Eduardo de Gortari - Himnos

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"Una plaga cuasi bíblica de hormigas rojas que invade las calles y los sueños de la gente. Un fantasma vouyerista que se reencuentra con su mejor amigo de la infancia para indagar sobre la vida diaria y preguntar: ¿Cómo se siente coger? Breves e inquietantes visiones de un fin del mundo más cercano de lo que nos gustaría admitir. La historia de Nicolás, un joven físico que se convierte en el segundo mexicano en llegar al espacio. Caricias fantasmas, árboles delirantes. Y, sobre todo, el encuentro de un grupo de adolescentes con una avioneta encallada en pleno Veracruz. Los cuentos de Eduardo de Gortari se adentran con sutileza en los terrenos del relato fantástico y la ciencia ficción. Más cercano a Lucius Shepard que a William Gibson, de Gortari evita la pirotecnia tecnológica y el lugar común para llevarnos a terrenos que, por familiares, son tan maravillosos como inquietantes. Dueño de una vigorosa voz poética y una particular curiosidad intelectual, Eduardo de Gortari es uno de los jóvenes escritores mexicanos a quienes habrá que poner especial atención." – Rodolfo JM

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LA TROMBA DE NÚBILES HORMIGAS 1 Ayer cogí por primera vez Fue con Luis uno de - фото 1

LA TROMBA

DE NÚBILES HORMIGAS

1

Ayer cogí por primera vez. Fue con Luis, uno de los chicos que patinan conmigo en el Ciriaco. Saliendo del parque tomamos toritos en un bar de ficheras. Se ofreció a llevarme a casa en su coche y pensé que fajaríamos como siempre. Me quité los shorts en el asiento trasero y supe que sería distinto. Una tibieza ondulante se expandió desde mi vientre hacia las yemas de mis dedos, como una piedra que cae sobre el agua, y mis caderas dibujaron círculos concéntricos, desde mi pubis hasta mis brazos sujetos a su cuello como un ancla. La lluvia oblicua impactaba contra los cristales empañados, las ráfagas del norte opacaban gemidos y vaivenes provenientes del Spark. Se vino sobre mi muslo y limpió el semen con su playera. Me fui a dormir en medio del calor, con la entrepierna pegajosa. Llovió el resto de la noche.

2

Una alfombra de chicatanas cubre los patios y los pasillos, las escaleras y los pórticos, flota sobre la alberca como un manto que impide ver el fondo de mosaicos. Bajo un cielo recién descampado, salgo del edificio de departamentos y cruzo el bulevar hacia la playa. Las señoras recogen puños de hormigas en bolsas y cubetas, hay quien se sirve de escoba y recogedor. Algunas siguen vivas, aletean con un vigor insuficiente para el escape. Otras se retuercen por reflejo; ignoran que están muertas. Decapitadas por el norte, se fatigan en los últimos estertores de una inútil resistencia. Solo unas cuantas yacen en inmóvil resignación. No hay banqueta ni asfalto: solo cuerpos del color de la sangre que revientan bajo las llantas de mi patineta. Cuando tomo impulso, mi pie barre esqueletos; sus alas, sus culos redondos manchan la lija de mi tabla con una pasta roja, tornasolada.

3

La madre de Julia fríe chicatanas mientras un olor ligeramente amargo y dulzón invade su departamento. Nos dice que hace veinte años que no ocurre una lluvia de hormigas. El almuerzo inesperado le recuerda las implicaciones de la tormenta, como si la interrupción de un vuelo núbil hubiera desatado un peligro más grande que los anuncios espectaculares derrumbados por el norte:

«Las coralillo saldrán del nido que proveen a las hormigas y cuando menos lo esperen las verán en los márgenes del río, nadando en las albercas, tomando el sol desde la punta de un jobo».

4

«Ya te conté cómo fue mi primera vez: a César le gustaba morder y a mí más bien me sacaba de onda. Me dejó la bemba floreada y un buen dolor en las ingles, ni me ha llamado, el muy cara de verga, y ya pasaron dos semanas», dice Julia mientras ordena su cuarto. «Lo peor de todo fue que me dejó un muy mal sentimiento, esa noche la pasé en la regadera hasta volverme pasa. Me tallé y me tallé hasta quedar enrojecida con el zacate. Como si algo se me hubiera pegado. Como si algo además de la tanga se hubiera manchado».

Ignoro los dislates de Julia, tan proclive a cagar pa’ arriba y titubear ante los cuentos que nos dicen en la escuela sobre coger. No tuve una experiencia religiosa, pero tampoco demoníaca. Luis no es mi novio, pero tampoco un desconocido: patinamos casi todas las tardes, salimos a veces, siempre me lleva a casa en el Spark de su madre aunque él viva hasta la Pochota y yo frente a playa Miami. En el camino ponemos rolas de Savages o Deafheaven y nos quedamos estacionados frente al Oxxo de la playa fajando y platicando alternadamente, mientras los barcos hacen fila en el horizonte para entrar al puerto, hasta que las canciones empiezan a repetirse o nuestras pilas se acaban.

