Patricia Aguirre - Devorando el Planeta

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La comida no es algo aislado, sino un producto de las relaciones sociales, del sistema económico y hasta de los valores de la sociedad. Es un hecho social total. Para entenderla, Patricia Aguirre propone dejar de lado las miradas simplistas y las consignas vacías y explorar la complejidad de un tema en el que se entrelazan las finanzas, el capitalismo, la geopolítica, el metabolismo, el hábitat y los imaginarios globalizados…
Devorando el planeta es un libro que nos cuenta cómo llegamos hasta acá con un sistema alimentario que, guiado por la lógica del mercado, atenta contra la salud de millones de personas. Pero no se queda en simple cuestionamiento, sino que avanza un paso más y explica
cuáles son los modos y las tecnologías para que los Estados, las comunidades y los individuos apunten a cambiar al mundo y nuestro modo de relacionarnos con él. Y este empieza por lo más simple y lo más cotidiano: nuestra forma de comer.

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¿Esto quiere decir que cada caso es único y que es imposible predecir cómo reaccionará la sociedad frente a la necesidad de un cambio en sus patrones de consumo?

Una pista para prever la estabilidad o flexibilidad de la categoría es ubicarla en el centro o la periferia de los procesos de estructuración social. Productos como el arroz en china o el maíz en América Central, que durante milenios han sostenido la vida y las instituciones, tardarán más en cambiar que aquellos periféricos. En 1950, el yogur, en Buenos Aires, era un sucedáneo de la leche con un valor curativo agregado. En 1982 fue muy fácil para la reconvertida industria láctea extender su nicho de mercado a personas sanas que querían conservar su salud.

También hay que analizar si el tipo de cambio implica la desaparición de un patrón (como transformar a todos los porteños en vegetarianos) o modificaciones sobre el mismo patrón (salchichas o hamburguesas reemplazando el bife). Porque para la prohibición es más fácil mantener el tabú total. Ninguna religión dice “no comerás más que un pedacito de ese animal”, sino: “no comerás ese animal”. En cambio, para la instalación de una práctica es más fácil empezar de a poco. El uso del vino en la religión habilita el vino en la mesa.

Lo comestible, nutriente, biológicamente asimilable, se encuentra organizado en alimentos y, al prepararlos (pelarlos, cortarlos, combinarlos, cocerlos, condimentarlos) en platos de comida que se consumen bajo ciertas reglas de comensalidad que establecen cuándo, dónde, cómo, qué y con quiénes se puede comer cada cosa, se configura una “cocina”.

La palabra “cocina” refiere al lugar dedicado a cocinar, el aparato donde se cuecen las preparaciones y el modelo bajo el cual se organiza la comida. A partir de aquí usaré el término con este último significado, como el formato que un grupo humano le impone a la comida. Aunque no desconocemos primates que lavan tubérculos en el mar para después consumirlos salados (es decir, lavan y condimentan) o que las hormigas “ordeñan” pulgones o “fermentan” hojas para formar un hongo alimenticio, tales “preparaciones” animales no las consideramos “cocina”. Para que exista tal cosa hay consenso en que –además del deseo consciente y reflexivo que hasta ahora solo hemos visto en los humanos– debe tener 5 elementos: alimentos característicos, generalmente regionales, preparaciones y saborizantes propios, reglas de comensalidad compartidas y un sistema de transmisión garantizada.

Para todos los que compartimos una cocina, esta “gramática” culinaria que gobierna la articulación de los alimentos en platos de comida dentro de la cocina, está tan internalizada y nos resulta tan cotidiana, que no la tomamos en cuenta. Por eso consideramos normal comer bife en el almuerzo y no en el desayuno. Sin embargo, nada de esto es normal aunque se hayan naturalizado y normalizado. Ningún horario, ninguna combinación, ninguna categorización de “festivo” o “prestigioso” tienen que ver con la molécula de proteína de la carne, sino con el estilo de vida de los comensales. Porque las categorías sociales que dan forma y sentido a las sustancias comestibles para hacerlas comida están presentes de forma tan silenciosa y permanente que no las percibimos y pensamos que siempre ha sido así, negando su historicidad.

