Eduardo de Gortari - Himnos

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"Una plaga cuasi bíblica de hormigas rojas que invade las calles y los sueños de la gente. Un fantasma vouyerista que se reencuentra con su mejor amigo de la infancia para indagar sobre la vida diaria y preguntar: ¿Cómo se siente coger? Breves e inquietantes visiones de un fin del mundo más cercano de lo que nos gustaría admitir. La historia de Nicolás, un joven físico que se convierte en el segundo mexicano en llegar al espacio. Caricias fantasmas, árboles delirantes. Y, sobre todo, el encuentro de un grupo de adolescentes con una avioneta encallada en pleno Veracruz. Los cuentos de Eduardo de Gortari se adentran con sutileza en los terrenos del relato fantástico y la ciencia ficción. Más cercano a Lucius Shepard que a William Gibson, de Gortari evita la pirotecnia tecnológica y el lugar común para llevarnos a terrenos que, por familiares, son tan maravillosos como inquietantes. Dueño de una vigorosa voz poética y una particular curiosidad intelectual, Eduardo de Gortari es uno de los jóvenes escritores mexicanos a quienes habrá que poner especial atención." – Rodolfo JM

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Recuerdo mis dudas ante las mediciones matemáticas porque ese mismo día me enteré que volvería al espacio. Sería el encargado de dirigir la actualización mecánica de mi brazo robótico. Apenas colgué el teléfono, como si nunca se hubieran ido, volvieron para instalarse por meses las cámaras de televisión, los reflectores, las llamadas en horas inoportunas, las entrevistas para las que revisitaba el guion que había perfeccionado con el tiempo.

Un cálido domingo en Florida, dos días antes del lanzamiento, di una última serie de entrevistas exclusivas. El resto lo sabes perfectamente.

Cuando entraste a la sala del hotel dedicada a las entrevistas, te reconocí por el verde criminal de tu blusa, el mismo tono horrendo que juzgué jamás volvería a estar de moda.

Venías de parte del periódico español más importante con una encomienda específica: una crónica sobre los pormenores de mi viaje. Ambos sabemos que todo lo que redactaste es mentira. No olvido tu sutil venganza: con el pretexto de tu crónica, hiciste preguntas capaces de provocar taquicardia: mi divorcio, mis películas favoritas, qué música escuchaba ahora, consejos para los jóvenes aspirantes a astronautas que más bien me hicieron pensar en mi rebasada juventud. Fuiste tan nulamente profesional que no me quedó más que estar agradecido contigo. Quedamos en vernos en el bar del hotel en cuanto me deshiciera del último reportero.

Sonaba en las bocinas del lugar «Yes I’m Changing», una tímida pero inquietante balada de Tame Impala, uno de los pocos grupos de ahora que me gustan lo suficiente como para ubicarlos. Me preguntaba con una sinceridad brutal qué demonios hacía esperándote. Había sido un hijo de puta contigo, hubo un tiempo en que eso me parecía insoportable. Pero ahora tenía menos ego que entonces y me había perdonado, no sin abollar un par de veces más la imagen impoluta que siempre quise tener de mí mismo. Que me hubieras engañado en otro siglo había dejado de tener la más mínima importancia hacía lustros. Incluso todos los demás terribles defectos que te encontré en el camino eran bagatelas comparados con los delirios psicóticos que conocí después, en ocasiones tan diversas que me avergüenza admitir que soy un científico capaz de emprender el mismo experimento una y otra vez sabiendo de antemano que será un fracaso. ¿Pero qué tanto podíamos haber cambiado, si debajo de mi mejor saco y mi camisa más cara había una playera de Mastodon, de la misma forma en que antes traía siempre una playera del Black Album de Metallica? Sí, había reconocido con los años los prodigios guturales de Tom Waits, la apacible violencia de Björk, la épica nostalgia de Springsteen, la magnificencia total de Dylan, pero en momentos como este me volvía a sentir un muchacho que no conoce más indumentaria textil y emocional que duros riffs metaleros.

Apareciste anunciada por la chillona fosforescencia de una blusa verde que se distinguía desde el satélite de Google Maps. Platicamos de todo menos de nosotros. Solo el ilimitado alcohol que me surtían desde de la barra nos permitió dejar de lado los magros éxitos para hablar de los fracasos circundantes: tú luchabas contra un público que primero te encumbró y que ahora pedía más de lo mismo, contra premios que no te concedieron por ser mujer y premios que te dieron solo por ser mujer, contra editores que buscaban estrangularte sintáctica y financieramente, contra los estragos de un matrimonio que pareció más bien naufragio; por mi parte, había perdido una plaza en el MIT, participé en un proyecto que hubiera merecido el Nobel de no ser porque un equipo japonés se nos adelantó presentado no solo conjeturas sino una confirmación; arrastraba el miedo a no saber qué hacer si volvía a México, un país que de pronto parecía más distante que Alfa Centauri y una ex que me había dejado, además de cuentas vacías, la noción de que debes mentirle a la gente que amas para que no sepa cuánto te desprecia. ¿Pero no era todo esto justamente lo que queríamos? Estaba a menos de 48 horas de subirme a un cohete, tú debías escribir una crónica con todos los viáticos pagados, ¿y ambos nos entregábamos a una tristeza latente en el bar de un hotel?

