Chloe Gong - Placeres violentos

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«Me criaron para odiar, Roma. Nunca podría ser tu amante, sólo tu asesina. »Una antigua guerra de sangre entre dos bandas baña las calles de rojo, dejando a la ciudad indefensa ante las garras del caos. En el centro de esta disputa se halla Juliette Cai, la orgullosa heredera de la Pandilla Escarlata, una red de gánsteres que opera por encima de la ley. Sus únicos rivales son los criminales rusos que integran la Banda de las Flores Blancas; detrás de cada movimiento está su heredero: Roma Montagov, el primer amor de Juliette… y su primera traición.Pero cuando la población parece ser poseída por una locura que la hace desgarrar su propia garganta hasta morir, comienza a correr el rumor acerca de un contagio provocado por un monstruo oculto en las sombras. A medida que las muertes se acrecientan, Juliette y Roma deberán dejar sus rencores de lado y trabajar unidos antes de que la ciudad que ansían dominar desaparezca por completo.« Romeo y Julieta se transforma magistralmente de una historia de amor maldito adolescente a una mezcla emocionante de intriga política, horror, misterio trepidante y, sí, romance, en una ciudad que se convierte en un personaje por derecho propio.»
BCCB« Esta novela se sitúa entre las mejores reinterpretaciones de historias clásicas de la literatura juvenil.»
School Library Journal«"El Bardo" aprobaría con toda seguridad esta novela.»
The New York Times Review« Una lectura obligada con una conclusión que dejará a los lectores con ganas de más.»
Kirkus Reviews

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—Camina —exigió Roma.

Juliette permaneció quieta. Tal como ella se había propuesto, él interpretó erróneamente su inacción como miedo, pues dudó y muy levemente, sólo un poco, aflojó la presión de su arma.

Ella se dio la media vuelta rápidamente. Antes de que Roma pudiera siquiera parpadear, la mano derecha de Juliette descendió con fuerza sobre la muñeca derecha del joven, torciendo la mano que empuñaba el arma hacia afuera hasta que sus dedos se doblaron de manera antinatural. Golpeó el arma con la mano izquierda. El arma cayó al suelo. Su mandíbula se contrajo a modo de preparación para el impacto, Juliette giró su pie detrás del de Roma y jaló de él contra sus tobillos, hasta que logró hacerlo caer hacia atrás, mientras ella seguía el movimiento, con una mano apresando el cuello de su oponente y la otra en el bolsillo de su vestido para extraer una navaja de hoja muy delgada.

—De acuerdo —jadeó Juliette, respirando con dificultad. Lo tenía inmovilizado, la espalda sobre el suelo, las rodillas de ella a sendos lados de la cadera de él y la navaja presionada contra su garganta—. Intentemos esto de nuevo, ahora como gente civilizada.

Sentía los latidos de Roma bajo las yemas de sus dedos, su garganta esforzándose por alejarse del filo. Los ojos del joven estaban dilatados mientras miraba fijamente a Juliette, ajustándose a las sombras que arrojaba la puesta de sol mientras el callejón se fundía en un violeta oscuro. Estaban lo suficientemente cerca como para compartir respiraciones cortas y rápidas a pesar de los mejores esfuerzos de ambos por parecer serenos ante el esfuerzo de la lucha.

—¿Civilizada? —Roma repitió. Su voz sonó áspera—. Me estás amenazando con una navaja.

me estabas apuntando con una pistola.

—Estoy en tu territorio, no tenía opción.

Juliette frunció el ceño, luego presionó levemente con la navaja hasta que una gota de sangre apareció en su punta.

—Está bien, para, para —Roma hizo una mueca—. Ya entendí.

Un pequeño desliz de la mano de ella en ese momento y le abriría en dos el cuello a Roma. Estuvo casi tentada a hacerlo. Todo entre ellos dos se sentía demasiado familiar, demasiado íntimo. La joven ansiaba deshacerse de ese sentimiento, extirparlo como si fuera un tumor maligno.

El aroma de Roma seguía siendo el mismo: a bronce y menta y la suavidad de una brisa. A tan corta distancia, ella podía constatar que nada y, sin embargo todo, había cambiado.

—Continúa —apuntó Juliette, arrugando la nariz—. Explícate.

Los ojos de Roma parpadearon con irritación. Trataba de actuar con insolencia, pero Juliette estaba rastreando su pulso errático mientras se agolpaba bajo los dedos de ella. Podía sentir cada salto y cada asomo de temor en él mientras apoyaba levemente la navaja.

—Necesito información —dijo Roma.

—Impresionante.

El joven alzó las cejas.

—Si me sueltas, te lo puedo explicar.

—Preferiría que lo explicaras así.

—Ay, Juliette.

Click.