Al obviar las características sociales solemos considerar nuestra comida como un hecho natural o biológico, despojado de historia, inmutable. Esta naturalización oscurece, opaca y oculta las relaciones sociales que atraviesan el plato. Por eso este libro, porque no nos damos cuenta de que con nuestro comer, en realidad, devoramos el planeta. Y no por los nutrientes, ni por los alimentos ni por la cocina, sino por las relaciones económicas, ecológicas, sociales que establecemos como legítimas para obtenerlos, compartirlos y desecharlos. Esta oscuridad de los fenómenos sociales se produce porque, al pertenecer y compartir los sistemas de clasificación, parece que tales normas y valores fueran inherentes al funcionamiento mismo de las cosas y, en el caso de la comida, fueran dependientes de la química de los productos, velando las relaciones sociales.

Naturalizar la alimentación como proceso significa oscurecer la importancia que tiene la historia en la comprensión de la realidad social y recurrir –reduciendo la riqueza del evento alimentario– a argumentos de tipos biológico, geográfico, ambiental y económico como si fueran los determinantes únicos de las conductas humanas. La naturalización es un fenómeno que lleva a los comensales a pensar su alimentación como ligada a la biología de los alimentos o de los comensales. Estamos naturalizando cuando decimos que los alimentos engordan, hacemos desaparecer al sujeto que come y el sobrepeso se atribuye al producto. Estamos naturalizando cuando decimos que la sequía causó la hambruna, desconociendo que tal consecuencia podría haber sido moderada por políticas asistenciales que acercaran comida a quienes fueron perjudicados por esa sequía. Cuando se atribuyen causas naturales a hechos sociales generalmente se biologizan estos hechos sociales, ya sea reduciendo el problema a la órbita del individuo (porque es su naturaleza, llámese genética o psicología, la que lo predispone), olvidando el impacto modelador de lo social (en este caso, aprendizaje y epigenética). También tiene otro efecto, y es la desresponsabilización de la sociedad, porque los fenómenos biológicos se imaginan inflexibles y socialmente inmodificables. Esto pasa mucho últimamente, con la atribución de responsabilidad a la genética o la neurobiología, que serían las causantes últimas de la forma de actuar de los individuos y los determinarían rígidamente, excluyendo las relaciones sociales que moderan o exacerban los eventos –fundamentalmente, a través del medio social donde tal “naturaleza humana” se manifiesta–.

Un ejemplo: los humanos, como todos los primates, somos amamantados en la primera infancia, por lo que existe en el intestino humano una enzima (lactasa) que permite romper el azúcar de la leche (lactosa) en dos azúcares simples (glucosa y galactosa) que pueden ser metabolizados por el intestino. Cerca de los 5 años, la enzima lactasa deja de producirse, porque durante millones de años la lactancia materna se cortaba mucho antes, de manera que, no habiendo otra fuente de leche, carecer de lactasa no era determinante para la supervivencia. Pero hace 10.000 años la domesticación de mamíferos mansos permitió el ordeñe de burras, camellas, cabras, vacas, yaks y/o yeguas; entonces, el no poder metabolizar la leche de los rebaños más allá de los 5 años hacía que los pastores adultos perdieran una fuente alimentaria de primera. Para sobreponerse a esta adversidad “inventaron” la forma de predigerir la leche en forma de yogures y quesos. Expuestos a la leche de sus rebaños –y no por voluntad propia– se fijaron en los pueblos pastores cinco mutaciones que permiten la síntesis de la enzima hasta la adultez. Hoy la mitad del mundo es genéticamente tolerante (descienden de los pastores mutantes) y la otra mitad mantiene el genotipo ancestral (descendientes de los pueblos que domesticaron otras especies como cerdos y llamas, que no son ordeñados). ¿Qué es “natural” ante el consumo de leche? ¿Lo natural es la intolerancia porque es el tipo ancestral? ¿O la tolerancia es cultura hecha naturaleza, porque un rasgo cultural –la domesticación de ganado de ordeñe, la invención de los lácteos y el modo de vida pastoril– seleccionó nuestro genotipo?

Hay una concepción ideológica en el discurso naturalizador, ya que al reducir a la biología de los individuos lo que son problemas sociales, se obturan las posibilidades de soluciones de índole colectiva.

Diferente de la naturalización, pero tan reductora como aquella, la normalización es el proceso por el cual algunos comportamientos e ideas se consideran así por repetición, ideología, publicidad y se dan por sentado sin cuestionarse. Cuando se dice que a los niños no les gustan las verduras o que no toman agua porque lo único que les gusta son las gaseosas, se evita cuestionar quién les enseñó a comer, cómo aprendieron a gustar, qué les ofrecen los adultos.

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