haber muchos trenes más.

Te cortará los dedos de los pies. Ahora te cortará los dedos de los pies . Sibila, desesperada, se encogió en el piso de la habitación de Odín. En verdad, se hizo un ovillo. Sus manos intentaron proteger los duros borceguíes de cuero. No tenía los pies desnudos y no conocía ningún hachero loco. Pero el dolor del golpe parecía agrandarle la cabeza.

Cuando se serenó, reptó hacia una oscuridad menos densa que se insinuaba a un lado. Con las manos palpó el canto de la puerta abierta. ¡ Mirá que hay que ser burra!, le dijo la esquiadora. ¡Completamente burra!, coreaba la saxofonista. Todas, por primera vez, parecían de acuerdo . Fuertemente reconfortada, Sibila se incorpora, ayudándose con la puerta. Después supone que está en el pasillo, y –apoyando las manos en la pared– llega a la escalera. El resto es coser y cantar. La travesía del lobby le deja apenas una marca en las espinillas, la cual –comparada con la jiba que le crece entre los ojos–, es nada. Cuando traspone la puerta de entrada, se produce el milagro: las formas de El Valle resucitan a la luz de las estrellas. Todavía tardará un rato en recuperar la linterna y bajar al cuarto de control para devolver las llaves térmicas a la posición correcta y restaurar la electricidad. La energía habrá de volver, con seguridad.

Pero Sibila no cree que eche luz sobre el enigma del hachero loco.

Te cortará los dedos de los pies . ¡Qué pelotudez!

Poco antes del año noventa, Mervin festejó su cumpleaños en la nueva morada. La fiesta tuvo lugar en el salón vidriado del Quartier, junto a la piscina, y si bien el clima no daba para zambullidas, las ondas verdes que se reflejaban en los cristales contribuían a que el ambiente estuviera bonito. El asado y los infaltables helados fueron festejados afectuosamente por una multitud de compañeros del colegio. También estaban presentes todas sus enamoradas. Es que –además de apuesto–, él tenía cierto atractivo especial que condicionaba todas sus relaciones. Dicho influjo se había manifestado desde su primer vínculo, cuando estaba en la panza de su mamá. Escuchando a sus padres referirse a esa pre-época en su vida, lo asaltaba la sospecha de que lo habían horneado a la medida de los sueños de ellos. Nunca supo si el hecho de que primero lo construyeran en su mente, y recién después hubieran convenido la cita entre el óvulo y el espermatozoide explicaba del todo la tersura misma del embarazo. O lo natural y simple que le había resultado a la madre parirlo, a pesar de una presentación prácticamente inviable. El obstetra nunca pudo explicarlo. Y cada vez que se daba la ocasión, lo contaba, en círculos profesionales, casi con irritación: un parto normal con presentación podálica. Afortunada anomalía médica para el Libro Guinness de los Récords. El obstetra –por supuesto– había estado protegido de la realidad en la sala de partos. Y nunca se le ocurrió asociar que, a la exacta hora en que Mervin nació, la furiosa sudestada que asolaba Buenos Aires se había detenido.

En efecto, hacía horas que las aguas rebalsaban la costanera haciendo impracticable el tránsito, invadiendo la mayoría de los restaurantes y bares de la vera del Río de la Plata. La inundación se detuvo, inexplicablemente, de golpe, y el río se retiró como si hubieran inclinado la tierra. En el quirófano, también reinó el silencio, porque Mervin no lloró al nacer. Con apenas horas de respirar por sus propios pulmones, se incorporó a la vida de los padres en forma muy diferente de la que suelen valerse los recién nacidos. Desde el principio, se adecuó al ritmo de los adultos y jamás interfirió con sus hábitos de sueño. Las enfermeras nunca habían visto a un bebé haciendo noche completa sin despertar a la madre para reclamar su alimento. El niño, evidentemente, era un mago. Había detenido las aguas y desafiaba el orden de la naturaleza. De común acuerdo, durante las primeras horas, sus padres se refirieron a él como "Merlín". Pero cuando el papá inscribió su partida de nacimiento, tuvo un momento de pudor, le cambió la consonante, y evitó el acento. Aunque todas esas precauciones, de poco iban a servir.

Mientras Mervin crecía, Merlín también. En primer lugar, haciendo desaparecer objetos sin dejar rastros. Los primeros meses, se trataba de sus juguetes. Después la magia perdió los límites, hasta el día en que sus padres descubrieron que de la cocina había desaparecido el freezer. De niño, no hubo adivinanza que no pudiera ser descifrada por él. Y cuando llegó a la adolescencia, sus allegados supieron que cuando Mervin vaticinaba algo, siempre se cumplía. Llenaba un cupón, y se alzaba con el premio; sí elegía al azar, siempre obtenía la mejor opción. El aura de ganador le resultaba tan propia como el insondable color de sus ojos. Para Mervin, acertar era tan natural como dominar un deporte; la tabla de surfear, el patín o los esquíes. Nunca se le ocurrió que –al resto de la gente–, eso, no le sucedía.

Justamente, porque era un joven venerado y algo intocable, es que ninguno de sus amigos acertó a explicarse por qué –durante el festejo de sus quince años– Mervin apareció tan sombrío. Si a la fiesta hubiera asistido Sibila Mosen –aunque más no fuera, para amenizar con el saxo–, quizá se los hubiera explicado.

Pero faltan siete años para que Mervin la conozca. Una eternidad, si se considera que su íntima relación con el Hachero Loco no parece dispuesta a considerar el trámite de divorcio.

Es el tren, pensará Mervin, durante su festejo, cada vez que un ferrocarril va o viene, zapateándolos a todos, desde el terraplén. ¡Qué pintoresco! –exclaman sus amigas, mordisqueando un choripan. Hasta que venga a buscarme –gime el alma desolada de Mervin, indefenso, en el círculo de tiza de quienes tanto lo aprecian .

Sibila recuperó la linterna, bajó al sótano del hotel, levantó las llaves térmicas y restauró la electricidad. Cuando la luz volvió, escuchó tres cosas: ruido de vajilla en la cocina, el motor de un vehículo que se acercaba, y un alarido. Los tres sonidos eran imposibles, y ella los estaba escuchando.

Había una vez un niño, que había nacido con los pies deformes. Los otros chicos se burlaban de él. Moraba en un obraje maderero, en el Impenetrable Chaqueño, una selva de árboles altos y casi nada de piedad. Creció en el escarnio, asediado por el ruido del hacha, arrastrando miserablemente su humanidad sobre la deficiencia de sus miembros. Su destino iba a ser consustanciarse con la oscuridad, al acecho de aquellos niños que, por descuido, al dormir dejaran expuestos sus pies. Allí entraba a tallar él. Y lo de tallar, bueno... no era exactamente tallar. Más bien, cortar, amputar, devolver lo recibido, como decían que decía La Biblia. Ojo por ojo, ¿O tal vez, pie por pie?

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