«¿Quién canta?».
«Pulp. Te lo juro, junto con “High & Dry”, debe ser la mejor canción del año».
No soportaba su ritmo bailable, ni siquiera entendía la letra, pero fue suficiente escucharla en esa ocasión para grabarla en contra de mi voluntad. Tú ibas tan borracha como yo, conducías del carajo y más de una vez creí que nos estamparíamos. Para colmo te diste el lujo de querer sostener una conversación. Aferrado al asiento, lo último que deseaba era felicitarte porque al fin habías visto Star Wars y discutir por qué demonios te seguía gustando más Volver al futuro. Antes que ver hacia el frente sembrado de obstáculos y peligros, preferí voltear hacia la Luna llena que nos seguía, como si fuera un talismán contra los percances. Cuando llegamos a tu casa creí que había presenciado un milagro, solté un suspiro casi tan grande como el que años más tarde soltaría al rebasar la línea de Kármán y no dudé en interpretar tu heroica inhabilidad tras el volante como una señal ineludible, debía hacerte una pregunta inesperada:
«¿Te has dado cuenta de que nos volvimos a reunir por culpa de una cita ajena?».
«Y yo que siempre creí que tú habías sido mi primera cita», bromeaste.
Soñé que Sergei Krikaliov y yo mirábamos por la escotilla hacia la Tierra mientras pasábamos por encima de Eurasia. Fumábamos cigarros cubanos, bebíamos los mejores expresos de la galaxia. Cuando empezaba nuestro escrutinio sobre las costas de Portugal, él me decía: «Espera a que lleguemos a la Unión Soviética; entonces verás con tus propios ojos la magnificencia a la que es capaz de llegar un pueblo cuando se entrega a un objetivo común, y sentirás vergüenza, Nicolás, sentirás vergüenza por ese país tuyo que jamás ha conocido la concordia y sentirás respeto por la nación que puso al primer hombre en el espacio». Ante la pequeñez de Gran Bretaña y Francia le daba la razón. Sobre una Alemania dividida me preparaba para el espectáculo. Pero al cruzar los Cárpatos y el delta del río Danubio no había más que una nubosidad inescrutable. Sobre Moscú el humo se disipaba dejando ver unas ruinas que llegaban hasta Vladivostok. Incluso Königsberg podía apreciarse como un exclave en llamas. Sergei lloraba a mi lado: «¿Dónde quedó mi país?». Desde Alaska se apreciaba la cavidad donde una vez hubo una nación, como si el cráter de Tunguska abarcara la totalidad del territorio ruso. Pero yo creía que podía consolar a Sergei, el último ciudadano de la Unión Soviética. No dudaba en decirle que no necesitaba un país, que nadie necesita un país, que al principio fue la gente quien inventó las fronteras y luego las fronteras comenzaron a inventar a la gente; y si algo era evidente desde aquí es que las fronteras son meras líneas imaginarias.
No recuerdo bien cuánto duramos juntos. ¿Año y medio acaso? Sin duda lo recordarás mejor que yo. Hubo otras chicas antes de ti y las hubo también después. Nunca fui del todo un primerizo, tampoco me convertí más tarde en un experto. Te grabé muchos mixtapes que disfrutabas como si fueran libros de poemas, llenos de canciones que aún detesto. Algunas las seguí detestando por terribles. Otras porque estaban ligadas a ti. Estuviste el tiempo suficiente como para acompañarme en dos aniversarios luctuosos. Uno, cuando apenas empezamos; y otro, poco antes de terminar. Por supuesto te conté que mis padres murieron juntos en un accidente de tránsito. Te conté que mi padre me inculcó la devoción por Led Zeppelin y que mi madre me enseñó a escrutar el cielo con un telescopio. Te conté que de chico les daba lo mismo contarme las hazañas de don Quijote o de Ulises o de Yuri Gagarin o de Neil Armstrong o de Arquímedes como si fueran cuentos infantiles; seguía sus relatos a través del sueño, siempre me quedaba dormido tras las primeras frases.