El eco del seguro de una pistola al ser retirado resonó por todo el callejón. Sorprendida, Juliette miró a su izquierda, donde seguía tendida en el suelo el arma de la cual había despojado a Roma. Llevó la mirada hacia el joven y lo encontró sonriendo, sus hermosos y perversos labios curvados en un gesto de burla.

—¿Qué? —preguntó Roma. Casi parecía que estuviera bromeando—. ¿Pensaste que solamente traía un arma?

La presión del metal tocó la cintura de Juliette. Su frialdad se filtró a través de la tela de su vestido, imprimió su forma en la piel. A regañadientes, lentamente, Juliette retiró su navaja de la garganta de Roma y levantó las manos. Lo liberó de la presión mortífera que ejercía hasta ese instante y empezó a retroceder, cada zancada lo más prolongada posible hasta que se encontró a un par de pasos de la pistola.

Al mismo tiempo, sin otra manera de disuadir el uno al otro, guardaron sus armas.

—El hombre que murió en tu club anoche —comenzó a decir Roma—. ¿Recuerdas que sus zapatos no combinaban?

Juliette se mordió el interior de las mejillas y luego asintió.

—Encontré el par de uno de esos zapatos en el río Huangpu, justo donde el resto de los hombres murieron la noche del Festival del Medio Otoño —continuó Roma—. Creo que escapó de esa primera masacre. Pero la locura fue con él, se la llevó a tu club y un día después sucumbió a ella.

—Imposible —Juliette respondió irritada—. ¿Qué tipo de ciencia …?

—No estamos hablando de ciencia, Juliette.

Con una indignación que le abrasaba la garganta, Juliette alzó los hombros hasta la altura de las orejas y apretó los puños. Consideró la idea de acusar a Roma de paranoico, de irracional, pero desafortunadamente sabía lo diligente que era cuando encontraba algo en lo cual concentrarse. Si él pensaba que aquello era una posibilidad, ella la aceptaría como tal.

—¿Qué dices?

Roma se cruzó de brazos.

—Digo que necesito tener certeza de si se trata del mismo hombre. Necesito ver el otro zapato en su cadáver. Y si el calzado coincide, entonces esta locura… podría ser contagiosa.

Juliette sintió cómo el deseo de rechazar por completo lo que estaba escuchando parecía extenderse a lo largo de sus huesos. La víctima había muerto en su club, esparciendo sangre en un salón lleno de sus Escarlatas, tosiendo saliva en un espacio en que se reunía su gente en grandes números. Si esto era realmente una enfermedad de la mente —una enfermedad contagiosa de la mente—, la Pandilla Escarlata estaba metida en un lío enorme.

—Podría haber sido un pacto suicida —sugirió sin mucha convicción—. Quizás el hombre se arrepintió en un primer momento, y decidió hacerlo más tarde.

Pero Juliette había mirado a los ojos del moribundo. En ellos, el terror había sido la única emoción que podía detectarse.

Dios . Ella había mirado a los ojos del moribundo. Si esto era contagioso, ¿cuál era su riesgo de contagiarse?

—Estás percibiendo lo mismo que yo —dijo Roma—. Hay algo aquí tremendamente preocupante. Para cuando esto pase por los canales oficiales para ser investigado, más personas inocentes habrán muerto a causa de esta peculiar locura. Necesito saber si se está extendiendo.

Roma estaba mirando directamente a los ojos de Juliette cuando guardó silencio. Ella también lo miró con fijeza, mientras una profunda frialdad se desplegaba por su estómago.

—Como si te importara… —dijo ella en voz baja, negándose a parpadear en caso de que sus ojos comenzaran a humedecerse— la muerte de personas inocentes.

Cada uno de los músculos de la mandíbula de Roma se tensó.

—De acuerdo —dijo él hoscamente—. Mi gente.

Juliette apartó la mirada. Transcurrieron dos largos segundos. Luego giró sobre sus talones y comenzó a caminar.

—Apresúrate —dijo, volteándose para verlo. Sólo por esta vez lo ayudaría, y nunca más. Únicamente porque ella también necesitaba conocer las respuestas que él buscaba—. La morgue cerrará pronto.

Ocho

Caminaban en medio de un silencio tenso, palpable.

No es que fuera incómodo; honestamente eso hubiera sido preferible. Lo que sucedía es que la proximidad entre ambos, Juliette caminando delante suyo y Roma tres pasos detrás para que no los vieran juntos, resultaba tremendamente familiar y, con toda franqueza, lo último que Juliette quería llegar a sentir por Roma Montagov era nostalgia .

Juliette se atrevió a mirar hacia atrás mientras atravesaban las largas y sinuosas calles de la Concesión Francesa. Debido a que había tantos extranjeros aquí disputándose una fracción de la ciudad, las vías de la Concesión Francesa reflejaban su codicia, su lucha. Las casas ubicadas en cada sector se volvían hacia dentro de tal forma que, si fuesen observadas desde el cielo, lucirían casi circulares, apiñadas sobre sí mismas para proteger sus entrañas.

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