Chloe Gong - Placeres violentos

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«Me criaron para odiar, Roma. Nunca podría ser tu amante, sólo tu asesina. »Una antigua guerra de sangre entre dos bandas baña las calles de rojo, dejando a la ciudad indefensa ante las garras del caos. En el centro de esta disputa se halla Juliette Cai, la orgullosa heredera de la Pandilla Escarlata, una red de gánsteres que opera por encima de la ley. Sus únicos rivales son los criminales rusos que integran la Banda de las Flores Blancas; detrás de cada movimiento está su heredero: Roma Montagov, el primer amor de Juliette… y su primera traición.Pero cuando la población parece ser poseída por una locura que la hace desgarrar su propia garganta hasta morir, comienza a correr el rumor acerca de un contagio provocado por un monstruo oculto en las sombras. A medida que las muertes se acrecientan, Juliette y Roma deberán dejar sus rencores de lado y trabajar unidos antes de que la ciudad que ansían dominar desaparezca por completo.« Romeo y Julieta se transforma magistralmente de una historia de amor maldito adolescente a una mezcla emocionante de intriga política, horror, misterio trepidante y, sí, romance, en una ciudad que se convierte en un personaje por derecho propio.»
BCCB« Esta novela se sitúa entre las mejores reinterpretaciones de historias clásicas de la literatura juvenil.»
School Library Journal«"El Bardo" aprobaría con toda seguridad esta novela.»
The New York Times Review« Una lectura obligada con una conclusión que dejará a los lectores con ganas de más.»
Kirkus Reviews

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—Llegamos —anunció Juliette con frialdad.

El mismo hospital al que habían llevado todos los cadáveres tras la explosión.

—Baja la cabeza y mantenla así.

Sólo para desafiarla, Roma alzó la cabeza hacia el hospital, aguzando la mirada. Frunció el ceño como si pudiera sentir la familiaridad de un lugar por el simple temblor en la voz de Juliette. Pero, por supuesto, no lo hizo, no podía. Ella lo vio allí detenido, tan seguro de sí, y sintió que las palmas de sus manos ardían a causa de su furia. Supuso que Roma sabía con exactitud cuán profundamente esta ciudad sentía el peso de lo que él había hecho. La guerra entre clanes nunca había sido tan cruenta como en el primer par de meses después del ataque lanzado por él. Cuando Juliette se inclinaba para oler las cartas que Rosalind y Kathleen le enviaban a través del Océano Pacífico, cuando inhalaba la tinta con que garabateaban desordenadamente en un papel grueso y blanco describiendo el creciente número de víctimas, imaginaba que era capaz de oler la sangre y la violencia que teñía las calles de rojo.

Ella había creído que Roma sentía su mismo deseo. Había creído que podían forjar un mundo propio, libre de esa guerra entre facciones.

No habían sido más que mentiras . La explosión en la casa de los criados había sido el golpe más contundente que los Flores Blancas podrían haber asestado. Habrían sido descubiertos si hubieran tratado de volar la mansión principal, pero la casa de los criados no era vigilada, no se tomaban precauciones para salvaguardarla, era algo secundario.

Tantas vidas de Escarlatas segadas en un instante. Había sido una declaración de guerra.

Y era algo que no podría haberse logrado sin la ayuda de Roma. La forma en que los hombres habían entrado a hurtadillas, la forma en que la puerta había sido dejado abierta: era información que sólo Roma podía conocer, producto de las semanas de incursiones junto a ella.

Juliette había sido traicionada y era algo de lo que cuatro años después todavía no se recuperaba. Y ahora estaba en aquel sitio, albergando ese nudo palpitante de odio que ardía en su vientre y que sólo se había tornado más y más ardiente durante los años en que su familia le había impedido ser testigo directo de la confrontación. Y pese a todo aún no tenía el valor para clavar su navaja en el pecho de Roma, para vengarse de la única forma en que sabía hacerlo.

Soy débil , pensó. A pesar de todo este odio que la consumía, no resultaba suficiente para eliminar sus instintos de velar por Roma, de impedir que fuera lastimado.

Quizá la fuerza para destruirlo vendría con el tiempo. Juliette simplemente necesitaba aguardar el momento.

—La cabeza abajo —le pidió de nuevo, empujando a través de las puertas dobles para entrar al vestíbulo del nosocomio.

—Señorita Cai —saludó un médico tan pronto como Juliette se acercó a la recepción—. ¿Puedo ayudarla en algo?

—Puede ayudarme de esta forma… —con una mano, Juliette simuló que sus labios se cerraban como una cremallera. Con la otra, se inclinó sobre el escritorio y tomó la llave de la morgue. Los ojos del médico se abrieron de par en par, pero desvió la mirada. Con esa llave que se sentía fría en la palma de su mano, Juliette avanzó por el edificio, tratando de respirar lo menos posible. Ese lugar siempre olía a descomposición.