«Sé que no tiene nada que ver, pero ahora tengo unas pesadillas supermierderas».

«Puro pinche iris», le digo con el mismo desdén que al lunes siguiente diré tras una charla de emergencia sobre el zika: «El virus se puede contagiar por relaciones sexuales, no es necesario presentar síntomas; chicas, no se embaracen, no comprometan su inocencia». Cada emergencia es un pretexto para reforzar temores retrógradas; en primaria vinieron a enseñarnos a distinguir el mosco del dengue: «Aléjense de los barrios pobres e insalubres donde la gente no fumiga y deja al aire libre las llantas y los recipientes que serán criaderos». En secundaria nos enseñaron a refugiarnos bajo las bancas y repasar el rosario en caso de que nuevamente los Zetas hubieran decidido balacearse con la Marina frente a la escuela: «No solo destruyen su cuerpo, también destruyen a la sociedad: las drogas vienen manchadas, es patrocinar la masacre».

«Puro pinche iris», repetía tras cada discurso, aunque igual evité los huatos sellados con zetas rojas y más de una vez me vi de cuclillas bajo la banca repasando un rosario de terrenales improperios mientras las balas rompían los cristales de los salones contiguos a la avenida.

5

Soñé que estaba con Luis en mi cuarto, cogíamos mientras caía un chubasco de proporciones bíblicas. El golpetear de la lluvia acompañaba nuestros trémulos sudores hasta que la ventana cedía ante las ráfagas, se abría de golpe y una espiral roja invadía el cuarto. Me ponía de pie sorteando con los brazos el torrente punzante y cuando al fin podía cerrar la ventana, me daba cuenta de que en el mar se había levantado un oscuro torbellino que amenazaba con pisar la playa. Una tromba de chicatanas idénticas a las que ahora cubrían cada centímetro de mi cuarto. Luis era un súbito hormiguero de huesos carcomidos, de carne putrefacta.

6

Antes de que amanezca, paso una hora bajo el chorro de la regadera.

7

Ni las labores municipales de limpieza ni las hordas de jarochos armados de cubetas y escobas pudieron limpiar por completo los remanentes de la lluvia de hormigas. Yendo por el bulevar en mi patineta camino al colegio distingo solitarios remansos que crujen ante la presión de las llantas. Cadáveres ocasionales al pie de palmeras, esqueletos agrupados en charcos que el sol del mediodía hará desaparecer. No aletean ni se retuercen. Dudo que estén muertas, las siento más bien resignadas.

8

«Tuve un sueño bien loco», confieso a Julia en el primer receso, pero no hay mucho que contar, sabe exactamente qué soñé: lo relata con fotográfica exactitud, como si ambas hubiéramos visto la misma película de terror.

9

Evadimos el tema el resto del día, como si ignorar los síntomas fuera suficiente para curar una enfermedad. Pero la lija de mi tabla sigue roja, al igual que las llantas, las suelas de mis tenis, las aceras, el agua de la alberca.

10

Paso la tarde patinando en el Ciriaco. Domino el grind y el 360 flip con una precisión insólita. Rieleo con quirúrgico equilibrio sobre las barras de acero enceradas con veladoras, cabalgo con soltura en los adoquines del parque, levanto la tabla como si fuera una extensión de mi cuerpo al intentar una pirueta que antes me parecía imposible. El resto de los morros no da crédito ante cada nueva proeza. Pareciera que es el norte el que me asciende por los aires. Ignoran que no se trata de las rachas de viento sino de mis piernas que solo quieren raspar con mis vans esa lija manchada de rojo hasta dejarla inservible, limpia.

11

En la noche me marca Ramón, el hermano de Julia.

«Me dijo que tú también has tenido pesadillas», se escucha del otro lado de la línea con la inquietud que provoca un enigma urgente. «No quise espantarla, pero yo también he soñado un verguero de mierda, cada noche. Y algo me dice que no somos solo nosotros. Todo empezó desde que parché con un vato, ya hace unos días, la noche de la lluvia».

«¿Y qué sueñas?».

«Lo mismo que tú».

12

Julia ha levantado una barrera de hermetismo que le parece prudente y a mí me parece irresponsable, una traición ante la emergencia. Habla como los periódicos que repiten titulares todos los días, «Ayer fue un día soleado», para evadir las masacres que ocurren con la misma frecuencia: cadáveres decapitados en fosas clandestinas, heridos sobre la avenida tras una balacera. A la salida del colegio me harto de un silencio cómplice.

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