EUREKA
Cuando sueño que estoy en la EEI, suelo rodearme de gente que está en la Tierra. Cuando sueño que estoy en la Tierra, floto ingrávido todo el tiempo, apenas unos centímetros por encima del piso.
Ambos teníamos 14 años cuando nos conocimos. Fue mi primera cita, para colmo doble, para colmo a ciegas, para colmo involuntaria: mi primo salía con tu hermana mayor: tú ibas de chaperona y yo fui el paliativo que evitó un mal tercio. Me caíste mal desde el principio. Con un vestido casi infantil y el pelo relamido, parecías recién llegada de tu primera comunión. No podía quedarme atrás, me encontraba en esa etapa en que se finge ser un malo de primera cuando todos saben que eres un ñoñazo sin remedio: mi rotísima chamarra de mezclilla y mi playera de Iron Maiden debieron causarte ternura y pena. Fuimos a ver Volver al futuro III y saliendo de la función, mientras Marco y Patricia fajaban en un parque, tú y yo comíamos helado en el café de enfrente.
«¿Te gustó la película?». Creo que esas fueron las primeras palabras que me dijiste; dudo que antes hayamos intercambiado siquiera un hola.
«Me gustó más la primera. El problema es que quisieron hacer algo tan grande como Star Wars y no les salió», dije en uno de esos desplantes de pedantería que solo ocurren en la adolescencia.
«Nunca he visto Star Wars».
«¡No?».
Así supe que mi primera impresión sobre ti no fue errada. Volteé hacia el parque implorando que la lluvia veraniega hiciera una aparición redentora forzando a los tórtolos a salir de entre los árboles. Antes de las primeras gotas del chubasco que efectivamente finalizó nuestra cita, vislumbré todas las forzosas veces en que tendría que soplarme tus horrendos lentes de pasta, tu dignísimo silencio, tu ignorancia ante Star Wars. A la semana siguiente tu hermana cortó con mi primo y asumí que no volvería a verte.
Hace unos días soñé que levitaba afuera de la secundaria esperando a que mis padres llegaran por mí. Tenía hambre y enojo. Aparecían una hora tarde, llenos de disculpas y pretextos, en un Shadow sin llantas sostenido por globos multicolores. Mientras yo flotaba ingrávido sobre el asiento trasero, mi padre me decía que ya era lo suficientemente grande como para llegar solo a casa.
«¡Pero apenas tengo doce años!», alegaba.
«No es cierto, Nico», replicaba mi madre. «Estás por cumplir cuarenta».
Volteaba hacia la ventanilla para encontrar el débil reflejo del casco de acrílico fijado a mi traje de astronauta.
«Ya deberías saberte el camino».
Entonces desperté.
Era el primer día de mi primer semestre de bachillerato. Daba frenéticos tumbos por los pasillos buscando el salón de la primera clase, en esa hora de la mañana en que las nubes son de un tono rosa dorado. Preguntaba a cada estudiante por la ubicación del salón L8 moviendo nerviosamente la mano donde llevaba mi tira de materias, como si agitar la razón de mi pánico justificara mi torpeza.
«Yo te conozco», escuché tras de mí. Unos horrendos lentes de pasta fueron la pista crucial para discernir quién me hablaba: bajo la placa de una puerta en la que la intemperie y el descuido habían desdibujado una L y un 8 hasta formar algo más bien parecido a una I y un 3, estabas tú, más alta y esbelta, con unos jeans que acentuaban tu cintura y una blusa de un verde criminal que por desgracia se ha vuelto a poner de moda.
«¿Luisa, verdad?».
«Así es, Nicolás».
Pasada la primera clase, la súbita cordialidad fue el pretexto idóneo para refugiarnos el uno en el otro: eras el único rostro familiar en kilómetros a la redonda, aunque fuera meramente por habernos conocido en una cita catastrófica ocurrida hacía un año. Presas de un miedo magnético a las aglomeraciones, los rostros desconocidos, pasamos pegados el resto del día, acaso involuntariamente.