«No creo que deseemos nunca lo que deseamos. No creo que queramos ser otra cosa más que nosotros mismos, pero el puto problema es que al preguntar qué somos en realidad preguntamos qué queremos ser», soltaste mientras sonaba «Harvest Moon», en el plan filosófico que anuncia el término de las festividades. Me hacía yendo camino a mi habitación cuando me preguntaste si quería bailar.

«¿No recuerdas que no bailo?».

«Pero ese era el Nico de antes», replicaste, «el de hoy es lo suficientemente temerario como para treparse a un pinche cohete y a una pista».

Dejé que eligieras la canción en la rocola. Volvías a la mesa tendiendo la mano cuando empezó a sonar esa vieja canción de Pulp, en una lenta y cruda versión sujetada por la firme voz de Nick Cave.

«¿Sabías que ya inventaron la patineta voladora?», me preguntaste mientras dábamos sutiles, ingrávidos tumbos por la solitaria pista de un bar vacío.

«Luisa, qué no te das cuenta: estamos en el futuro».

Ayer soñé que mi madre estaba conmigo en la EEI. Discutíamos si el telescopio era una máquina del tiempo que inspeccionaba el pasado o una máquina del tiempo que vislumbraba el futuro: la luz sobreviviente de estrellas muertas hace eones o la luz de estrellas que un día guiarán nuestro paso hacia las galaxias. Sergei Krikaliov, el hombre que ha vivido más tiempo en el espacio, aparecía caminando directo hacia nosotros para zanjar el tema con una palabra: «Ambas».

Los marinos ignoran el vértigo hasta que pisan terreno firme: zarpar es un remedio desesperado contra el mareo. Así me sentí al subir al cohete, una templada mañana de enero del 2015, como si alcanzar la velocidad de escape fuera la única forma de corregir el aturdimiento. Antes del despegue, las palabras de Nick Cave se revelaron como una predicción cumplida, con una tranquilidad semejante a la que otorga el rigor matemático que pronostica un eclipse: nos besamos sobre la pista al ritmo de «Disco 2000», detrás de tus lentes brillaron dos satélites hospitalarios, cogimos en tu cuarto conducidos por una torpeza alcohólica: llegamos a la cama no sin tropiezos, rompiste varios botones de mi camisa, cediste cuando pedí que no te quitaras los tacones: fuimos inhábiles, casi novatos, fuimos tremendos. No podía esperarse menos del espléndido problema que siempre representamos, fue imposible distinguir más tarde lo adolorido de lo contento. Y ante el tenue resplandor que atravesaba las cortinas, hablaste de etimologías hasta que nos dormimos.

En julio me sorprendiste con un nuevo correo:

¿Cuándo regresas?

Comienza la cuenta regresiva. Sentado en una lata de refresco, las galaxias resplandecen con una nitidez carente de titilaciones. Los días y las noches se suceden cada 92 minutos: en escasos ocho meses con 20 días, he visto 16 amaneceres por cada uno que has visto tú. El piloto revisa el encendido de los motores. La rotación de la Tierra es uno de tantos fenómenos que serían distintos si la densidad de la Luna hubiera sido otra. Al filo del cero, sé que mi nave conoce el camino: ya no reconozco temor alguno. Como la densidad de las canciones que nos acompañan: giran sobre sí mismas, se atraen mutuamente y cada vez que se repiten, se repiten también los hechos que fuimos depositando en ellas. Sentado en una lata de refresco, he flotado de las formas más peculiares. Atravesamos la barrera del cero. Voy a casa. Pienso en ti: los mails intercambiados entre la EEI y la Tierra, los sueños que te conté como si fueran un horóscopo secular, las videoconferencias en las que alzabas tu playera para mostrar el curso de tu embarazo, el Gran Colisionador de Hadrones, las disculpas, los ecogramas, las palabras que me enseñaste para describir este momento, el principio de Arquímedes, las primeras planas, tu pastel de cumpleaños, catábasis y anábasis, los milagros de la ciencia, la totalidad de las formas verbales aglutinadas en un solo plano, mis padres conduciendo camino a casa, la fecundidad de un instante en Florida, los milagros de la medicina, los anversos de tu historia. Pienso en un satélite fruto de una colisión: el encuentro de dos planetas sellado por un azar meticuloso. Atravesamos la barrera Kármán donde ocurren las auroras boreales y en el descenso pasan 39 años ante mis ojos en un zapping total, una película en la que cada acontecimiento y cada obra y cada gesto y cada fecha y cada palabra forman inesperadamente las conexiones siempre esperadas. Luisa, ojalá me preguntes de nuevo si me gustó la película. Vientos de fondo cimbran la nave. Cruzamos la estratósfera como si fuera un mar turbulento. Las luces de emergencia se encienden. Nunca fui Arjuna ni Yuri Gagarin ni Sergei Krikaliov ni Major Tom. Las luces de emergencia resplandecen. ¿Qué hice todo este tiempo sino viajar en el tiempo escasas millonésimas de segundo? Las luces de emergencia. ¿Qué hice todo este tiempo sino volver al futuro? Las luces. Una película dirigida por un azar meticuloso. Recorro el camino a casa. Siempre supe el camino a casa. El 21 de octubre nacerá Luna. La que ilumina. Luisa, ella siempre fue nuestra densidad: Eureka.

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