Pasa un tren, como un monstruo envarado
en los rieles, aullando con rabia…
María Isabel Ramos
2. Por tren. –Nadie se cuida de la caja. Tendría que arriesgarse a sufrir un retraso; y la demora sería fatal,
con los enemigos que le persiguen.
Memorandum de Mina Harker
Bram Stoker, Drácula
E staba tendido sobre algo firme pero acolchado. El féretro . La revelación le cayó encima como un ave de rapiña. Por un momento, Mervin se olvidó de respirar; como si estuviera muerto. Conque así es... De esto se trata . Silencio y oscuridad... Volvió a sentir su espalda, y, partiendo de ella, aventuró sus percepciones cautelosamente, a lo largo de brazos y piernas, para recuperarlos. No los quería mover. Descubrir las paredes y la tapa de la caja era intolerable. Lo prefería así. Pero no pudo estarse quieto. En sus profundidades se reconcentraba un sordo maremoto. Mil brujas revuelven el caldero, y la temperatura se eleva a saltos descomunales. En instantes, la ignición colisionó contra la ola de sudor y el cuerpo de Mervin comienza a descompaginarse como una marioneta espástica. Cada descarga lo dispara hacia el aire, haciéndole perder apoyo, aunque también, descalificando el entierro prematuro. De hecho, no está aprisionado en nada. Nada que lo contenga . Mejor que se ponga a tono con el nuevo horror, que viene a ser exactamente el opuesto. Pataleando y manoteando, su voz estrangulada por la negrura, Mervin es succionado ferozmente. El centro de la tierra ha emitido un tentáculo imbatible que no lo va a soltar.
Al menos, hasta que esté completamente desintegrado.
La segunda noche que pasó en Andrómeda, Sibila había visitado la reluciente cocina de Penelòp Litrière, la inventora de ese Perro que caza que –en sus buenas épocas– tantos turistas había llevado a Pinamar. ¿Quién mejor que ella para sembrar de exquisitas miguitas el camino hacia El Paraíso del Esquí?
La noche siguiente, iba a despertarla el alarido del hombre que cae en un pozo sin final.
Pero lo más extraño era que –en Andrómeda– su dormir, no la llevaba al silencio. En tanto su respiración se aquietaba y la conciencia se deshacía en suaves jirones, el ronroneo de un motor trepaba por la oscuridad hacia la cresta de su sueño. En la subida, el corazón de los caballos de fuerza era duramente puesto a prueba. Cuando el embrague comenzaba a jadear, era señal de que estaba saliendo de "el pozo". Recuperaba el aliento, luego, con un simple cambio de velocidad –cambio forzado por el hielo que endurece los engranajes–, para rodar, casi por inercia, los cien metros de la Avenida. Al final, el asfalto, bastante deteriorado, hacía un rulo frente a Cronos, el único hotel de cinco estrellas. Si se la embocaba bien, la presuntuosa rotonda invertía el sentido y te ponía de narices hacia el Este. Desandando los famosos cien metros –piedras por acá y piedras por allá–, había que enfrentar la famosa encrucijada.
Si el sonido de motor que Sibila escuchaba dormida hubiera pertenecido, realmente, a un vehículo, al conductor tenía que faltarle un tornillo. ¡Atención! Se anuncia la partida desde la Terminal de El Pozo, el transporte que se encarama a la pendiente, emerge en la Avenida, supera la Proveeduría y Odín, ralenta en Cronos, viraje, contradanza, piedras por acá y por allá, ¡Alerta a maniobra de inmersión! timón noventa grados a babor, y ¡Al fondo! Todito en la friolera de seis minutos y medio. ¿Será porque no hizo ninguna parada? Veremos en la próxima vuelta. ¡Atención! Se anuncia la partida desde la Terminal de El pozo...
