«Aunque la mona se vista de seda…», pensó.
Observó, por la distancia entre los lugares calcinados, que el próximo golpe podría encontrarse en un par de calles del centro con edificios de la administración, aunque tampoco se le habría escapado a la policía. Aun así, pensaba hablar con Eriol aquella misma noche.
El sonido de pasos contra el mármol se hizo eco por toda la biblioteca. El tiempo se había acabado para la fisgona. Retiró los materiales de la mesa para no recibir una reprimenda de Agnes Einberg, quien se asomó cuando se encontraba guardando el último de los planos.
—¿Ya has acabado? Pensé que tendría que despegarte de ellos con una espátula —bromeó la mujer mayor.
—Yo siempre cumplo mis promesas, tante Agnes.
La anciana sonrió con cariño mientras comprobaba que estuviera todo en orden.
—Ratoncito manipulador.
Con un abrazo, le dio las gracias y se despidió de la bibliotecaria. Había quedado con su madre y la abuela Élise a tomar café con la promesa de un trozo de tarta Sacher.
Salió del edificio risueña, como siempre. Al guardar la cámara en el bolso tropezó en las escaleras. Por suerte, alguien que entraba pudo sostenerla para no caer al suelo. Juliette no quiso mirar a su salvador. La vergüenza solo le permitió dar las gracias y seguir adelante. Si se hubiese detenido, habría presenciado la expresión de espanto que aquella persona le dirigía.
The Green Garden era la cafetería favorita de Juliette. No si alguien buscaba un café fuerte, eso estaba claro. Sin embargo, era el lugar perfecto para charlar con tranquilidad. Las paredes de espejo del interior y las sofisticadas lámparas le otorgaban cierto aire parisino, pero donde residía la magia era sin lugar a duda en la terraza. Como el nombre indicaba, se trataba de un jardín donde abundaba la vegetación: una alfombra de verde grama, tan solo salpicada por un camino de piedras grisáceas que llevaban hasta un pequeño estanque con una graciosa cascada, lo cubría todo. Enredaderas colgaban de las paredes hasta el suelo y pequeños arbustos de flores azules y blancas ocupaban los rincones. Las mesas se distribuían sobre una plataforma desde donde apreciar el maravilloso jardín botánico interior y salvaguardadas por una barandilla de forja en forma de ramas y hojas.
Sorteó a los clientes hasta que vio a su madre y a su abuela charlando en la mesa de siempre. El mundo era un lugar menos trágico cuando su abuela sonreía. Tenía ese porte orgulloso que la hacía admirarla, pero también una expresión cariñosa que reservaba para aquellos a quienes amaba. Se levantó para recibirla y ahí, rodeada de ese jardín de ensueño, le pareció estar frente a la misma reina Titania de Sueño de una noche de verano .
El cálido abrazo borró las preocupaciones de la mente de Juliette.
— Ça va, ma petite libellule? —preguntó una vez la dejó ir.
— Très bien, mamie —sonrió al abrazar a su madre—. Hola, mamá.
—Hola, cariño. ¿Tarde productiva?
—Eso espero. —Había ocasiones en que tenía ese sexto sentido propio de las madres—. ¿Qué me ha delatado?
—El pelo. Parece que no le hubieses cepillado en días.
Tenía la costumbre de recogerse el pelo cuando trabajaba y soltarlo tan pronto como acababa.
Mientras se ponían al día, Juliette no pudo evitar fijarse en el contraste entre ella y sus referentes consanguíneos. Tanto su madre como la abuela tenían unos ojos azules que tendían a violeta cuando les daba la luz. Aunque compartía la melena lisa de color chocolate repleta de suaves reflejos de un tono miel, ella había heredado los ojos marrones de su padre. Pero la diferencia más extrema era a la hora de vestir. Mientras que las mujeres a su lado se sentían cómodas con sendos vestidos y un cuidado maquillaje, Juliette no cambiaría unos vaqueros y un jersey por nada, sobre todo su jersey gris de amplio cuello vuelto. Deseaba tener fuerzas para acicalarse como su madre por las mañanas, algo que no iba a ocurrir jamás.
