Félix Giménez Noble - Los Resurrectores

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El Valle de Andrómeda había nacido sobre un tablero de arquitecto, pero resultó que los kilómetros y kilómetros de pista de nieve tersamente pisada, en realidad no fueron construidas, sino que –simplemente– surgieron. Los dioses, sorprendidos, exigieron entretenimiento. La adrenalina de los velocistas terminó de asentar las pistas. Pero lo que llevó a Andrómeda a la popularidad mundial fue el altísimo promedio diario de contusiones y fracturas entre los usuarios. Eso fue al principio, durante la temporada inaugural. Después siguieron los accidentes fatales. Después dejó de nevar. Sobre las paralizadas instalaciones de Andrómeda, se iban a acumular los días interminables de la agonía del Valle de Andrómeda. Ex-Centro de esquí, ideal para olvidados de la mano de Dios. Nada para hacer, ya que ni nieve hay. Le sobrará tiempo para darse cuenta de que, usted, su única vida, la tiró a la basura. Venga a conocernos.

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Su madre en otra instantánea, de pie, en la vereda de la calle Corrientes. Corren buenos tiempos, por lo menos para comer. Con su saxo acompañando a la Sosa no será jazz, pero. Y aplauso; mucho aplauso . El último acomodador cierra, detrás de ella, la última puerta. Point of no return . 6Después de tanto tiempo, su madre otra vez, mirándola como siempre. Es por eso que me fui: por la forma en que me mira . En la calzada, taxi tras taxi arrastrando hambre de pasajero. Se zambulliría en uno para que la lleve a millones de años luz. Quizá a la galaxia de Andrómeda. Aunque, esto último, todavía no se le ocurre.

A partir de ese encuentro, se habían visto alguna que otra vez. Hasta que Sibila le cuenta un recuerdo: su padre detrás de la pequeña barra que adornaba el living, el rostro rojo de indignación, los rugidos primero y las lágrimas después, un dibujito animado, piensa Sibila.

–¡No puede ser! –dice la madre. Y siente ante su hija un temor extraño. Ahora se le atascarán los ojos. Sibila está relatándole la escena en que su papá se enteró , ella apenas caminaba, y cuando cumplió dos años, al soplar las velitas, ya no hubo papá.

Después, la madre comenzó a mirar el reloj. Cuando se despidieron, supo que no se volverían a ver.

La segunda ficha le cayó durante un largo viaje en cierto transporte urbano. Tenía veintisiete años y más que suficiente de correr la coneja por Amsterdam. Como la larga ausencia se le presentaba como una especie de borramiento, el primer sábado después de llegar prometía para un City-Tour; resignificar su Buenos Aires más o menos querido y sentir que dos años no es nada.

El ubicuo colectivo de línea partió de su escuela primaria, llevándola hacia la casa de su primer novio, y pasando por los tres lugares en los que había vivido, la biblioteca en la que –de adolescente–, solía refugiarse cuando le atacaba el acné, su cine predilecto, el sanatorio donde le enyesaron el primer fémur, la oficina de Aerolíneas que la rechazó, el Café Tortoni y el Mono Villegas, y el vacío que dejó en San Telmo su profesor de piano Miguel Ángel Estrella (¡otro ángel!).

Sibila como pasajera única de bólido a puertas cerradas precipitándose hacia la terminal del infierno.

La tournée tuvo, para ella, gran valor didáctico (nunca es tarde y dicen que el saber no ocupa lugar). Mientras Sibila se daba, una y otra vez, la cabeza contra su vida, el colectivo la retenía como un chaleco de fuerza. Algún día tenías que despertarte, amiguita. ¿De veras que no te habías dado cuenta? Otra que “Una cosa no hay y es el olvido”. Georgie 7 –que adoraba el asombro–, con vos lo hubiera pasado bomba.

La certidumbre le encasquetó la cabeza y la revelación, aunque no la mató, la dejó paralizada. Tenía un defecto congénito. Así como hay personas que no pueden comer habas, ella no podía digerir los acontecimientos porque le faltaba la enzima de la memoria. Dicho en términos sencillos, era incapaz de recordar; al menos como el resto de la gente normal. La incertidumbre de cada mudanza, el dolor de la fractura expuesta, la vergüenza por sus frustraciones, todo, absolutamente todo estaba allí. La percepción del más mínimo detalle asociado con esas vivencias despertaba los sucesos inalterados. Como si el tiempo no los hubiese tocado y estuvieran sucediendo. Era como vivir en carne viva. Sin esperanzas de cicatrización .

