Patricia Aguirre - Devorando el Planeta

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La comida no es algo aislado, sino un producto de las relaciones sociales, del sistema económico y hasta de los valores de la sociedad. Es un hecho social total. Para entenderla, Patricia Aguirre propone dejar de lado las miradas simplistas y las consignas vacías y explorar la complejidad de un tema en el que se entrelazan las finanzas, el capitalismo, la geopolítica, el metabolismo, el hábitat y los imaginarios globalizados…
Devorando el planeta es un libro que nos cuenta cómo llegamos hasta acá con un sistema alimentario que, guiado por la lógica del mercado, atenta contra la salud de millones de personas. Pero no se queda en simple cuestionamiento, sino que avanza un paso más y explica
cuáles son los modos y las tecnologías para que los Estados, las comunidades y los individuos apunten a cambiar al mundo y nuestro modo de relacionarnos con él. Y este empieza por lo más simple y lo más cotidiano: nuestra forma de comer.

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Si nos llamamos sociedades industriales, deberíamos llamar a nuestra comida, casera o comprada, lo que es: comida industrial. Porque los procesos que la llevan a plato son los de la industria (química). Si queremos conocer el destino de nuestra dieta preguntémosle a la industria qué nos quiere vender, porque es el actor más fuerte, por lo tanto, el más importante en el juego de la reproducción física y social de la alimentación (y, por lo tanto, de la vida) de sujetos y países. La industria alimentaria ha resultado superexitosa para terminar con la escasez del pasado. La conservación, la mecanización, el transporte y la seguridad biológica fueron los pilares que contribuyeron a que en 1985 –al menos estadísticamente– el mundo hubiera alcanzado el equilibrio entre las necesidades de la población y la producción mundial. Y esta disponibilidad aparente siguió creciendo y los problemas de la malnutrición, ya sean por escasez o abundancia, también.

Hasta ahora hemos sostenido que comemos como vivimos, ahora añadiremos que, al ser la alimentación una determinante de la salud, también nos enfermamos como comemos.

Una de las hipótesis de este libro es que la manera de comer de las sociedades actuales dominadas por la agroindustria es nociva. Nociva para el comensal por la cantidad de sustancias extrañas a los alimentos que consume, y nociva para el medioambiente porque para comer de este modo, con este estilo de consumo inducido por la misma industria, hay que producir y distribuir, de modo que se destruye el medioambiente que sostiene la producción y, al destruir el medioambiente, se destruye la vida. No solo la de las bacterias de un suelo fecundo o los yaguaretés al tope de la cadena trófica, arrasada por el mercado de oleaginosas. LA VIDA con mayúsculas, desde las bacterias hasta los humanos, toda la vida sobre el planeta. Que, a decir verdad, es una delgada capa finamente distribuida e intrínsecamente relacionada. Nuestra manera de comer, los procesos de producción y distribución que alientan este tipo de consumo alimentario, atentan contra la vida de las especies que comemos, pero también de las que no comemos y eliminamos porque son bichos molestos, competidores o simplemente porque al usar sus hábitats para nuestros fines ya no pueden seguir viviendo.

El proceso de homogeneización de los ecosistemas debido a la agricultura y la ganadería de mercado está destruyendo la diversidad aun entre las variedades domesticadas que reproduce ad infinitum , y reducir la diversidad es reducir y fragilizar la vida ¿Cómo pensar que esto no tiene impacto en nuestra vida humana? Como si fuésemos ajenos al planeta Tierra. Puede ser que todavía no lo veamos, pero de persistir en esta dirección nos habremos comido LA VIDA al tratar de llenar el plato.

Estamos devorando el planeta: esta manera de comer no es propia de la especie humana, no es natural, ha sido creada por la industria global que nos induce a esta forma de consumismo, que no es innata, sino socialmente construida (si bien sobre las posibilidades metabólicas del Homo sapiens). Esta forma de alimentación es un producto de nuestra época y va a terminar con ella. Nuestra biología ha sostenido miles de horarios, productos y preparaciones diferentes. En tanto nuestra sociedad ha elevado el mercado de mero regulador de los intercambios a eje de la vida social, la actual es una alimentación de mercado. Y como el mercado se rige por la lógica de la ganancia, es una alimentación buena para vender y solo lateralmente puede ser llamada buena para comer. Para comprobar eso basta mirar los alimentos “chatarra”, “basura”, “antinutrientes” y otras categorías con que los nutricionistas adjetivan muchos de nuestros bocados industriales.

En tanto nuestros alimentos son mercancías antes que nutrientes porque caen bajo la lógica de la ganancia antes que de la salud, en una sociedad que legitima este tipo de intercambios, esto hace que la nuestra sea una alimentación mercantil. Para su producción no se tiene en cuenta nada más que la ganancia que genera a corto plazo, por lo tanto, factores como el deterioro ambiental o del comensal son subalternos (externalidades): el objetivo principal es la ganancia en la transacción actual.

