Krebs, que ha cerrado para siempre la puerta del laboratorio, levantará sus ojos y aspirará el perfume hecho piel durante las danzas. Acompáñeme un ratito. Nueva sonrisa de ella y mirada alusiva al dueño del lugar. No cree que al asturiano le parezca bien, pero pueden encontrarse en otra parte, en Rond-Point, por ejemplo, si le gustan los buenos tragos. Y los buenos polvos, que hace meses que Krebs anda necesitando echarse, por lo menos, uno.
Cuando terminaron de bailar, las mujeres recorrieron las mesas con el sombrero en la mano.
–¡Está solito! –le sonrío ella. Las palabras denotaban interés, y al mirarla, Krebs vio en sus ojos una oleada de ternura. Igual era tarde.
En el secreto meandro de su peor mitocondria, una enzima artera había catalizado la reacción antes mismo de que él hubiera sido informado. Así que los que contestaron fueron los zombies.
–Solo por hoy –dijo. Y se cerró el yelmo. Una vez más volvía a dejar afuera la morbidez de la piel y la tentación de unos labios.
Cuando salió a la noche, comprendió que se le había acabado el camino. Y el misterio, aún seguía intacto. Marisa se las había ingeniado para ser la pieza única que le diera sentido a su vida.
Sin ella, su vida –tal como había transcurrido hasta ahora–, no podía continuar.
El Encargado de Contrataciones y Servicios chasqueó los labios, fastidiado. Miraba los antecedentes de Krebs y negaba con la cabeza. Todo de muy mala gana. En realidad, no sabía cómo proceder. ¿Qué utilidad podría encontrarle a ese cincuentón muerto de frío en una organización dinámica y juvenil como la que necesitaba El Valle? Ni siquiera podía usarlo de reemplazo en la enfermería; saltaba a la luz que el tal Núñez jamás había ejercido la medicina, y se lo veía inútil hasta para vendar una herida con tela adhesiva.
– Mucha iniciativa privada, al final es lo mismo que en el Estado. Veinte años estuve en el Correo Central, veinte. Una especie de Regimiento. Pero eso sí: cuando aparecía algún acomodado…
– Yo también trabajé veinte años en un regimiento.
– La Cátedra. La cátedra ésta de los microscopios…
– No. Mi matrimonio.
El Encargado se distendió. El infeliz empezaba a caerle bien.
– Bueno, lógico. Quién no… Está bien lo del Regimiento, ¿eh?
– Quiero decir que… Cada cosa que yo hacía, no sé, yo ponía la mayor voluntad…
– Y nunca alcanzaba.
– Sí. No sé. No; no debe haber alcanzado. Aunque yo no lo sabía.
Mientras Krebs se dolía por sí mismo, el Encargado volvió a su problema. No era bueno distraerte. Después volvías a encontrar el mismo lío tal cual lo habías dejado, y para colmo, habiendo malgastado tu tiempo. Cabreras había sido muy explícito la tarde del día anterior, antes de irse a Malargüe para tomar su vuelo. La hegemonía de El “Ángel del Café” no terminaba en sus tiendas de “delicatessen” en Mar del Plata. En todo lo atinente a la Base, revoleaba la batuta que daba gusto. Pero lo que el Encargado no podía imaginar era qué clase de favor le podía deber Cabreras (o quizá el mismo Silberstein) a una rata de laboratorio. Revisando los títulos de sus trabajos de Biología Molecular publicados, nunca lo iba a descubrir.
Pistas de esquí espectaculares, el más alto confort en materia de alojamiento y una gastronomía de excepción caracterizaron a El Valle de Andrómeda desde el momento mismo de su inauguración. Aunque eran ciertos detalles otros, los que completaban, con sutil refinamiento, la exclusividad del incomparable resort. Por ejemplo: el periódico local y el colectivo.
Lo del colectivo se inventó para darle lugar a un hombre que lo había perdido todo. Eso, nunca lo supo nadie. Después de todo, ¿a quién le hubiera importado?