A puertas cerradas, el colectivo rastrilló la ciudad de norte a sur y de este a oeste. Cuando todas las fundas de todos los sillones fueron retiradas, y hasta el más mínimo adorno prolijamente desembalado, el motor se detuvo y lanzó un último estertor en la encrucijada de la avenida Santa Fe con la calle Bulnes, ante la Clínica Marini. Allí había nacido Sibila. El edificio tapiado y abandonado le confirmaba que no había vuelta atrás.

Como ahora ante Odín, sola y perdida en la oscuridad. Someone in the dark, chasing shadows around…

¡ Al diablo! , hubiera querido decir la esquiadora, mientras las rodillas le cosquillean esperando la largada. Y aunque no pudo hablar, prendió la linterna y entró al hotel, rezando porque las luces todavía funcionaran.

1Estás sola, esta noche, acaso me extrañas, esta noche…

2“Alguien que me cuide.”

3“Te estaré viendo.”

4“Alguien en la noche, cazando sombras alrededor...”

5Velocista

6“Punto sin regreso.”

7Alusión a Jorge Luis Borges.

EN PATIO

Silberstein estaba como loco, dice Martín, sus amigos, re-serios, y claro, es de no creer, nieve desviándose, nieve llevándole la contra a una inversión más que millonaria, también te caga a vos, se le ocurre a uno, pusimos el café, Cabreras puso el café, pero, a ver, con lo de Nueva York compensamos, pero se debe estar pudriendo todo, son tres años, ahí fue una mina, mandamos a una persona, nada, no sé que va a hacer Silberstein con esto, y qué va a hacer una mina con ese muerto, y con ese frío.

capítulo 2

EL COLECTIVO

De los sos ollos tan fuertriemente llorando

tornava la cabeça y estávalos catando.

Poema dell Mio Cid. El exilio

Si no me hubieran dicho que era el amor

Yo hubiera creído que era una espada desnuda.

Rudyard Kipling

T ardó veinte años.

Pero finalmente, el espejo le había robado a su esposa. Quizá los hijos que nunca llegaron. Quizá la invasión de la imagen, que, cada vez más, nos acorrala contra el fin de siglo. Quizá: principio de incertidumbre que regiría, a partir de ese momento, el futuro de Núñez de Ranz. Aunque hacía mucho que todos lo llamaban “Krebs”.

El apodo, inventado por sus alumnos, estaba bien ganado, y si se difundió, fue con su aprobación. Para él representaba un reconocimiento, algo más bien único que lo compensaba del debilitamiento de sus retinas. Porque, casualmente los últimos veinte años , los había pasado mirando por la lente del microscopio. Mientras los ingleses bombardeen las Islas Malvinas o todo Buenos Aires desborde la Plaza de Mayo para celebrar la democracia, gane o pierda Boca Juniors, haya o no tercera reelección, llueva o esté soleado, al doctor Núñez de Ranz se lo puede encontrar (principalmente de día), siempre en la misma dirección: el laboratorio de Biología Molecular de la Facultad de Medicina de Buenos Aires. Allí había llegado, para quedarse, una ventosa mañana del otoño de 1968.

Todavía era de noche mientras subía las escalinatas. La clase de disección comenzaba a las seis y media, y el ayudante Barry aborrecía la impuntualidad. Ante la entrada de Uriburu, desde un enorme camión, estaban descargando cajas de aluminio. Uno de los changarines cruzó la vereda, fue directo hacia él, como si me hubiera reconocido , pensó Núñez, y le puso una especie de estuche brillante en las manos. La inscripción estaba en inglés: era la lente de un microscopio electrónico.

– Guarda, pibe. Que eso es, propio el corazón. El mismo De Albertis nos lo dijo.

En ese momento, a Hilario Núñez de Kranz, estudiante de Ciencias Médicas, se le acabó la realidad. Acunado por la voz del peón, dormido, se incorporó a una procesión. Es una procesión que progresa por los amplios y fríos pasillos. Detrás de los cristales esmerilados las viejas “Remington” inmovilizan sus teclas, los ecos se amortiguan. En las piletas de formol, todos los cadáveres dejan de moverse. Los peones avanzan por las entrañas de la Facultad cargando las cajas de metal. Hilario va en el centro, sosteniendo su baldaquín. Pasos y más pasos que cruzan charcos de luz muerta, nada más que para volver a la oscuridad.

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