Patricia Aguirre - Devorando el Planeta

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La comida no es algo aislado, sino un producto de las relaciones sociales, del sistema económico y hasta de los valores de la sociedad. Es un hecho social total. Para entenderla, Patricia Aguirre propone dejar de lado las miradas simplistas y las consignas vacías y explorar la complejidad de un tema en el que se entrelazan las finanzas, el capitalismo, la geopolítica, el metabolismo, el hábitat y los imaginarios globalizados…
Devorando el planeta es un libro que nos cuenta cómo llegamos hasta acá con un sistema alimentario que, guiado por la lógica del mercado, atenta contra la salud de millones de personas. Pero no se queda en simple cuestionamiento, sino que avanza un paso más y explica
cuáles son los modos y las tecnologías para que los Estados, las comunidades y los individuos apunten a cambiar al mundo y nuestro modo de relacionarnos con él. Y este empieza por lo más simple y lo más cotidiano: nuestra forma de comer.

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Utilizo la primera persona del plural, nosotros, porque todos contribuimos a devorar el planeta, aunque no en igual medida. Quien apenas come, no tiene agua potable y jamás viajó en avión, tiene mucha menos responsabilidad que el ejecutivo de un holding alimentario que explota lo que queda del terreno que una vez ocupó el Amazonas. Paradójicamente, el primero pagará antes y más caro por su escasa cuota de responsabilidad porque sufrirá antes los efectos de la depredación, el extractivismo, la contaminación, el ajuste y el cambio climático.

Sin embargo, estamos a tiempo de cambiar.

No podemos separar la manera de comer de la manera de vivir en sociedad. Dicho de otro modo, existe una sinergia entre el subsistema agroalimentario y el subsistema económico político que son los determinantes de la cocina y la comida. Y estas formas de comer y de vivir determinarán la manera en que esa población enferme y muera. Abordar el sistema alimentario como sistema complejo (es decir, abierto al medio, como los seres vivos) con capacidad de equilibrarse, cambiar, autorganizarse y aun estallar nos permite ver cómo alimentación, economía, política y epidemiología se condicionan mutuamente de manera que lo que pasa en un campo incide necesariamente en el otro.

Uno de los problemas de la manera de comer actual en las sociedades occidentales, urbanas, industriales –que globalizaron su forma de vida arrasando con otras sociedades con organizaciones distintas y alimentaciones distintas– fue reducir la diversidad alimentaria, al privilegiar cantidad sobre variedad, hasta hacer que en el mundo actual 8 especies expliquen el 70% del consumo alimentario de 7.500 millones de personas.

Otro de los problemas que toda la población del planeta heredará es que por, imperio del modo de producción, todos los ecosistemas están altamente transformados. No solo los dedicados a la producción agroindustrial, y no solo por la presión de la frontera agropecuaria que se extiende sin cesar avanzando sobre tierras vírgenes, selvas, humedales, sino que el aire y el agua están fuertemente intervenidos. La atmósfera que carga con los humos de nuestras chimeneas devuelve lluvia ácida (desgraciadamente, no en el mismo lugar en que se produce); gases que se pensaban inertes lo son solo en los primeros metros, más arriba, devoran la capa de ozono y dejan entrar peligrosos rayos ultravioletas. El océano es el mayor basurero a cielo abierto que pudimos crear. También es el lugar de la mayor depredación de especies (comestibles o no). La intervención humana ha producido un aumento de la temperatura de las aguas, que acidifica los mares, blanquea corales, extingue especies, modifica corrientes e intensifica tornados.

La producción agroalimentaria es en gran medida responsable del emporcamiento generalizado del planeta y a lo largo de toda la cadena, desde la producción primaria (agricultura, ganadería, pesca) y la secundaria (industria) hasta la distribución a través de cadenas mayoristas-minoristas de nivel planetario (que hacen que la huella de carbono por transporte sea más significativa que los nutrientes que puede aportar un alimento). No debemos olvidar que no se distribuyen alimentos sino mercancías alimentarias, prolijamente protegidas en envases provistos por recursos minerales no renovables: latas de acero (hojalata) o aluminio o envases de plástico obtenidos por polimerización del petróleo que, después de haber contaminado tierras y mares, recién ahora empiezan a hacerse de maíz o celulosa, es decir, más fácilmente degradables.