—¿En qué estás trabajando ahora?
Su madre, adicta a las series policíacas, siempre aprovechaba para conocer un poco más de su trabajo. Antes de empezar a colaborar con la policía tuvo que sentarse a su lado tarde tras tarde para empaparse de Ley y orden que, según su madre, era de obligado visionado para estar correctamente preparada.
—Estoy liada con el extraño caso del pirómano de Elveside.
—Oh, cuenta, cuenta.
Rachel Libston no pensaba perder aquella oportunidad. Juliette era consciente de que su habitual insana curiosidad le venía de ella.
—No puedo decir nada, mamá. Ya sabes que trabajo con información clasificada y a ti te encanta cotillear.
—¡Eso no es cierto! —su madre hizo un mohín—. ¿A que no, mamá?
—En esta ocasión estoy con mi nieta.
—Para variar —susurró al cruzar los brazos.
La charla continuó durante el café y los bollos. El aroma a moca y el perfume que emanaba del jardín era lo que hacía de The Green Garden un lugar único. Aunque nada duraba eternamente, y la tarde se vio interrumpida por el dichoso tono del teléfono. Se disculpó antes de atender la llamada de Eriol y se apartó para hablar.
—Julie —respondió con voz cansada—. Disculpa que te moleste.
—Tú nunca molestas. De hecho, iba a llamarte esta noche.
—¿Con una proposición indecente?
El comentario logró sacar una carcajada a la chica. Hacía mucho que Eriol no traía a la mesa el enamoramiento que tuvo durante sus primeros meses de novata.
—Muy indecente: pizza y conspiraciones. ¿Qué te parece?
—Doblemente delicioso. —Aunque no podía verlo, sabía que estaba sonriendo—. Sin embargo, vamos a tener que dejarlo para otro día.
—Pero…
—Escucha, Eric Harris quiere verte antes de desaparecer para siempre de nuestras vidas.
—¿A mí? Si ni siquiera nos soportamos.
—Eso pensaba yo, aunque parece ser que eres, y cito textualmente, «la única con agallas suficientes para ocuparse de este caso». Puede que sea uno de sus caprichos, vete tú a saber… Lo único que me importa es lo que pueda decirte.
—Sí, lo entiendo. No podemos perder una oportunidad así. Aunque pensé que el caso había sido archivado.
—Y lo estará desde mañana si ese anciano grosero no nos dice algo para continuar.
—Tenía la certeza de que le habíamos sacado todo —comentó Juliette—. Quizás mi instinto se haya atrofiado con el retiro…
—No te preocupes. Como decía mi padre, de nada sirve llorar por la leche derramada.
—En nada lo sabremos. Pillo un taxi y nos vemos allí.
Tras despedirse, pasó por la barra y se aseguró de pagar la cuenta de su mesa. Además, pidió que les llevaran un par de porciones de bizcocho de plátano. Garabateó una nota como disculpa y la incorporó a uno de los platos.
El viejo Harris, a quien llevaba un par de semanas sin ver, exigía hablar con ella.
«La única con agallas…», se repetía en el taxi.
Solo Alec la había alentado cada día de ese modo antes de ir a trabajar.
Sin pretenderlo, se vio inmersa en uno de sus recuerdos más preciados.
La Posada del Errante. De todos los bares a los que podía haber acudido su mentor, tenía que ser precisamente al que más criminales asistían. Paul era un policía excelente y Juliette no pudo escoger a alguien mejor para su formación policial, pero el último caso le había dejado hecho polvo, y cuando se marchó de la comisaría no pudo evitar preocuparse por él. Cuando al día siguiente no acudió al trabajo, todo el mundo insistió en que no ocurría nada, que se había tomado un descaso. Quizás Juliette solo estaba exagerando. Sin embargo, sabía reconocer el vacío interior que se abre paso a través de una mirada sin brillo, sin chispa. Y nadie toma las mejores decisiones cuando está atrapado en ese bache del camino.
Читать дальше