En todo el planeta, los pobres gordos superponen las consecuencias de comer mucho y de comer mal. Mucha energía muy barata domina el comercio y las dietas mundiales.
En 1994, en el seminario de la Organización Panamericana de Salud (OPS) y la OMS “Obesidad en la pobreza”, los profesionales latinoamericanos observábamos que la obesidad crecía en la población mundial y en los países pobres en particular, desplazándose de los que tenían mucho a los que tenían poco. En todo el mundo, pero especialmente en el Sur Global, se superpusieron ambos patrones epidemiológicos sin resolver ninguno y sufrimos al mismo tiempo de todas las limitaciones de las enfermedades infecciosas y todas las incapacidades de las no transmisibles, dependientes del estilo de vida.
Es decir, el aumento del consumo redundó en más y no mejor nutrición de la población.
Para sostener este sobreconsumo tan insalubre como inducido, estamos avanzando sobre todo el espacio disponible, sobre tierras y mares, homogeneizando en pocas especies designadas como la comida rentable toda la diversidad de lo que se puede producir localmente. La excusa de terminar con el hambre justifica la destrucción de los ecosistemas, la eliminación de la cultura local o la extinción de especies. En ese avance, la ilusión es que la tecnología preparará y reparará todo lo que la explotación desmedida destruya. Con la excusa del hambre inacabable, se avanza sobre tierras y mares con producciones que solo sirven para alimentar a los que ya están ahítos (o al ganado). Los hambrientos siguen hambrientos (de micronutrientes) porque no pueden pagar lo que deberían comer. Si la lógica es la ganancia, los pobres no son el objetivo de la producción alimentaria mundial aunque se los use como excusa.
Cuando la lógica es la ganancia no importa lo que se haga para mantener este circuito funcionando. Deteriorar el medioambiente o enfermar al comensal se consideran externalidades, lo importante es el rendimiento, no importa si desertificamos una región o cambiamos el clima del planeta entero. Como hasta ahora este fue el sentido en la alimentación moderna, debemos detenernos y cambiar de rumbo; si no lo hacemos, estaremos camino al suicidio de la especie humana.
Capítulo 2
Crisis del sistema alimentario
Para observar cómo la alimentación actual está devorando el planeta, partiremos de considerarla como sistema complejo. Una aplicación de la complejidad a la alimentación fue formulada por Rolando García (2006) con un enfoque teórico-metodológico original que articula permanentemente las dimensiones teórica, metodológica y política.
Proponemos construir un modelo alimentado con datos provenientes de distintas disciplinas (ecología, antropología, nutrición, historia, economía, agronomía, sociología, epidemiología, etc.) y así comprender la tremenda dimensión del problema que enfrentamos y los atisbos de solución, al tiempo que identificamos puntos claves donde operar transformaciones. Entendemos que existe una sinergia entre el medioambiente –mediatizado por la tecnología de extracción– y el sistema económico-político y sus valores, que resultan en diferentes cocinas que modelan los cuerpos y las instituciones. Al hacerlo modelan la vida social y la forma de enfermar y morir de la población.
La aplicación de este modelo nos lleva a concluir que la alimentación actual sufre una crisis que es al mismo tiempo global, estructural, paradojal y terminal.
Global porque, si bien en principio es la crisis de las sociedades capitalistas de la órbita occidental, sus efectos se extienden a todo el mundo, y arrastran a otras sociedades, organizadas sobre la base de otros principios, por el simple hecho de habitar el mismo planeta. Entonces, aunque los cazadores recolectores pigmeos mbutis de la selva lluviosa africana no coticen sus alimentos en la bolsa, gracias a las disposiciones de la Organización Mundial del Comercio (OMC), que legitiman la agricultura extensiva de monocultivo química o la fabricación tóxica, aun si estas se producen a miles de kilómetros del entorno de los mbutis, igualmente sentirán la presión para ampliar la frontera agrícola a expensas de su selva arrinconándolos hasta hacerla desaparecer junto con su modo de vida y sufrirán las consecuencias de la lluvia ácida producida por vientos que traen las partículas de las fábricas de productos impensables para ellos producidos a miles de kilómetros y la polución de sus ríos por contaminantes arrojados en las nacientes por mineras que explotan metales en montañas que nunca conocerán.
No hay donde esconderse. Coca-Cola nos persigue a 180 países (una ironía sobre una publicidad de la empresa que decía que nos “acompaña a 180 países”).
La crisis de la alimentación actual es estructural porque, como nunca en la historia, los problemas se presentan simultáneamente en la producción, la distribución y el consumo: todas las áreas están comprometidas.
Es paradojal porque hay alimentos suficientes para que coman todos los habitantes del planeta con una dieta que los nutricionistas consideran adecuada para sostener una vida activa y sana, por lo menos desde el punto de vista de los grandes números. Cuando se borran las diferencias y reducimos los alimentos a nutrientes y los sujetos a necesidades, de este casamiento matemático se descubre que –al menos teóricamente– se producen anualmente más alimentos que los que toda la población humana necesitaría, de existir una distribución equitativa. Este equilibrio se logró en 1985 (se lo llama “disponibilidad plena”); desde ese momento ha seguido aumentando hasta que hoy alcanza las 3.100 kcal por persona por día (disponibilidad excedentaria), suficientes para alimentar a 10.000 millones de personas, y en el planeta somos 7.500.
Pero también es una crisis terminal porque según algunos ecologistas, basándose en un informe de la ONU de 2017, el nivel de explotación de los recursos del planeta está llegando a un límite que hace insostenible su continuidad. Como en el caso del cambio climático, y justamente porque ese es uno de los datos más fuertes, parece que hemos superado la capacidad autodepuradora del planeta y será imposible restablecer el equilibrio anterior. Debemos –como con la emisión de gases de efecto invernadero– tratar de frenar el deterioro y mitigar sus efectos, para rogar que el nuevo equilibrio no sea particularmente dañoso.
Si bien una vez alcanzada la disponibilidad plena la energía per cápita siguió creciendo, otra cosa es la composición de esa energía: al momento del informe de la ONU, el 70% provenía de hidratos de carbono, azúcares y aceites refinados, lácteos y grasas (los alimentos domesticados que se recomienda comer en cantidades mínimas, ya que eran escasos cuando se formó nuestra biología). El problema que dejan al descubierto los informes de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y de la OMS no es la escasez, sino la posibilidad de seguir produciendo una cantidad suficiente y mejorar la calidad de esa producción alimentaria en el futuro.
En la producción agroalimentaria la crisis no pasa por la disponibilidad, ya que hay suficiencia y estabilidad, sino que se vislumbra una crisis de sustentabilidad. Hoy existen suficientes alimentos para todos (los reciban o no), pero los modelos productivos en que se apoya este aumento de la disponibilidad no son sustentables y están poniendo en peligro tierra, agua y aire y a los mismos comensales, por lo que algunos científicos se preguntan si vale la pena insistir en producir de este modo considerando la posibilidad de que se hayan sobrepasado las capacidades de los ecosistemas de recuperarse.
Respecto de la distribución, en el acceso, enfrentamos una crisis de equidad. El aumento de la disponibilidad no terminó con el sufrimiento del hambre. Tener alimentos disponibles es necesario porque no se puede distribuir lo que no se tiene, pero no es suficiente: que toda la población tenga acceso a ellos es vital.
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