En su cama del hotel, Sibila volvió en sí con un sobresalto. Perdidas las ganas de dormir, se vio enfrentada a un serio problema. Ignoraba cuál de estas tres cosas la había despertado. Ruido de ollas y sartenes, un grito, o el motor de un vehículo. Se encontraba en una estación de esquí clausurada, a más de setenta kilómetros de cualquier ser viviente, y ¿tenía que elegir una, entre las tres causas? ¿Qué tiene de imposible? –la tranquilizó la esquiadora. Quizá Silberstein te envía colaboración. Con el grito, soñaste –le dijo la saxofonista. Es el intento de elaborar una desafinación . La Sibila-mujer –mientras– se había empeñado en recordarle alguna escuálida ocasión en que le había parecido que quizá podría tener la tentación de –a lo mejor¬–, cocinar algo, y en eso estaba, cuando... La luz se apagó.
Siempre era la primera vez.
El fragor que se abre paso hacia la conciencia y la presiona, hasta fracturarla. Sin ideas; tan sólo un ruido; y no hay memoria que lo clasifique.
Muy después, apenas insinuadas a través de una hendidura forzada por la angustia, las imágenes desorbitadas. Pisadas de un monstruo antidiluviano o explosión nuclear; daba igual. La colisión le trepanaba el cerebro, le insertaba una mecha y jugueteaba con el fósforo. Creciente. Siempre en dirección a él, persiguiéndolo inexorablemente. Cuando el trueno lo ensarta, su desesperación aletea sin remedio.
Mervin se despierta. Felicidades, amiguito. He aquí tu premio: ¡Estás vivo!, tontito. Es una vez más el tren. Identificar –de nuevo– el sonido y ligarlo al paso del tren. ¿Pero, por qué, a cada rato, se perdía la conexión y el ruido retornaba por las suyas, sin el tren, aterrorizándolo? Cuando el ferrocarril se perdía a lo lejos, lo ganaba el alivio. Pero toda esta resolución era inútil. Sabía que cuando el tren lo pillara dormido, todo volvería a ocurrir como si nunca hubiera sucedido.
Exactamente igual.
Se acordó en la oscuridad, mientras buscaba la mochila. ¡Hola, genia! Dejaste la linterna en la camioneta . La tarde anterior, Sibila había trepado hasta Ceres, que era un Pub en la ladera Este y –aunque era de día–, había llevado la linterna con ella. El lugar estaba tapiado y no estaba segura de encontrar las llaves del suministro eléctrico. De regreso, la había arrojado al asiento delantero, desde donde seguramente la linterna estaría, ahora, riéndose de ella. Vas a tener que ir por ella .
Empezó a desplazarse hacia la pared. La puerta. Por aquí tiene que estar la puerta . Empezó a faltarle el aire. Zumbidos extraños se agolpaban en sus tímpanos. Algo le cerró el paso, golpeándola en la cadera. Entre el dolor y el sobresalto, se desorientó; podía estar en cualquier parte de la habitación. Eso, si la puerta no estaba abierta. ¡La escalera! Piensan las Trillizas de Oro. ¿Estaremos por irnos a la mierda? El pie izquierdo ya no encuentra el piso, y todo el cuerpo oscila bruscamente hacia adelante. Una sombra más densa que las otras, dispara el duro filo que se incrusta en su frente. El Hachero. El Hachero Loco. Finalmente te alcanzó. Dulces sueños .
Cuando se mudó al Quartier Sinclair, Mervin estaba por cumplir quince años. A los veintidós se iba a quedar ciego. ¿Cómo podría –entonces– cumplir con la cita convenida?
En un futuro distante cierta inclemente noche lo aguardará inexorablemente. Hará mucho frío y le costará encontrar un taxi que lo lleve al Sanatorio Colegiales. Ingresará por el portón de emergencias y descenderá al quirófano desvistiéndose por el pasillo.
La ventana de su dormitorio, calcula Mervin, dista entre veinticinco y treinta metros del terraplén, y se encuentra al mismo nivel. Todavía recuerda la primera impresión, cuando sus padres decididos a comprar el departamento lo llevaron a conocerlo. El papá había entrado al living vacío con él alzado en brazos. Sonreía de contento. ¡Apuesto a que te encanta! Porque no tuvo en cuenta un detalle: a su hijo le estaban apuntando desde la vecina estación, con un tren. Directo al corazón. El monstruo se encuentra exactamente alineado con su corazón.
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