Para producir ganancias en torno al evento alimentario se deberá al mismo tiempo estimular al comensal para que coma más (no mejor) y al productor para que produzca más (no mejor). El primero destruirá con su consumo el producto que el segundo deberá reponer y, por lo tanto, generará una nueva ronda de ganancias. No comer y no producir son los pecados mortales de la lógica imperante, el hambre y la anorexia, patologías que hay que combatir. La obesidad, aunque no menos patológica, ha tardado mucho en ser considerada enfermedad: en la trayectoria hacia la obesidad, primero se ha consumido mucho, y eso es funcional al sistema tal como está, con la ventaja de que la víctima puede ser declarada culpable de su patología ya que nadie la obligó a comer: solo le creamos un contexto hiperestimulante para que lo hiciera (la sociedad obesogénica). Es asombroso ver cómo las consecuencias nefastas del sobreconsumo no se consideraron tan nocivas. Recién en 2013, el sobrepeso y la obesidad fueron declarados pandemia por la OMS y la ONU. Una sociedad obesogénica viene a sostener la ganancia de la hiperproducción con el hiperconsumo y la hiperenfermedad: hoy las enfermedades crónicas no transmisibles, dependientes del estilo de vida y, por eso, en gran medida, de la alimentación, son las principales causales de muerte, mientras que en el pasado ese lugar lo ocupaban las infecciosas y antes aún, las hambrunas.

Las enfermedades infecciosas causadas por agentes (bacterias, virus, hongos o protozoarios) que se encuentran en la tierra (como el tétanos), el agua (como la Vibrio cholerae que provoca el cólera) o el aire con sus contaminantes y aerosoles (como el covid-19) fueron el tipo de enfermedad predominante desde que la domesticación y el sedentarismo confinaron las poblaciones y las pusieron en contacto estrecho con animales de cría compartiendo con ellos casas y aguas. Las grandes epidemias del pasado (peste bubónica, viruela, poliomielitis) que retornaban periódicamente acabando con pueblos enteros, se debieron a este tipo de enfermedades infecciosas, cuyo reinado comenzó a declinar con el descubrimiento de las vacunas y el combate a los vectores y reservorios ambientales (el mal de Chagas, provocado por el parásito Tripanosoma cruzi , ha sido controlado durante años eliminando su vector, las vinchucas, de las casas). Las políticas públicas que debemos hacer para enfrentarlas son totalmente diferentes de las que se necesitan para enfrentar las enfermedades no transmisibles que son crónicas, como las cardiovasculares, cerebrovasculares, cáncer, diabetes, obesidad, que se han transformado en las principales causas de muerte y discapacidad.

El pasaje de un modelo epidemiológico a otro se entiende en las sociedades opulentas del Norte, pero ¿por qué también en el Sur Global? Creemos que a medida que crecía la disponibilidad calórica, la población (en Argentina y en el mundo) comió más, pero no mejor.

Al difundirse un sistema de producción que multiplicaba los rendimientos aplicado a los granos, la ingesta calórica se elevó en todo el mundo, tanto en lugares donde era imprescindible como donde ya se había alcanzado la suficiencia. Azúcares y aceites complementaron la oferta de energía barata, mientras que la producción y el consumo de otros alimentos, ricos en proteínas, como carnes y lácteos, o en vitaminas, como frutas y verduras, no crecieron al mismo ritmo. Los subsidios agrícolas en el Norte y las inversiones agrícolas en tecnología agropecuaria en el Sur, fueron directamente a tres granos: trigo, maíz y arroz, grandes proveedores de energía y ganancias, que llegaron a dominar el comercio mundial de alimentos. La revolución verde primero y los agronegocios transgénicos después permitieron que la oferta de energía barata llegara –a pesar de la inequidad de la distribución– a hacernos soñar con el fin del hambre en el siglo XXI. Pero la abundancia cerealera no fue el fin del hambre, sino solo su transformación: se puso otra máscara. Fue un cambio de sentido, pero el padecimiento y la muerte están igual de presentes. Es más, en estas primeras décadas del siglo XXI se muere más gente de enfermedades asociadas a comer demasiado que a no comer. Exceso de energía y falta de micronutrientes en la misma persona fueron nominados como malnutrición, que supone todos los problemas del exceso a todos los problemas del defecto y se da en los que solo acceden a la energía barata, porque los alimentos nutricionalmente densos son caros. Hasta el Estado y los organismos internacionales basan la asistencia alimentaria en la entrega de energía barata. Si en el pasado los pobres eran flacos, hoy es más probable que sean gordos.

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