Este tipo de producción y distribución resulta justificado por el consumo conspicuo, inducido para mantener andando la rueda de la ganancia. Porque no comemos lo que necesitamos, sino lo que nos quieren vender, y un aparato publicitario monstruoso se encarga de estimular el consumo de productos innecesarios, para seguir alimentando el sistema con más de lo mismo, en una espiral amplificadora que no podemos sino sospechar cómo termina.

Las consecuencias son cada vez más notorias: de la explotación, fragilización, desertificación, contaminación y extinción de los ecosistemas locales pasamos a la globalización pandémica del cambio climático, que cada día se acelera más. El hielo antártico se está derritiendo siete veces más rápido que hace cuatro décadas y el de Groenlandia, cuatro veces más rápido de lo previsto. La tasa de extinción de especies parece ser más rápida que durante el Pérmico (cuando desapareció el 90% de la vida sobre el planeta), y no entendemos que somos parte de la vida que estamos destruyendo aceleradamente.

Destruimos el único planeta que podemos habitar. Los gases de efecto invernadero que liberan nuestros campos de monocultivo químico, los gases de nuestros rebaños, las chimeneas de nuestras fábricas, los escapes de nuestros transportes, la energía con que cocinamos y la putrefacción de los restos contribuyen al efecto invernadero, hasta los gases con que durante 50 años refrigeramos los alimentos para conservarlos siguen destruyendo la fina capa de ozono que nos protege de la peligrosa radiación ultravioleta del sol.

Estamos acabando con nuestro planeta, lo estamos devorando, pero hacerlo no nos hizo ni más sanos ni más felices, solo más pobres y más gordos. ¿Valió la pena?

La carga de enfermedad que conlleva nuestra manera de comer es preocupante. En otros siglos, el problema era la falta, las hambrunas asolaban regiones enteras. Hoy, el exceso hace lo mismo. La Organización Mundial de la Salud (OMS) calcula que, gracias al sobrepeso, esta generación reducirá en cinco años la esperanza de vida respecto de la de sus padres. Una sociedad que no produce ni distribuye “bien” era esperable que tampoco consumiera “bien”. Todos comemos “mal”, por imperio de los alimentos mismos, por elecciones insalubres, por falta de acceso económico o cultural, por la vida que llevamos que nos empuja a “solucionar” el problema de la comida con chatarra ultraprocesada. Y está “mal” desde todos los estándares, ecológicos, económicos, culturales y nutricionales. No es extraño que la alimentación inadecuada se encuentre en la base del 60% de las enfermedades que aquejan las sociedades occidentales.

Nuestro futuro es sombrío. Pero este libro pretende ser optimista y señalar que hay alternativas, que ya están en marcha diferentes opciones para cambiar la alimentación y la sociedad que la ha llevado a este punto crítico.

Si efectivamente existe una sinergia entre el sistema agroalimentario y el sistema económico político, entonces se puede cambiar el mundo cambiando la alimentación. La pregunta no es si se puede: la pregunta más importante es si estamos a tiempo.

Capítulo 1

Comemos comida

Porque nuestra comida es producto y produce relaciones sociales podemos decir que comemos como vivimos y nos enfermamos como comemos.

Comemos para nutrirnos y para relacionarnos con otros. Lo que hacemos como comensales nos toca y, además, siempre implica al otro, ya sea medioambiente, sujeto, alma, sistema social, como quiera que concibamos ese otro, ese sin el cual yo no soy. Aunque nuestra sociedad entroniza la decisión individual, en tanto nuestra especie es omnívora (desde hace unos dos millones y medio de años) la alimentación es un acto social que siempre implica al otro. Tal vez sea un hecho anclado en nuestro pasado evolutivo que para cumplir nuestro omnivorismo la organización social haya proporcionado la respuesta que la anatomía no daba. Sin garras ni caninos poderosos, al actuar en conjunto convertimos la alimentación en un acto colectivo y complementario, conseguimos, distribuimos y consumimos la comida en conjunto. Desde entonces comemos con los otros compartiendo la comida: somos comensales.

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