Me sentía como en una película cada vez que me hacían una prueba física de resistencia o un examen médico, cada vez que me entrenaban para usar mi traje en una alberca de un azul tan profundo como el del mar en playas bajas, cada vez que me preparaban en simuladores para el despegue, siempre con un júbilo indistinguible del terror. Porque saber de Física te obliga a reconocer los peligros de un ascenso hacia las estrellas: conoces al pormenor cada detalle que puede salir mal, las estadísticas que explican cada posible error y el cálculo que demuestra que eres un jinete espacial que cabalga sobre una bomba atómica hacia la termósfera.
¿Te acuerdas de las primeras planas de todos los periódicos mexicanos aquel 12 de abril? EL SEGUNDO MEXICANO EN EL ESPACIO, MÉXICO DE NUEVO EN LAS ALTURAS y un etcétera de tinta fútil. Mis tíos las conservan todas aún, enmarcadas y colgadas en la sala, desde las que consignan entrevistas en las que preguntaban por mi opinión sobre la guerra contra el narco y la política mexicana, hasta aquella burda entrevista en que apenas me preguntaron qué marca de calzones es privilegiada en la EEI.
Mi madre solía decir que los telescopios son máquinas del tiempo que ofrecen una vista al pasado. Imagina que tienes una pizarra llena de fotografías que has juntado con el tiempo. Fotografías que has tomado a lo largo de tu vida. Fotografías que se tomaron incluso antes de que tú nacieras. Es natural que tarde o temprano algunas de las personas que aparecen en ellas hayan muerto. Pero también es natural que esas fotos permanezcan, donde los presentes conviven con los que se han ido. Habrá un momento en que todos los que aparecen en aquellas fotos hayan muerto y que en ese momento también lleguen fotos de los que apenas van naciendo. Imagina que esa pizarra, esa colección, empezó desde antes de que nacieras y seguirá cuando hayas muerto. Así es el cielo. Pero así también es el despegue.
Lo que mi madre jamás imaginó es que yo mismo terminaría montado en una máquina del tiempo; que al dar vueltas alrededor del planeta a miles de kilómetros por hora, todos los astronautas viajamos en el tiempo en imperceptibles pero sólidas fracciones de milisegundos directo hacia el futuro. ¿Y qué ves en un ascenso hacia el espacio, mientras retas la atracción gravitacional de la Tierra, sino tu vida recapitulada en un zapping brutal a través del tiempo, donde las fechas se confunden y los acontecimientos adquieren dimensiones desconocidas, conexiones imperceptibles entre hechos minúsculos y eventos decisivos, puentes que parecen conectar en un mismo plano cada uno de los tiempos verbales en que has vivido?
Tuve una pesadilla: iba con mi padre sobre Reforma, partíamos desde el cruce con Insurgentes. Era una de esas tardes en que la Luna es visible a pesar de la luz del día. Tras verla fijamente, mi padre me preguntaba qué pasaría si no existiera la Luna. Le explicaba cómo las mareas mayúsculas, fruto de la crucial cercanía con una Luna joven, propiciaron el arrastre de minerales que más tarde habrían de convertirse en el caldo de cultivo que permitió la vida. Le explicaba que nació tras el impacto ocurrido entre dos protoplanetas en que solo la Tierra sobrevivió. Le explicaba que ella impide que nos salgamos de nuestra órbita. Le explicaba que ella asegura que el eje de la Tierra sea constante. Le explicaba la falsedad de todos los mitos cotidianos a su alrededor. Le explicaba que si la densidad de la Luna fuese menor, acaso la Tierra no sería como la conocemos. Le explicaba que se aleja de nosotros unos centímetros al año en una lanzamiento de bala cósmica que ocurre en cámara ultralenta. Le explicaba cómo muchas de las suposiciones de Verne sobre el viaje a la Luna resultaron ser acertadas, casi proféticas. Le explicaba minucias sobre la expedición del Apolo 11. Pero casi llegando a Bucareli terminé hablándole de cómo el primer libro que leí fue De la Tierra a la Luna de Julio Verne; de cómo una vez me explicaste que «Luna» en latín quiere decir «la que ilumina»; de cómo Georges Méliès juntó para su película tramas de Verne y de H. G. Wells para crear un producto nuevo y propio; de cómo los Smashing Pumpkins homenajearon esa película en el video de «Tonight, Tonight»; algunos aseguran que gracias a esa película a los famosos les llaman «estrellas»; le hablé de cómo te grabé un mixtape que abría con esa canción.