Durante la primera semana de clases platicamos todo lo que no habíamos platicado nunca. Parecía que ese año en que no te había visto lo habías pasado metida en un curso intensivo para volverse interesante. Mi estirpe metalera me obligaba a guardar un prudente recelo ante Pearl Jam, pero que te gustaran por encima de Michael Jackson me parecía un prodigio. Seguías sin haber visto Star Wars, pero al fin pudimos hablar de lo buena que era Volver al futuro en comparación con sus medianas secuelas. Tus eventuales silencios, siempre tan dignos, de pronto fueron interpretados por mis hormonas como la máxima representación del atractivo. Incluso, cuando me preguntaste a qué quería dedicarme en la vida, apenas dibujaste una mueca cuando te dije que deseaba ser astronauta.
Pero no fui el único en notar que te habías convertido en una de las chicas más atractivas de todo el Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Sur. El primer año no fui más que el amigo que debían sortear tus pretendientes. En el segundo año solo coincidíamos en el camión al salir de la escuela. En el tercer año fuiste la chica más popular de todas las fiestas a las que no fui invitado.
Soñé que estaba en la EEI cavilando sobre una encomienda del rey: debía comprobar que la corona era de oro puro y no de una aleación barata. Para distraerme del problema real decidía bañarme en una tina de madera. Al sumergirme, notaba cómo mi propio cuerpo empujaba hacia arriba el nivel del agua. Pensaba en el volumen de los cuerpos, el peso de los cuerpos, la densidad de los cuerpos. Acto seguido salía corriendo desnudo por toda la estación gritando: «¡Lo he descubierto! ¡Lo he descubierto!». Pero cada integrante de la tripulación volteaba a verme estupefacto: yo caminaba sobre las superficies curvas de cada módulo, ellos flotaban en el espacio. Yo anunciaba mi descubrimiento en griego, ellos, atónitos, guardaban silencio en inglés.
Iba en el tercer semestre de Física cuando nos reencontramos en una fiesta en el Ajusco. Mi mejor amigo estaba empecinado en ligarse a una amiga extrajera tuya; me llevó solo para entretenerte. Apenas pasó el momento del reconocimiento y la sorpresa, los qué has hecho y los cómo has estado, salió un chiste ineludible:
«No tengo la menor idea de qué se trata tu trabajo», dijimos casi al unísono. La diferencia yacía en cómo explicábamos nuestras elecciones. Aunque había transitado por dos cursos de verano en las instalaciones de la NASA, seguía sin tener claros los motivos que me habían impedido renunciar a una vocación infantil: viajar al espacio. En cambio, tú sabías perfectamente por qué estudiabas literatura. Podías articular lo que yo apenas intuía; convertías una herramienta común a todos, el lenguaje, en una artilugio capaz de parecer solo tuyo. Te escuchaba hablar sobre las propiedades de la escritura para concentrar diversos significados, mientras pensaba en símiles específicos. Jamás me había divertido tanto escuchando un parlamento motivado por el alcohol:
«…es entonces cuando puedes decir que algo es literario, cuando concentras en un breve espacio textual una cantidad inmensa de información, de significados que trascienden el texto…».
«Como un hoyo negro».
«¿Cómo?».
«Un hoyo negro: un espacio sumamente pequeño donde se comprime una enorme cantidad de materia y que atrae todo lo que está a su alrededor. Así es un texto como lo explicas: cuando hay muchísima gravedad en ese texto, pum, se convierte en literatura».
«Más de uno te daría la razón y más de uno debatiría contigo una hora, lo cual no es tener la razón pero sí su respeto».
«¿A un físico borracho? Dudo que haya alguien capaz de algo semejante».
Pero tú fuiste capaz de escuchar a un físico borracho y el resto de la noche buscamos coincidencias entre dos disciplinas que de pronto no parecían tan opuestas.
Alberto huyó de la fiesta con tu amiga alemana y tú te ofreciste a darme un aventón; al fin de cuentas vivíamos a escasas cuadras de distancia. Cuando subimos a tu coche, ese vocho infame que ahora debe descansar en algún deshuesadero igualmente infame, pusiste el estéreo.
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