En pocos minutos ya habían llegado a la parte trasera del hospital y Juliette se detuvo frente a la puerta de la morgue con un bufido. Se dio media vuelta para mirar a Roma, quien había estado caminando con la mirada clavada en sus propios zapatos, tal como ella le había ordenado. Incluso si hacía su mejor esfuerzo, su actuación para mostrarse tímido y apocado no resultaba convincente. Una postura sumisa no le sentaba bien. Había nacido con el orgullo cosido a su columna.

—¿Aquí? —preguntó el joven. Sonaba vacilante, como si Juliette lo estuviera conduciendo a una trampa.

Sin hablar, Juliette deslizó la llave, abrió la puerta y encendió el interruptor de la luz, revelando el único cadáver que había dentro. Estaba sobre una plancha de metal que ocupaba la mitad de la cámara. Debajo de la iluminación blanquiazul, el difunto, en gran parte cubierto por una sábana, parecía estar consumiéndose.

Roma entró tras ella y echó un vistazo al pequeño recinto. Se dirigió hacia el cadáver, arremangándose. Sólo en el instante de levantar la sábana, se detuvo, presa de la duda.

—Éste es un hospital pequeño y probablemente alguien más morirá antes de que transcurra una hora —advirtió Juliette—. Date prisa antes de que decidan transferir a este hombre a una funeraria.

Roma le lanzó una mirada a la joven, observando la postura de impaciencia que ésta había adoptado.

—¿Preferirías estar en otro sitio? —le preguntó.

—Sí —dijo Juliette sin dudarlo—. Manos a la obra.

Visiblemente afectado por la actitud de ella, Roma jaló la sábana. Pareció sorprenderse cuando vio que el hombre estaba descalzo.

Juliette se apartó de la pared.

—¡Vaya! ¡Lo que faltaba!

Se acercó y se puso en cuclillas junto a las repisas debajo de la mesa de metal, recuperando una caja grande que contenía diversos artículos y arrojando al suelo su contenido. Después de lanzar a un costado la alianza de bodas ligeramente ensangrentada, el collar muy ensangrentado y el peluquín, Juliette encontró el par de zapatos que no combinaban y que había calzado el hombre aquel día. Abrió la bolsa y sacó el de mejor aspecto de los dos.

—¿Sí?

Los labios de Roma se adelgazaron, su mandíbula se tensó.

—Sí.

—¿Podemos estar de acuerdo en que este hombre en efecto estuvo en la escena del crimen? —preguntó Juliette.

Roma asintió.

Eso era todo. No mediaron palabra mientras Juliette regresaba todo a la caja, moviendo los dedos ágilmente. Roma se veía sombrío, sus ojos fijos en un punto cualquiera en la pared. Ella supuso que estaba ansioso por salir de allí, por aumentar la distancia entre sus cuerpos tanto como le fuera posible y fingir que el otro no existía… al menos hasta que el próximo cadáver producto de la guerra entre clanes fuera arrojado más allá de las líneas que dividían los territorios.

Juliette volvió a guardar la caja y descubrió que sus manos temblaban. Las cerró en puños, apretándolas tan fuerte como le fue posible, antes de ponerse de pie y encontrarse con la mirada de Roma.

—Después de ti —dijo él, señalando la puerta.

Cuatro años . Debería haber sido suficiente. A medida que transcurrían las estaciones y todo este tiempo avanzaba lentamente, él debería haberse convertido en un extraño. Debería haber crecido y ahora sonreír de manera diferente, como lo había hecho Rosalind, o caminar de manera diferente, como le ocurrió a Kathleen. Debería haberse vuelto más insolente, como Tyler, o incluso adoptar un aire más cansino, como la propia madre de Juliette. Solamente que ahora él la miraba y todo lo que había cambiado en aquel joven era que… ahora tenía más años. Él la miró y Juliette todavía veía exactamente los mismos ojos con la misma mirada exacta: ilegible a menos que él le permitiera franquearla, inflexible a menos que él se permitiera relajarse.

Roma Montagov no había cambiado. El Roma que la había amado. El Roma que la había traicionado.

Juliette se obligó a aflojar los puños, los dedos le dolían por la tensión con que los había apretado. Con un leve gesto de asentimiento en dirección a Roma, permitiéndole que la siguiera para salir de aquel sitio, Juliette alcanzó la puerta y le indicó que pasara, cerrando la morgue a sus espaldas con una firme determinación y abriendo la boca para despedirse de Roma de forma fría y firme.

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