«Ahora sabes tantas cosas, has vivido tantas cosas. ¡Quién lo diría! Mi hijo es un astronauta», entonces se llevaba los puños a la cintura y me espetaba: «¿Cómo puede ser que no reconozcas el camino a casa?».
Noté que él también levitaba ingrávido, apenas unos centímetros por encima del suelo.
«¿Por qué flotas, papá?».
«Porque ahora eres más viejo que yo».
De la misma forma en que jamás creí que viajaría de nuevo al espacio años más tarde, jamás creí que me escribirías apenas pusiera los pies sobre la Tierra. Un mail escueto pero significativo:
Nicolás:
Inevitablemente me enteré de tu proeza. Ahora perteneces a la estirpe de Arjuna, Gagarin y el Major Tom. Te felicito.
No pude evitar responderte en los mismos términos:
Aquí Major Nick. Muchas gracias, Luisa. También yo me he enterado inevitablemente de tus proezas. Sabes mejor que yo a qué estirpe perteneces ahora.
Semanas después iba en el coche cuando me topé en la radio con esa vieja canción de Pulp. Para sorpresa de mi entonces esposa, no cambié la estación.
Antier soñé que tomábamos cervezas sin burbujas con las estrellas de fondo. Te contaba una noticia del día anterior: el Gran Colisionador de Hadrones del CERN había creado plasma de quarks, la materia más densa que haya manipulado la humanidad, más densa que una estrella de neutrones, casi tan densa como un hoyo negro, tan densa que un centímetro cúbico de ella pesaría 40 mil millones de toneladas. A ti te parecía un chiste estupendo y me decías que, como siempre, la ciencia llegó muy tarde o muy temprano, según se vea; que el lenguaje es la única materia que al compartirse, al expandirse, aumenta su densidad; que Cervantes fue un hoyo negro y que Shakespeare fue un hoyo negro y que Dante fue un hoyo negro y que Ovidio fue un hoyo negro y que Homero fue un hoyo negro y que el internet era un Gran Colisionador de Hadrones donde cada hora crecía el plasma de quarks y que en un día que ya vaticinabas habría de desbordarse sobre sí mismo para convertirse en un hoyo negro supermasivo.
Me salí parcialmente de la NASA. Poco después atravesé un divorcio en el que, más allá de los honorarios de mi abogado y la división de propiedades, me costó admitir que no conocía en lo más mínimo a la mujer con la que me había casado. Dos personas que se desprecian hacen planes y compran una casa; eso es el matrimonio. Me alejé de los tenues reflectores que me seguían el paso para dedicarme casi exclusivamente a la enseñanza. A diferencia de muchos, no me dejé seducir ni por los cheques que otorgan las conferencias ni por la tibia fama que representa convertirse en opinólogo mexicano.
Cumplí años con el extraño dolor de haber cruzado una meta temprana pero simbólica: con 39 vueltas alrededor del Sol, había rebasado la edad en la que murieron mis padres. En una fiesta en casa de mis tíos, que se distinguió por la inaudita capacidad pulmonar de los hijos de Marco y la temprana borrachera de Alberto, al soplar sobre una vela con forma de signo de interrogación que coronaba un pastel de chocolate, me percaté de una ironía crucial: ellos murieron en una colisión entre dos máquinas destinadas al viaje cotidiano. Su único hijo, en cambio, había sobrevivido a una cabalgata espacial que había redefinido la versión superlativa del peligro. Ignoraba cómo sentirme ante la exagerada confianza que depositamos en la estadística.
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