A cambio, me contaste que siempre quisiste ser maestra de primaria y que fue la lectura de libros proscritos en tu muy católica casa lo que te motivó a ser escritora; porque, aunque tu madre no supiera quiénes fueron Sade o Bukowski, tú hallaste en esos libros un reducto de rebeldía que por secreto era infalible. Contraria al hermetismo específico que te distinguió en el bachillerato, me contaste a fondo sobre el divorcio de tus padres y de cómo conociste a tu papá apenas cumplidos los 19. Me contaste del quiste que te extirparon y del ovario que se fue junto con el quiste. Siempre alegabas que nunca quisiste ser madre de todos modos, pero cuando te desnudaba me esforzaba en besar la cicatriz antes que el vello. Me explicaste que escribías tus sueños a sabiendas de que era la escritura quien daba sentido a lo que antes eran imágenes inconexas. Y escuchaba con auténtico interés tus cuentos y algunos de tus sueños y hacía lo posible por entender los poemas o las películas que te gustaban. Hay promesas que se contraen únicamente porque habrán de romperse: alguna vez me hiciste jurar que tendríamos que reencontrarnos en el futuro, como previendo un final inminente. Incluso intenté darle una oportunidad a Radiohead. Pero eso último jamás se me dio bien.
Te corté cuando volviste de las vacaciones de semana santa, tras acostarte con un tipo en Acapulco. Sin embargo nunca supiste que fajé varias veces con una chica de primer semestre a la que le daba asesorías. Él se llamaba Israel y le rompí la nariz. Ella se apellidaba Thompson, pero ya no recuerdo su nombre. Te envié una carta por correo postal que solo decía una palabra: puta; tan distinto de aquel Nicolás que llevaba escasas semanas saliendo contigo cuando te envió una carta por correo postal que solo decía una frase de Volver al futuro: I’m your density.
Soñé que éramos los mismos chicos de 14 años, mirábamos el Golfo de México desde la escotilla y me decías:
«La Tierra es redonda y azul como una naranja».
Como no te entendía, soltabas un leve bufido mientras meneabas la cabeza para agregar más tarde:
«Entiende, Nico: hay otros mundos, pero ya está este».
Me enteré de tu matrimonio por Alberto. Ignoro si él te contó del mío. De lo demás me enteré por los periódicos que hojeaba cada que venía a México: Luisa galardonada como la mejor filóloga de su generación, Luisa dando entrevistas, Luisa promocionando novelas que me negué a leer por un infundado temor a ver algo de mí en algún personaje. Mi relación contigo fue muy parecida a las secuelas de un pie roto: no se recuerda la rotura hasta que te das un golpe en el mismo sitio; y a veces, es una falible pero íntima forma de pronosticar el clima. Cada mujer con la que me enrolaba, tras el final, me recordaba un poco lo que tuvimos. A veces antes de terminar reconocía las señales catastróficas que pasé por alto contigo. Llegó el momento en que los periódicos o Alberto me hablaban de ti y ya solo sonreía. De tantas veces que vi tu nombre en papeles y pantallas, era el nombre de cualquier otra persona. Eras cualquier otra persona.
Soñé de nuevo con Sergei, pero ahora él buscaba consolarme: en el sueño llevaba casi 40 años en el espacio y no deseaba volver.
«Pero tienes que hacerlo, Nico, tienes que descender».
«Pero, Sergei, soy como tú: no tengo país, no tengo planeta, no tengo a dónde volver».
El ser humano que más ha viajado en el tiempo, apenas 0.02 segundos por delante de los relojes terrestres, de pronto buscaba convencerme de que el futuro era posible como si él fuera un emisario del mismo. Sergei escrutaba el espacio visible desde la escotilla y ante la súbita aparición de un azul gajo terrestre, me decía:
«Nadie aterriza dos veces en el mismo planeta».
Me casé con una compañera de la maestría a los 27, la edad en la que suele morirse la gente respetable, la misma edad en que se casaron mis padres. Cuatro años más tarde, en mi proyecto de posdoctorado, cometí una proeza que bien podría confundirse con una estafa: colaboraré en el diseño de un brazo mecánico robotizado que, siendo francos, solo podíamos instalar y operar los inventores. La NASA no tuvo más opción que enviar al elemento más joven del equipo a su instalación: es decir, yo.
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