El colectivo verde militar, que había llegado quemando sus últimos cartuchos a El Valle, había transportado una única vez, el primer domingo de setiembre de la temporada inaugural, a una compañía de zapadores pontoneros de la provincia para ser entrenados en la nieve. Al atardecer, después de incontables revolcones y caídas, los aspirantes a esquiadores del ejército debieron ser evacuados por ómnibus de línea. Habiendo dado sus últimas hurras, el colectivo se enquistó en una cuneta del lugar llamado “el Pozo de Andrómeda”, donde se fue hundiendo, temporada tras temporada, en varios metros de nieve.
Cuando, después de largo rato, el Encargado de Mantenimiento y Servicios se convenció de que no podría librarse de Krebs, tuvo una iluminación. Se le apareció el colectivo, tan hundido en la desgracia como el hombre que tenía frente a él.
– Supongo que sabe conducir –le dijo.
Y lo ató a la noria.
1Tratado de Anatomía humana
2Organela donde se produce la fosforilación oxidativa, la respiración de la célula
3Y por fin, aunque no suficiente.
a ella se le ocurrió, yo siempre armo las mesas, pero ese año Luciana pensó en invitar a los titulares de las Cátedras, les cuenta Martín, que sí, que sus amigos tienen razón, que debiera escuchar a su mujer más a menudo, tenías que verlo a este hombre, un ente, no había terminado de hundirse porque estaba agarrado del microscopio, cómo no le iba a dar una mano, el Martín de siempre dicen los amigos
capítulo 3
CALDEROS EN LA NIEVE
… el vapor que bulle adentro
cual si Luzbel estuviese
metido en aquel infierno…
Domingo Enrique
Si fores lo rey de Espanya,
¿Qué dinaries tu hui?
Andaluz vulgar
N o sabía adónde estaba.
Una habitación con revestimiento de madera, de apariencia cálida. ¿Por qué, entonces, hace tanto frío? Alguien olvidó prender la calefacción . Sibila retiró las mantas y el edredón que había encontrado la noche anterior, las lucen funcionan, gracias a Dios. ¿Cuál será el cuarto menos helado? Había subido al primer piso con un manojo de llaves inútiles –ninguna puerta estaba cerrada, y se instaló en la primera habitación que encontró. Odín, como el resto de las instalaciones de Andrómeda, había sido clausurado hacía dos años. Aunque bien podría haber sido ayer, que la mucama doblara tan prolijamente esas frazadas térmicas. Quizá era precisamente eso –la idea de alguna clase de orden– lo que conspiraba contra la noción del tiempo transcurrido.
¿Qué esperaba ella, acaso? ¿Los muros derrumbados y los techos rotos? ¿Restos de un saqueo? La construcción de El Valle podía resistir siglos. En eso está pensando ahora, mientras mira por la ventana las laderas pedregosas. Los medios de elevación tajean, hacia arriba, el lomo de la montaña. El día tiene un color enfermo. Es que ella, una vez más, ha tomado el desvío equivocado. Como siempre , piensa la mujer. La saxofonista no puede recordar adónde quedó su instrumento. La esquiadora no puede prestar atención a sus hermanitas: tanta piedra gris le está clavando congojas en el corazón.
Sibila salió al exterior bajo un cielo de sargazos. Se le agolpaban las necesidades: higiene y desayuno en primer término. A continuación, Instalar su… ¿base de operaciones? Sin embargo, y antes que pudiera pensarlo, se encontró sentada frente al volante de la camioneta. Casi enseguida, encendió el motor. Es para comprobar que el radiador no se haya congelado . De paso, se entibiaba un poco; venía tiritando desde que salió de la cama. Tú que puedes, vuélvete, me dijo El Valle llorando. No está mal, el paisaje este para Don Atahualpa. Podría estar sentado en la piedra esa, casi –y como seguramente a él le hubiera gustado– confundiéndose con la piedra. Atahualpa Yupanqui y Sibila Mosen: suena bien, ¿no? ¿Qué van a interpretar juntos? ¿I’ ve got you under my skin? 1
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